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Seguí corriendo otras diez manzanas y luego di media vuelta, iba contemplando el paisaje alrededor para no pensar en que respiraba muy agitada. El aire frío previo al amanecer me tonificaba. El cielo había pasado de color carbón a gris ceniza. Casi al final de mi carrera oí cómo el tren de mercancías de primera hora de la mañana cruzaba lentamente la ciudad haciendo sonar un silbato en sordina. Con un alegre campanilleo descendieron las barreras del paso a nivel. Aguardé a que pasara el tren. Conté seis vagones cerrados, un vagón cisterna, un vagón de ganado vacío, un vagón frigorífico, nueve contenedores de coches, tres bateas, un vagón plataforma y, por último, el furgón de cola. Cuando el tren se perdió de vista, seguí a pie para enfriar mientras recorría las últimas manzanas. En esencia, me alegraba de haberme quitado ya de encima el jogging.

Me salté la ducha pensando que bien podía quedarme sudorosa para la sesión de tareas domésticas que me esperaba. Reuní guantes de goma, estropajos y varios artículos de limpieza y lo eché todo en un cubo de plástico. Añadí un rollo de papel de cocina, trapos, detergente para ropa y bolsas de basura. Así provista salí al jardín, donde aguardé a Henry. No hay nada como los peligros y el glamour de la vida de un detective.

Cuando apareció Henry, fuimos al domicilio de Gus. Él recorrió la casa para evaluar la situación y regresó a la sala de estar, donde recogió los periódicos de varias semanas esparcidos por el suelo. Por mi parte, me quedé examinando el mobiliario. Las cortinas eran exiguas y las cuatro piezas tapizadas (un sofá y tres sillones) estaban cubiertas con fundas elásticas de color marrón oscuro, todas de un mismo tamaño adaptable. La mesa era de un laminado imitación caoba. El mero hecho de estar allí resultaba desalentador.

La primera tarea que me asigné fue registrar el buró de persiana de Gus en busca de la agenda, que estaba en el cajón de los lápices, junto con una llave de la casa en un llavero blanco y redondo donde se leía pitts.

La saqué.

– ¿Qué es esto? No sabía que Gus tenía una llave de tu casa.

– Claro. Por eso yo tengo una llave de la suya. Lo creas o no, hubo un tiempo en que no era tan cascarrabias. Me recogía el correo y me regaba las plantas cuando yo me iba a Michigan a visitar a mis hermanos.

– Ver para creer -dije, y reanudé mi tarea mientras Henry llevaba la pila de periódicos a la cocina y los metía en el cubo de la basura.

Gus tenía el aspecto económico de su vida bien organizado: facturas pagadas en una casilla, las pendientes de pago en otra. En una tercera encontré el talonario, dos libretas de ahorro y hojas de saldo sujetas con gomas elásticas. No pude evitar fijarme en la cantidad de dinero acumulado en sus cuentas. Bueno, sí, lo admito, repasé los números con detenimiento, pero no tomé notas. Tenía cerca de dos mil dólares en la cuenta corriente, quince mil en una libreta de ahorros y veintidós mil en la otra. Quizás eso no fuera todo. Me parecía la clase de persona que guardaba billetes de cien dólares entre las páginas de los libros y mantenía cuentas intactas en varios bancos. Los ingresos regulares que hacía eran probablemente cheques de la seguridad social o de la pensión.

– Oye, Henry, ¿a qué se dedicaba Gus antes de jubilarse?

Henry asomó la cabeza desde el pasillo.

– Trabajaba en los ferrocarriles, allá en el Este. Es posible que fuera en la compañía L &N, pero no sé qué cargo ocupaba exactamente. ¿Por qué lo preguntas?

– Tiene bastante dinero. O sea, no es rico, pero dispone de recursos para vivir mucho mejor de lo que vive.

– No creo que el dinero y la higiene estén relacionados. ¿Has encontrado la agenda?

– Aquí está. La única persona que vive en Nueva York es una tal Melanie Oberlin, que tiene que ser su sobrina.

– ¿Por qué no la llamas?

– ¿Tú crees?

– ¿Por qué no? Así paga él la llamada. Mientras tanto, empezaré por la cocina. Tú puedes ocuparte de su dormitorio y el baño en cuanto hayas acabado.

Marqué el número, pero como suele suceder últimamente, no hablé con un ser humano vivo. La mujer del contestador se identificó como Melanie, sin dar el apellido, y no podía atender la llamada. La noté muy alegre para estar diciéndome al mismo tiempo lo mucho que lamentaba no poder atenderme. Hice un breve resumen de la caída de su tío Gus y después dejé mi nombre y los números de teléfono de mi casa y mi oficina y le pedí que me devolviera la llamada. Me guardé la agenda en un bolsillo, con la intención de intentarlo de nuevo más tarde si no tenía noticias suyas.

Di una vuelta por la casa de Gus como había hecho antes Henry. En el pasillo percibí un tufo a excrementos de ratón o quizás a ratón muerto en fecha reciente atrapado en una pared cercana. En la segunda habitación se amontonaban cajas de cartón sin etiquetar y muebles antiguos, algunos de buena calidad. La tercera habitación estaba dedicada a objetos de los que obviamente el viejo era incapaz de deshacerse. Había pilas de periódicos atados con cordel y que llegaban a la altura de la cabeza, y entre las filas había dejado pasillos para acceder fácilmente en caso de que alguien necesitara entrar y coger las tiras cómicas de los dominicales desde diciembre de 1964. Contenía asimismo botellas vacías de vodka, cajas de comida en lata y agua embotellada suficientes para resistir un asedio, cuadros de bicicleta, dos cortacéspedes oxidados, una caja de zapatos de mujer y tres televisores de aspecto barato con antenas portátiles y pantallas del tamaño de las ventanillas de un avión. Además, Gus había llenado de herramientas una caja de embalaje. Un viejo sofá cama asomaba bajo una montaña de ropa revuelta. Sobre una mesita de centro se alzaban columnas de vajilla de cristal verde de los tiempos de la Depresión.

Conté quince cuadros apoyados contra una pared, todos con recargados marcos. Fui pasándolos de uno en uno mientras examinaba los lienzos, pero no supe qué pensar. Los temas eran variados: paisajes, retratos, una pintura de un ramo exuberante pero mustio, otra de una mesa adornada con fruta cortada, una jarra de plata y un pato muerto con la cabeza colgando del borde. El óleo de la mayoría se había oscurecido tanto que era como mirar a través de un cristal tintado. No sé nada de arte, de modo que no podía opinar sobre su colección, salvo por el pato muerto, que me pareció de un gusto dudoso.

Me puse manos a la obra en el cuarto de baño, decidida a empezar por lo peor. Desconecté mis engranajes emocionales, poco más o menos como hago en el escenario de un homicidio. La repulsión no sirve de nada cuando tienes trabajo que hacer. Durante las siguientes dos horas frotamos y restregamos, quitamos el polvo y pasamos el aspirador. Henry vació el frigorífico y llenó dos bolsas de basura grandes de alimentos descompuestos sin identificar. Los estantes de los armarios contenían latas con la base abombada, indicio de explosión inminente. Puso el lavavajillas mientras yo metía una pila de ropa sucia en la lavadora y la encendía también. Dejé la ropa de cama amontonada en el suelo del lavadero hasta tener lista la primera colada.