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A mediodía habíamos avanzado lo máximo posible. Ahora que se había restablecido un mínimo de orden, vi lo deprimente que era la casa. Podríamos haber trabajado otros dos días enteros y el resultado habría sido el mismo: desgaste, abandono, una nube de viejos sueños suspendida en el aire. Cerramos la casa, y Henry llevó dos cubos de basura a rastras hasta la acera. Me dijo que quería adecentarse y que luego iría al supermercado para reabastecer los estantes de Gus. Después de eso pensaba telefonear al hospital para preguntar cuándo le darían el alta. Yo me marché a casa, me duché y me puse los habituales vaqueros para irme a trabajar.

Decidí que intentaría por segunda vez entregar la orden de comparecencia a mi amigo Bob Vest. En esta ocasión, cuando aparqué y cruce la calle para llamar a su puerta, me fijé en los dos periódicos tirados en el porche. Eso no era buena señal. Esperé, por si lo había pillado en el retrete con los calzoncillos a la altura de las rodillas. Mientras estaba allí, vi un rascador para gatos en un extremo del porche. La superficie tapizada permanecía intacta, ya que por lo visto el gato prefería afilarse las uñas haciendo trizas el felpudo. Había también un cajón de gato, sucio de hollín y lleno de pelos, caspa y huevos de pulga, pero no se veía gato alguno.

Me acerqué al buzón y examiné el contenido: correo comercial, catálogos, unas cuantas facturas y un puñado de revistas. Me puse todo bajo el brazo y crucé el jardín hasta la casa contigua. Toqué el timbre. Me abrió la puerta una mujer de más de sesenta años, con un cigarrillo en la mano. A su alrededor olía a beicon frito y sirope de arce. Llevaba una camiseta sin mangas y un pantalón pirata. Tenía los brazos flácidos y la cintura del pantalón le quedaba holgada en torno a la cadera.

– Hola. ¿Sabe cuándo volverá Bob? -pregunté-. Me pidió que le entrara el correo. Creí que volvería a casa anoche, pero veo que no ha recogido los periódicos.

La mujer abrió la mosquitera y miró por encima de mí hacia el camino de acceso de su vecino.

– ¿Cómo ha conseguido liarte? A mí me pidió que le cuidara el gato, pero no dijo nada del correo.

– Tal vez prefirió no molestarla con eso.

– No sé por qué no. No le importa molestarme con todo lo demás. Ese gato ya se cree que vive aquí de tanto como lo cuido. Pobre bicho. Me da pena.

La escasa atención que Bob prestaba a su gato me pareció lamentable. Vergüenza debería darle.

– ¿Dijo cuándo volvería a casa?

– Esta tarde, pero fíate de su palabra. A veces me asegura que estará fuera dos días cuando él sabe de sobra que no volverá antes de una semana. Piensa que es más probable que acceda si su ausencia es corta.

– En fin, ya conoce a Bob -dije, y le enseñé el correo-. De todos modos, dejaré esto en la puerta de su casa.

– Puedo quedármelo yo si quiere.

– Gracias. Muy amable.

Me examinó.

– No es asunto mío, pero ¿tú no serás la chica nueva de la que no para de hablar?

– Ni mucho menos. Ya tengo problemas más que suficientes sin cargar con él.

– Bueno, me alegro. No pareces su tipo.

– ¿Y cuál es su tipo?

– El tipo de mujer que veo salir de su casa casi todas las mañanas a las seis.

Cuando llegué a la oficina, telefoneé a Henry, que me puso al corriente. Al final, el médico había decidido retener a Gus un día más porque tenía la tensión alta y el recuento de glóbulos rojos bajo. Como Gus estaba grogui por efecto de los analgésicos, Henry tuvo que hablar con la sección que tramitaba las altas del departamento de servicios sociales del hospital, para ver en qué medida era posible satisfacer las necesidades médicas de Gus en cuanto lo pusieran en la calle. Henry se ofreció a explicarme los entresijos de la cobertura de Medicare, pero, la verdad, era demasiado aburrido para asimilarlo. Más allá de la Parte A y la Parte B, todo era un baile de siglas: CMN, SNF, PPS, PRO, DRG, etcétera, etcétera. Como yo no iba a tener que sortear esos rápidos hasta pasados otros treinta años, la información sencillamente me resultaba tediosa. Las directrices generales eran de un retorcimiento diabólico, concebidas para confundir a los mismísimos pacientes a los que en teoría debían aleccionar.

Por lo visto existía una fórmula que determinaba cuánto dinero podía ganar el hospital reteniéndolo durante un número específico de días y cuánto podía perder reteniéndolo un solo día más. El hombro dislocado de Gus, aunque doloroso, hinchado y causante de una incapacidad temporal, no se consideraba tan grave como para garantizarle una estancia de más de dos noches. Distaba mucho de agotar los días que tenía asignados, pero el hospital no quería correr riesgos. El miércoles Gus salió del St. Terry para quedar en manos de un centro de convalecencia.

Capítulo 7

La residencia de ancianos Colinas Ondulantes era una laberíntica estructura de ladrillo de una planta. Abarcaba una superficie de unos cuatrocientos metros cuadrados y no había a la vista una sola colina, ni ondulante ni de ninguna clase. Se observaba algún que otro intento de dar vida al exterior: habían añadido una pila para pájaros y dos bancos de hierro, de esos que dejan marcas en los fondillos del pantalón. El suelo del aparcamiento era muy negro y olía como si acabaran de asfaltarlo. En el estrecho jardín delantero, una hiedra formaba un espeso tapiz verde que se extendía hasta las fachadas laterales, cubría las ventanas y llegaba al tejado. En un año, el edificio quedaría envuelto por una selva de verdor, un montículo amorfo como una pirámide maya perdida.

Dentro, el vestíbulo estaba pintado de vivos colores primarios. Quizá pensaban que para los ancianos, como para los bebés, la estimulación con tonos intensos era beneficiosa. En el rincón opuesto, alguien había sacado de su caja un árbol de Navidad artificial y había conseguido encajar las «ramas» de aluminio en los agujeros correspondientes. La configuración de las ramas quedaba tan realista como un trasplante de pelo reciente. De momento no tenía adornos ni luces. Con la escasa luz vespertina que se filtraba por los cristales, el efecto general era mortecino. Ocupaban ambos lados de la sala hileras de sillas cromadas con el asiento de plástico amarillo. Por necesidad, las luces estaban encendidas, pero las bombillas eran de una potencia tan exigua como las de los moteles baratos.

La recepcionista estaba oculta detrás de una ventana corredera de cristal esmerilado, semejante a las que uno encuentra en las consultas de los médicos. Un revistero en vertical de cartón sostenía folletos en los que la residencia de ancianos Colinas Ondulantes parecía un establecimiento de los «años dorados». En un montaje fotográfico se veía a un grupo de ancianos atractivos y en apariencia llenos de energía que, sentados en un jardín, conversaban alegremente mientras jugaban a las cartas. Otra imagen mostraba el comedor, donde dos parejas residentes disfrutaban de un exquisito ágape. Pero vista la realidad, el lugar me despertó la esperanza de una muerte repentina y prematura.