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– Bueno, no se está muriendo desangrado ni nada por el estilo, pero necesita su ayuda. Alguien tiene que hacerse cargo de la situación. No está en condiciones de valerse por sí solo.

Su silencio inducía a pensar que la idea no le entusiasmaba, ni total ni parcialmente. ¿Qué le pasaba a esa mujer?

– ¿A qué se dedica? -pregunté para instarla a hablar.

– Soy vicepresidenta ejecutiva de una agencia de publicidad.

– ¿No cree que podría hablar con su jefe?

– Jefa.

– Tanto mejor. Estoy segura de que una mujer entenderá la crisis que nos atañe. Gus tiene ochenta y nueve años y usted es su única pariente viva.

El tono de su voz pasó de la oposición a la simple reticencia.

– La verdad es que tengo contactos profesionales en Los Ángeles. No sé cuánto tardaría en organizarlo, pero supongo que podría viajar a finales de esta semana y tal vez ver a Gus el sábado o el domingo. ¿Qué le parece?

– Un día aquí no servirá de nada a menos que tenga la intención de dejarlo donde está.

– ¿En la residencia? No es mala idea.

– Sí, lo es. Para él, aquello es un suplicio.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ese sitio?

– Expongámoslo así: yo a usted no la conozco de nada, pero tengo la razonable certeza de que no se quedaría en un sitio así ni muerta. Está limpio y la atención es excelente, pero su tío quiere estar en su propia casa.

– Pues no va a ser posible. Usted misma ha dicho que no puede valerse por sí mismo con el hombro tal y como lo tiene.

– A eso voy. Tendrá que contratar a alguien para que cuide de él.

– ¿Y eso no podría hacerlo usted? Tendrá una idea más clara de cómo organizarlo. Yo no soy de allí.

– Melanie, es su responsabilidad, no la mía. Yo apenas lo conozco.

– Tal vez pueda echar usted una mano durante un par de días, hasta que encuentre a alguien.

– ¿Yo?

Aparté el auricular y miré atónita el micrófono. No podía ser que pretendiera involucrarme así. Soy la persona con menos vocación de enfermera que conozco y sé de más de uno dispuesto a respaldar mis palabras. En las raras ocasiones en que me he visto obligada a prestar ese servicio he salido del paso a trancas y barrancas, pero nunca me ha gustado mucho. Mi tía Gin veía el dolor y el sufrimiento con malos ojos, pues en su opinión eran simples invenciones para atraer la atención. No soportaba los trastornos de salud y creía que todas las supuestas enfermedades graves eran falsas, eso hasta el mismísimo momento en que le diagnosticaron el cáncer del que murió. Aunque no soy tan insensible como ella, no le voy muy a la zaga. Imaginé de pronto agujas hipodérmicas y me sentí al borde del desmayo, hasta que me di cuenta de que Melanie seguía en la brecha.

– ¿Y la persona que lo encontró y llamó al 911?

– Fui yo.

– Ah. Pensaba que en la casa de al lado vivía un viejo.

– Se refiere usted a Henry Pitts. Es mi casero.

– Exacto. Ahora me acuerdo. Está jubilado. Mi tío ya me había hablado de él antes. ¿No tendría él tiempo para echarle un ojo a Gus?

– Me parece que no lo acaba de entender. Su tío no necesita a alguien que le «eche un ojo». Hablo de las atenciones profesionales de una enfermera.

– ¿Por qué no llama a los servicios sociales? Tiene que haber una agencia que se ocupe de esas cosas.

– Usted es su sobrina.

– Su sobrina nieta. Tal vez incluso bisnieta -aclaró.

– Ajá.

Dejé un silencio en el aire, que ella no aprovechó jubilosamente para ofrecerse a coger el primer avión.

– ¿Oiga? -dijo.

– Sigo aquí. Sólo espero a que me diga qué piensa hacer.

– Bien, iré, pero su actitud no acaba de gustarme.

Colgó ruidosamente para ilustrar la idea.

Capítulo 8

El viernes por la noche, después de cenar, fui con Henry a un vivero de Milagro donde vendían árboles de Navidad para ayudarlo a escoger uno, cosa que él se toma muy en serio. Todavía faltaban dos semanas para la Navidad, pero Henry, tratándose de las fiestas, es como un niño. El vivero era pequeño, pero él tuvo la impresión de que los árboles estaban recién cortados y la selección era mejor que la de otros sitios donde había mirado antes. En la altura de metro ochenta, su preferida, tenía varias opciones: el abeto balsámico, el abeto Fraser, la picea azul, el abeto Nordman, el abeto noruego y el abeto noble. Henry y el dueño del vivero se enfrascaron en una larga discusión sobre los méritos de cada uno. La picea azul, el abeto noble y el noruego conservaban mal la pinocha, y los Nordman tenían las puntas débiles. Finalmente optó por un abeto balsámico de color verde oscuro y forma clásica, con agujas suaves y la fragancia de un pinar (o de Ajax Pino, según el marco de referencia de cada cual). El hombre inmovilizó las ramas con un grueso cordel y nosotros lo llevamos hasta el coche familiar de Henry, donde lo sujetamos al techo con una complicada configuración de cuerdas y correas elásticas.

Volvimos a casa por Cabana Boulevard, con el Pacífico a oscuras a nuestra izquierda. Mar adentro, las plataformas petrolíferas titilaban en la noche como los yates de una regata pero con capacidad de vertido. Ya eran casi las ocho, y los restaurantes y moteles en primera línea de playa eran una explosión de luz. Al cruzar State Street, vimos una sucesión de adornos navideños hasta donde alcanzaba la vista.

Henry aparcó en el camino de acceso a su casa y desatamos el árbol. Cargándolo entre los dos, él por la base del tronco y yo por la parte central, lo llevamos hasta la calle, subimos por el breve sendero y entramos. Henry había redistribuido los muebles a fin de dejar un espacio libre para el árbol en un rincón de la sala de estar. En cuanto conseguimos mantenerlo en equilibrio sobre su soporte, apretó los pernos y llenó de agua el depósito al pie. Ya había sacado del desván seis cajas con el rótulo navidad y las tenía apiladas allí mismo. Cinco estaban repletas de adornos cuidadosamente envueltos y la sexta contenía una increíble maraña de luces navideñas.

– ¿Cuándo vas a poner las luces y los adornos?

– Mañana por la tarde. Charlotte tiene que enseñar una casa de dos a cinco y pasará por aquí cuando acabe. ¿Por qué no te apuntas? Prepararé ponche para infundirnos el espíritu apropiado.

– No quiero entrometerme en tu cita.

– No seas tonta. También van a venir William y Rosie.

– ¿La conocen?

– William sí, y ha dado su aprobación. Tengo curiosidad por conocer la reacción de Rosie. Es dura de pelar.