– ¿Y a qué se debe la encuesta de opinión? La cuestión es si a ti te gusta o no.
– Es que no lo sé -contestó Henry-. Hay algo en esa mujer que me molesta.
– ¿Y qué es?
– ¿No la encuentras un poco monotemática?
– Sólo he hablado con ella una vez y me dio la impresión de que hace bien su trabajo.
– A mí me parece más complicado que eso. Es lista y atractiva, lo reconozco, pero sólo habla de vender, vender y vender. La otra noche dimos un paseo después de la cena y calculó el valor de todas las casas de la manzana. Estaba dispuesta a ir puerta por puerta, buscando clientes, pero me planté. Son mis vecinos. La mayoría están retirados y ya han pagado. Si convence a alguien para que venda, después ¿qué? Acabas con un montón de dinero pero sin un sitio donde vivir y sin poder comprar otra casa por lo altísimos que están los precios.
– ¿Y ella cómo reaccionó?
– Se lo tomó bien y lo dejó correr, pero me di cuenta de que seguía dándole vueltas.
– Es de las que no se paran ante nada, eso salta a la vista. De hecho, me preocupaba que te convenciera para que pusieras a la venta esta casa.
Henry descartó la idea con un gesto.
– Por eso no temas. Me encanta mi casa y nunca la dejaría. Sigue presionándome para que invierta en alguna propiedad con la idea de alquilarla, pero a mí eso no me interesa. Ya tengo una inquilina, ¿para qué más?
– Bueno, puede que sea ambiciosa, pero eso no constituye un defecto. Henry, si le das tantas vueltas, lo estropearás todo. Lánzate, y si la cosa no sale bien, pues mala suerte.
– Muy filosófico -dijo él-. Recordaré tus palabras y algún día te las repetiré.
– No lo dudo.
A las nueve y media volví a mi casa. Apagué la luz del porche y colgué la chaqueta. Estaba a punto de acomodarme con una copa de vino y un buen libro cuando oí que llamaban a la puerta. A esa hora, seguramente se trataba de algún vendedor, o algún repartidor de panfletos mal impresos que predecían el fin del mundo. Me sorprendió que alguien se atreviera a llegar hasta mi puerta, teniendo en cuenta que la luz de las farolas no iluminaba el patio ni el jardín trasero de Henry.
Encendí la luz de fuera y eché un vistazo por la mirilla. No conocía a la mujer que estaba en mi porche. De unos treinta y cinco años, tenía el rostro anguloso y pálido, las cejas muy depiladas, los labios pintados de color rojo vivo y una gruesa mata de pelo castaño rojizo que llevaba recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Vestía un traje pantalón negro, pero no vi ninguna carpeta ni maletín de muestras, así que a lo mejor no corría peligro. Cuando vio que la miraba, sonrió y saludó con la mano.
Puse la cadena y entreabrí la puerta.
– ¿Sí?
– Hola. ¿Eres Kinsey?
– Sí.
– Me llamo Melanie Oberlin. Soy la sobrina de Gus Vronsky. ¿Te molesto?
– En absoluto. Espera un momento. -Cerré la puerta y retiré la cadena para dejarla entrar-. ¡Vaya, qué rapidez! Hablamos hace dos días. No te esperaba aquí tan pronto. ¿Cuándo has llegado?
– Ahora mismo. Tengo un coche de alquiler aparcado en la calle. Resultó que a mi jefa le pareció una idea estupenda que viniera, así que anoche viajé a Los Ángeles y he estado todo el día reunida con clientes. No he salido hasta las siete, pues pensé que lo más inteligente sería evitar la hora punta, pero al final había atasco por culpa de un choque en cadena de seis vehículos en Malibú. En cualquier caso, siento irrumpir así, pero acabo de darme cuenta de que no tengo llave de la casa del tío Gus. ¿Hay alguna manera de entrar?
– Henry tiene un juego y seguro que aún está levantado. Si quieres pasar y esperar, iré por él. Será sólo un momento.
– Encantada. Gracias. ¿Puedo usar el lavabo?
– Adelante.
La conduje al cuarto de baño de abajo, y mientras ella se dedicaba a lo suyo, crucé el patio hasta la puerta trasera de Henry y llamé al cristal. Las luces de la cocina estaban apagadas, pero vi el parpadeo del televisor en la sala de estar. Al cabo de un momento, Henry apareció en la puerta y encendió la luz de la cocina antes de abrir.
– Creía que ya te habías retirado -dijo.
– Y así era, pero ha venido la sobrina de Gus y necesita las llaves de la casa.
– Un momento.
Dejó la puerta abierta mientras iba a la cocina a buscar el juego de llaves en el cajón de los trastos.
– Por lo que contaste de vuestra conversación telefónica, no creía que fuera a venir, y menos tan deprisa.
– Yo tampoco. Me he llevado una grata sorpresa.
– ¿Hasta cuándo se quedará?
– Todavía no se lo he preguntado, pero ya te mantendré al corriente. Es posible que tengas que tratar con ella de todos modos, porque mañana a primera hora pienso ir a mi despacho.
– ¿En sábado?
– Me temo que sí. Tengo que ponerme al día con el papeleo y prefiero hacerlo con tranquilidad.
Cuando volví al estudio, Melanie seguía en el cuarto de baño, y al oír el grifo abierto supuse que se lavaba la cara. Saqué dos copas del armario y abrí una botella de Chardonnay del valle de Edna. Serví una generosa copa para cada una y, cuando salió, le di la llave de la casa de Gus y el vino.
– Espero que te guste el vino. Me he tomado la libertad -dije-. Siéntate.
– Gracias. Después de tres horas en la carretera, me vendrá bien una copa. Yo pensaba que en Boston conducían mal, pero aquí la gente está chiflada.
– ¿Tú eres de Boston?
– Más o menos. Mi familia se trasladó a Nueva York cuando yo tenía nueve años, pero fui a la universidad en Boston y todavía voy a visitar a mis amigos de aquella época. -Se sentó en una de las sillas plegables y examinó la casa de un rápido vistazo-. Un sitio agradable. Esto sería un palacio en la ciudad.
– Es un palacio en cualquier parte -contesté-. Me alegro de que hayas venido. Henry acaba de preguntarme cuánto tiempo vas a quedarte.
– Si todo va bien, hasta finales de la semana que viene. Para ir ganando tiempo, he llamado al periódico local y puesto un anuncio que aparecerá toda la semana a partir de mañana. Lo incluirán en la sección de «Ayuda a domicilio»… Compañía, enfermeras privadas, esas cosas…, y saldrá también en la sección de «Personales». Como no sabía si el tío Gus tiene contestador, he dado su dirección. Espero no haber cometido un error.
– No veo por qué. En esta época del año no creo que te veas desbordada por los candidatos. Mucha gente aplaza la búsqueda de trabajo hasta pasadas las fiestas.
– Ya veremos. Si voy muy apurada, siempre puedo recurrir a una agencia de colocación temporal. Debo disculparme por mi reacción cuando llamaste. Como no veo a Gus desde hace años, me pillaste desprevenida. En cuanto decidí venir pensé que, ya puestos, mejor hacer las cosas bien. Y hablando del tío Gus, ¿cómo está? Debería haber sido mi primera pregunta.