Había elegido a la Solana Rojas auténtica del mismo modo que había elegido a las otras. Se llevaban doce años, pues la Otra tenía sesenta y cuatro y ella cincuenta y dos. En el aspecto físico no se parecían mucho, pero sí lo suficiente a ojos de un observador accidental. Ella y la Otra eran poco más o menos de la misma estatura y peso, aunque sabía que el peso no era de gran importancia. Las mujeres ganaban y perdían kilos continuamente, así que si alguien advertía la diferencia, tenía fácil explicación. El color del cabello era otro rasgo intrascendente. El pelo podía ser del color o el tono de cualquiera de los tintes que se vendían en las tiendas. Ya había pasado de morena a rubia y de rubia a pelirroja en ocasiones anteriores, colores todos en marcado contraste con el gris natural que tenía desde los treinta años.
En el último año se había oscurecido el pelo poco a poco hasta que el parecido con el de la Otra era notable. Una vez, una empleada nueva de la sala de convalecencia las tomó por hermanas, cosa que la satisfizo mucho. La Otra era hispana, y ella no. No obstante, podía hacerse pasar por hispana si quería. Sus antepasados eran mediterráneos: italianos y griegos con algún que otro turco por medio, todos ellos de piel aceitunada y cabello oscuro con grandes ojos oscuros. Cuando estaba en compañía de personas de ascendencia anglosajona, si permanecía callada e iba a la suya, todos daban por supuesto que apenas hablaba inglés. Gracias a ello, se mantenían en su presencia conversaciones como si ella no entendiese una palabra. En realidad, lo que no hablaba era el español.
Sus preparativos para apropiarse de la identidad de la Otra habían dado un brusco giro el martes de la semana anterior. El lunes, la Otra anunció a sus compañeras que dejaría el trabajo en la residencia al cabo de quince días. Había pensado dedicarse a estudiar a tiempo completo, y quería tomarse un descanso antes del curso, que pronto empezaría. Para ella, ésa fue la señal de que había llegado el momento de poner en marcha su plan. Necesitaba robarle la cartera a la Otra, porque el carnet de conducir era vital para sus maquinaciones. Nada más pensarlo, surgió la ocasión. Así era la vida para ella: se le presentaban una oportunidad tras otra para su desarrollo y avance personal. No había recibido muchos privilegios en la vida, y los que tenía se había visto obligada a creárselos ella misma.
Se encontraba en la sala de enfermeras cuando la Otra volvió de una visita al médico. Había estado enferma hacía un tiempo y, si bien el mal remitía, debía someterse a frecuentes revisiones. Dijo a todos que para ella el cáncer había sido una bendición. Ahora valoraba más la vida. Su enfermedad la había impulsado a poner en orden sus prioridades. La habían aceptado en la universidad, donde haría un master en gestión sanitaria.
La Otra colgó el bolso en su taquilla y lo tapó con un jersey. Sólo había un colgador, ya que al otro se le había caído un tornillo y pendía inservible. La Otra cerró la taquilla sin teclear la clave en la cerradura de combinación. Lo hacía así para que al final del día fuera más fácil y rápido abrir la puerta.
Solana esperó, y cuando la Otra se marchó al puesto de enfermeras, se puso unos guantes de látex desechables y dio un tirón a la puerta de la taquilla. En un santiamén abrió la puerta, metió la mano en el bolso de la Otra y sacó el billetero. Extrajo el carnet de conducir del compartimento transparente y volvió a guardar el billetero, invirtiendo los pasos tan limpiamente como si rebobinara la secuencia de una película. Se quitó los guantes y se los metió en el bolsillo del uniforme. Se colocó el carnet debajo de la plantilla Dr. Scholl del zapato derecho. Aunque en realidad nadie sospecharía de ella. Cuando la Otra echase de menos el carnet, supondría que lo había olvidado en algún sitio. Siempre era así. La gente atribuía esas cosas a sus propios descuidos y distracciones. Rara vez se les ocurría acusar a otra persona. En este caso, nadie pensaría en señalarla a ella, porque siempre se mostraba atenta con los demás.
Para llevar a cabo el resto del plan esperó a que la Otra terminara su turno y el personal administrativo diera por concluida la jornada. Todos los despachos de la parte delantera quedaron vacíos. Como era habitual los martes por la noche, las puertas de los despachos permanecían abiertas para que entrara el personal de la limpieza. Mientras éste estaba enfrascado en su trabajo, era fácil entrar y buscar las llaves de los archivadores cerrados. Las llaves se guardaban en el escritorio de la secretaria, y bastaba con cogerlas y usarlas. Nadie cuestionó su presencia, y dudaba que alguien recordase más tarde que había pasado por allí. Una agencia externa se encargaba de la limpieza. El trabajo de las mujeres consistía en pasar el aspirador, quitar el polvo y vaciar las papeleras. ¿Qué sabían ellas del funcionamiento interno de la sala de convalecencia en una residencia de la tercera edad? Por lo que a ellas se refería -visto su uniforme-, era una auténtica enfermera diplomada de grado medio, una persona de buena posición y digna de respeto, autorizada a hacer lo que se le antojase.
Sacó el formulario que la Otra había rellenado al solicitar el empleo. Esas dos páginas contenían todos los datos necesarios para adoptar su nueva vida: fecha y lugar de nacimiento -Santa Teresa-, número de la Seguridad Social, formación, número de la licencia de enfermera y el anterior empleo. Fotocopió el documento y las dos cartas de recomendación adjuntas al expediente de la Otra. Hizo copias de las evaluaciones del rendimiento profesional de la Otra y sus revisiones salariales, sintiendo un arrebato de ira al ver la humillante diferencia entre los sueldos de ambas. Pero ya no tenía sentido sulfurarse por eso. Volvió a guardar los papeles en la carpeta y a colocar el expediente en el cajón, que acto seguido cerró con llave. Dejó las llaves en el cajón del escritorio de la secretaria y salió de la oficina.
Capítulo 2
2 de Diciembre de 1987
Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada en la pequeña ciudad de Santa Teresa, en el sur de California, a doscientos cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Tocaba a su fin 1987, un año en que, según los análisis del índice de delincuencia realizados por el Departamento de Policía de Santa Teresa, se habían cometido 5 homicidios, 10 atracos a bancos, 98 allanamientos de morada, 309 detenciones por robo de vehículos y 514 por hurtos en establecimientos comerciales, todo ello en una población de 85.102 habitantes, excluyendo Colgate al norte de la ciudad y Montebello al sur.
En California era invierno, lo que significaba que el día declinaba a las cinco de la tarde. A esa hora empezaban a encenderse las luces por toda la ciudad. Las chimeneas de gas estaban ya en marcha y llamas azules se enroscaban en torno a las pilas de troncos falsos. En algún lugar de la ciudad se percibía el tenue aroma de leña auténtica quemada. En Santa Teresa crecen pocos árboles de hoja caduca, así que no padecemos esa triste imagen de las ramas desnudas recortándose contra el cielo gris de diciembre. El césped, las hojas y los arbustos seguían verdes. Los días eran lúgubres, pero manchas de color salpicaban el paisaje: las buganvillas magenta y asalmonadas que florecían durante todo diciembre y hasta febrero. El océano Pacífico estaba frío como el hielo -gris, en continuo movimiento-, y sus playas, desiertas. Durante el día las temperaturas caían por debajo de los diez grados. Todos llevábamos jerséis gruesos y nos quejábamos del tiempo.