A pesar del número de delitos cometidos en Santa Teresa, yo atravesaba una etapa de poco trabajo. La época del año parecía disuadir a los delincuentes de cuello blanco. Posiblemente los desfalcadores andaban ocupados en las compras navideñas, gastando el dinero extraído de las cajas de sus respectivas empresas. Los fraudes en bancos comerciales e hipotecarios iban a la baja, y los timadores del tele marketing vivían momentos de apatía e indiferencia. Por lo visto, ni siquiera los cónyuges al borde del divorcio tenían un ánimo combativo, presintiendo quizá que las hostilidades podían alargarse hasta la primavera. Como de costumbre, continuaba dedicándome a la búsqueda de documentos en los archivos de los registros civiles, pero apenas me llamaban para algo más. Sin embargo, como los pleitos son siempre una modalidad de deporte en pista cubierta muy popular, mantenía cierto nivel de actividad como agente notificador del juzgado, para lo cual disponía de licencia en el condado de Santa Teresa. El trabajo me obligaba a recorrer muchos kilómetros en coche, pero no era agotador y me proporcionaba dinero suficiente para pagar las facturas. Aunque sabía que el periodo de calma no duraría, jamás habría adivinado lo que se avecinaba.
A las ocho y media de la mañana del lunes 7 de diciembre cogí el bolso, la americana y las llaves de mi coche y salí de casa camino de la oficina. Me había saltado mis habituales cinco kilómetros de jogging, incapaz de obligarme a hacer ejercicio en la oscuridad previa al amanecer. Con lo acogedora que era mi cama, ni siquiera me sentía culpable. Al cruzar la verja, el tranquilizador chirrido de las bisagras se vio ahogado por un corto gemido. Al principio pensé: «Gato, perro, bebé, televisor». Ninguna de las posibilidades describía con precisión aquel lamento. Me detuve, escuché con atención, pero sólo oí los acostumbrados ruidos del tráfico. Seguí adelante, y acababa de llegar al coche cuando oí otra vez el gemido. Volví sobre mis pasos, abrí la verja y me dirigí al jardín posterior. Nada más doblar la esquina apareció mi casero. Henry tiene ochenta y siete años y es dueño de la casa a la que está adosado mi estudio. Su consternación era evidente.
– ¿Qué ha sido eso?
– Ni idea. Acabo de oírlo mientras salía por la verja.
Nos quedamos allí inmóviles, escuchando los habituales sonidos que se oían en el barrio por la mañana. Durante un minuto largo no se oyó nada, y luego empezó otra vez. Ladeé la cabeza como un cachorro, agucé el oído para localizar de dónde procedía, que sin duda estaba cerca.
– ¿Gus? -pregunté.
– Es posible. Espera un momento. Tengo una llave de su casa.
Mientras Henry regresaba a la cocina para buscar la llave, recorrí los pocos pasos que separaban su propiedad de la casa contigua, donde vivía Gus Vronsky. Al igual que Henry, Gus se acercaba a los noventa años, pero todo lo que Henry tenía de perspicaz, Gus lo tenía de adusto. Se había granjeado la merecida fama de cascarrabias del barrio, la clase de individuo que avisaba a la policía si consideraba que un vecino tenía el volumen del televisor demasiado alto o el césped demasiado crecido. Llamaba al Departamento de Control de Animales para denunciar a perros que ladraban, perros perdidos y perros que dejaban deposiciones en su jardín. Llamaba al ayuntamiento para asegurarse de que cualquier obra menor -cercas, patios, cambios de ventanas, reparaciones en tejados- contaba con los permisos correspondientes. Sospechaba que la mayoría de las cosas que hacían los demás eran ilegales, y allí estaba él para enmendarles la plana. Ignoro si le preocupaban las normas y los reglamentos o si, más bien, le gustaba armar alboroto. Y si de paso conseguía indisponer a dos vecinos entre sí, tanto mejor para él. El entusiasmo que ponía a la hora de causar problemas era seguramente lo que lo había mantenido con vida tantos años. Yo no había tenido ningún roce con él, pero sabía de mucha gente que sí lo había sufrido. Henry lo toleraba pese a haber sido víctima de molestas llamadas telefónicas en más de una ocasión.
Desde que yo vivía en la casa de al lado, hacía ya siete años, había visto cómo la edad doblaba a Gus casi hasta romperlo. En su día fue un hombre alto, pero ahora tenía los hombros caídos y el pecho hundido y su espalda formaba una C, como si llevara al cuello una cadena invisible prendida de una bola que arrastraba entre las piernas. Todo esto desfiló por mi cabeza durante el breve momento que Henry tardó en regresar con un juego de llaves en la mano.
Juntos cruzamos el jardín de Gus y subimos por los escalones del porche. Henry golpeteó el cristal de la puerta.
– ¿Gus? ¿Estás bien?
Ahora el gemido fue inconfundible. Henry abrió la puerta con la llave y entramos. La última vez que vi a Gus, hacía unas tres semanas, estaba en su jardín reprendiendo a dos niños de nueve años por practicar ollies con el monopatín en la calle delante de su casa. Es verdad que hacían mucho ruido, pero a mí me pareció que tenían una paciencia y una destreza notables. También pensé que era mejor que emplearan sus energías aprendiendo a dominar el kick flip que ensuciando ventanas con jabón o volcando cubos de basura, que es como se entretenían los chicos en mis tiempos.
Vi a Gus medio segundo después que Henry. El anciano se había caído. Yacía sobre el costado derecho y estaba blanco como el papel. Tenía el hombro dislocado y la cabeza del húmero se había salido de su cavidad. Bajo la camiseta sin manga, la clavícula descollaba como un retoño de ala. Gus tenía los brazos muy delgados y la piel tan translúcida que pude ver cómo las venas se le bifurcaban por los omóplatos. Los hematomas de color azul oscuro indicaban lesiones de ligamentos o tendones que sin duda tardarían en curar.
Sentí una punzada de dolor, como si yo misma hubiese padecido la lesión. He matado en tres ocasiones, pero siempre en defensa propia, y en ninguno de los casos he experimentado la misma aprensión que ante huesos salidos y otras formas visibles de sufrimiento. Henry se arrodilló junto a Gus e intentó ayudarlo a levantarse, pero desistió al oír el penetrante alarido del anciano. Advertí que a Gus se le había desprendido un audífono y estaba en el suelo fuera de su alcance.
Localicé un teléfono negro antiguo, con disco de marcación, en una rinconera al lado del sofá. Marqué el 911 y me senté, con la esperanza de que remitiera el repentino zumbido en mi cabeza. Cuando me atendió la telefonista, le expliqué el problema y pedí una ambulancia. Le di la dirección y, en cuanto colgué, me acerqué a Henry, en el extremo opuesto de la sala.
– Ha dicho que entre siete y diez minutos. ¿Podemos hacer algo por él entretanto?
– Busca una manta para abrigarlo. -Henry examinó mi rostro-. ¿Y tú cómo estás? No tienes buena cara.
– Estoy bien. No te preocupes. Ahora vuelvo.
La distribución de la casa de Gus era una réplica de la de Henry, así que no me costó encontrar el dormitorio. Aquello era una leonera: la cama sin hacer, ropa tirada por todas partes. Había una cómoda antigua y un chifonier llenos de trastos. La habitación olía a moho y a bolsas de basura rebosantes. Aparté una colcha de un rebujo de sábanas y volví a la sala.