Henry tapó a Gus con cuidado, procurando no tocarle las heridas.
– ¿Cuándo te has caído?
Gus dirigió una mirada de dolor a Henry. Tenía los ojos azules y los párpados inferiores le colgaban tanto como a un sabueso.
– Anoche. Me quedé dormido en el sofá. A eso de las doce me levanté para apagar el televisor y me caí. No recuerdo cómo. Estaba de pie y de pronto me vi en el suelo.
Hablaba con voz ronca y débil. Mientras Henry conversaba con él, entré en la cocina y llené un vaso de agua del grifo. Me propuse abstraerme de lo que tenía ante los ojos, ya que el estado de la cocina era aún peor que el de las otras habitaciones que había visto. ¿Cómo podía alguien vivir en medio de semejante inmundicia? En una rápida inspección de los cajones descubrí que no había a mano un solo paño limpio. Antes de regresar a la sala, abrí la puerta de atrás y la dejé entornada con la esperanza de que el aire fresco disipara el olor acre que flotaba por toda la casa. Le di el vaso de agua a Henry y lo observé sacar un pañuelo limpio del bolsillo. Lo empapó y humedeció con él los labios resecos de Gus.
Al cabo de tres minutos, oí el agudo ululato de la sirena de la ambulancia al entrar en nuestra calle. Me acerqué a la puerta y vi al conductor aparcar en doble fila y salir con los dos auxiliares que viajaban en la parte posterior. Detrás se detuvo un vehículo rojo de la brigada de bomberos, del que también se apeó personal médico de emergencia. Las luces destellaban a un ritmo extrañamente sincopado, un tartamudeo en rojo. Abrí la puerta a los cinco auxiliares, tres hombres y dos mujeres, en camisa azul con insignias en las mangas. El primero acarreaba el equipo, de entre cinco y ocho kilos, incluido un electrocardiógrafo, un desfibrilador y un oxímetro de pulso. Una mujer llevaba una mochila con un botiquín de primeros auxilios, que, como yo sabía, contenía fármacos y un dispositivo intubador.
Después de ir a cerrar la puerta de atrás, salí al porche delantero y esperé mientras los auxiliares llevaban a cabo su trabajo. La suya era una tarea en la que pasaban la mayor parte del tiempo de rodillas. Por la puerta abierta oía el reconfortante murmullo de las preguntas y las trémulas respuestas de Gus. Yo no quería estar presente cuando llegara el momento de moverlo. Un grito más, y tendrían que atenderme a mí también.
Poco después Henry se reunió conmigo y los dos nos retiramos a la calle. Había vecinos dispersos por la acera, atentos ante aquella emergencia de causas desconocidas. Henry charlaba con Moza Lowenstein, que vivía a dos casas. Como la vida de Gus no corría peligro, podíamos hablar sin la sensación de estar faltando al respeto. Tardaron otros quince minutos en colocar a Gus en la parte trasera de la ambulancia. Para entonces tenía puesto un gotero.
Henry consultó con el conductor, un hombre de treinta y tantos años, robusto y de cabello oscuro, que nos dijo que trasladaban a Gus al servicio de urgencias del hospital de Santa Teresa, que la mayoría de nosotros llamábamos cariñosamente «St. Terry».
Henry dijo que los seguiría en su coche.
– ¿Vienes?
– No puedo. Tengo trabajo. ¿Me llamará después?
– Claro. Te llamaré en cuanto sepa algo.
Cuando la ambulancia se marchó y Henry salió del camino de acceso marcha atrás, subí a mi coche.
De paso, me detuve en el bufete de un abogado y recogí una orden de comparecencia que notificaba a un progenitor sin custodia que se había solicitado una modificación de la pensión de alimentos. El ex marido era un tal Robert Vest, en quien yo pensaba ya cariñosamente como «Bob». Nuestro Bob era un asesor tributario autónomo que trabajaba desde su casa en Colgate. Consulté la hora y, como apenas pasaba de las diez, me dirigí hacia allí con la esperanza de encontrarlo en su mesa.
Localicé la casa y reduje un poco la velocidad al pasar por delante; luego di media vuelta y aparqué en la acera de enfrente. Tanto el camino de acceso como la plaza de aparcamiento estaban vacíos. Puse los papeles en mi bolso, crucé y subí los peldaños del porche. El periódico de la mañana estaba en el felpudo, lo cual parecía indicar que Bobby aún no se había levantado. Tal vez se había acostado tarde la noche anterior. Llamé a la puerta y esperé. Pasaron dos minutos. Volví a llamar, con mayor insistencia. Tampoco hubo respuesta. Me desplacé un poco a la derecha y eché un rápido vistazo por la ventana. Más allá de la mesa del comedor se veía la cocina a oscuras. La casa tenía el aspecto lúgubre propio de un lugar vacío. Regresé a mi coche, anoté la fecha y la hora del intento y me fui a la oficina.
Capítulo 3
Solana
Seis semanas después de que la Otra dejara su empleo, también ella notificó su renuncia. Fue una especie de graduación. Había llegado el momento de despedirse de su trabajo de vulgar auxiliar de clínica e iniciar la carrera de enfermera recién diplomada. Aunque nadie más lo sabía, en el mundo existía ahora una nueva Solana Rojas, que llevaba una vida paralela en la misma comunidad. Algunos consideraban Santa Teresa una ciudad pequeña, pero Solana sabía que podía poner en práctica sus planes sin grandes riesgos de encontrarse con su tocaya. Ya lo había hecho antes con una facilidad sorprendente.
Había solicitado dos tarjetas de crédito nuevas a nombre de Solana Rojas dando su propia dirección. A su manera de ver, utilizar la licencia profesional y el crédito bancario de la Otra no era una conducta fraudulenta. Ni se le ocurriría comprar algo sin intención de pagarlo. Nada más lejos. Hacía frente a sus facturas en cuanto llegaban. Aunque se quedara en números rojos, era puntual a la hora de extender sus talones recién impresos y enviarlos. No podía permitirse retrasos en el pago porque sabía que si remitían una factura a una agencia de morosos, existía el riesgo de que su duplicidad saliera a la luz, y eso no le convenía. Ningún borrón debía empañar el nombre de la Otra.
La única pega que veía era que la Otra tenía una letra muy personal y una firma imposible de imitar. Solana lo había intentado, pero no conseguía dominar sus descuidados garabatos. Temía que un dependiente, por exceso de celo, comparase su firma con la firma en miniatura reproducida en el carnet de la Otra. Para evitar preguntas, llevaba una muñequera en el bolso y se la ponía en la muñeca derecha antes de comprar. Así podía decir que padecía el síndrome del túnel carpiano, lo que le granjeaba la compasión de los demás en lugar de desconfianza por su torpe aproximación a la firma de la otra.
Aun así, una vez pasó por una situación difícil en unos grandes almacenes del centro. Para concederse un capricho, se compró un juego de sábanas, una colcha y dos almohadas de pluma, que llevó al mostrador del departamento de ropa del hogar. La dependienta marcó el precio de los artículos en la caja registradora y, cuando miró el nombre en la tarjeta de crédito, alzó la vista sorprendida.
– No me lo puedo creer. Acabo de atender a una Solana Rojas hace menos de diez minutos.