Pasó la página y consultó la sección de «Ayuda doméstica». En una primera ojeada no vio el anuncio, pero algo la indujo a examinarlos todos otra vez. Allí estaba, casi al principio, un anuncio de diez líneas solicitando una enfermera privada a tiempo parcial para ocuparse de una paciente con demencia senil que necesitaba cuidados especializados. «Formal, digna de confianza, con medio de transporte propio», rezaba el anuncio. Ni una palabra sobre la honradez. Incluía una dirección y un número de teléfono. Vería qué podía averiguar antes de presentarse a la entrevista. Quería tener la oportunidad de evaluar la situación por adelantado para decidir si le valía la pena.
Cogió el teléfono y marcó el número.
Capítulo 4
A las once menos cuarto tenía una cita para hablar de un caso que en ese momento era mi principal preocupación. La semana anterior había recibido la llamada de Lowell Effinger, un abogado que representaba a la parte demandada en un pleito por daños personales como consecuencia de un accidente entre dos automóviles ocurrido siete meses antes. En mayo del año anterior, el jueves previo al puente del día de los Caídos, su clienta, Lisa Ray, al volante de un Dodge Dart blanco de 1973, realizaba un giro a la izquierda a la salida de uno de los aparcamientos del City College cuando fue embestida por una furgoneta. El automóvil de Lisa Ray sufrió graves desperfectos. Acudieron la policía y una ambulancia. Lisa se llevó un golpe en la cabeza. Los auxiliares médicos la examinaron y recomendaron una visita al servicio de urgencias del St. Terry. Aunque nerviosa y disgustada, Lisa Ray rehusó la asistencia médica. Por lo visto no soportaba la idea de esperar horas sólo para que al final la enviaran a casa con una serie de advertencias y una receta de un analgésico suave. Le indicaron que permaneciera atenta a posibles síntomas de conmoción cerebral y le aconsejaron que visitara a su médico en caso de necesidad.
El conductor de la furgoneta, Millard Fredrickson, estaba alterado pero en esencia ileso. Su mujer, Gladys, se llevó la peor parte de las lesiones e insistió en ser trasladada al hospital, donde el médico de urgencias diagnosticó una conmoción cerebral, graves contusiones y daños en los tejidos blandos del cuello y la región lumbar. Una resonancia magnética reveló una rotura de ligamentos en la pierna derecha y las posteriores radiografías mostraron fractura de pelvis y de dos costillas. Recibió tratamiento y la remitieron al ortopeda para el ulterior seguimiento.
Lisa dio aviso aquel mismo día a su agente de seguros, que notificó el hecho a la componedora de la compañía La Fidelidad de California, con quien, casualmente, yo había compartido despacho. El viernes, veinticuatro horas después del siniestro, la componedora, Mary Bellflower, se puso en contacto con Lisa y le tomó declaración. Según el informe policial, Lisa era la culpable, ya que a ella correspondía cerciorarse de que no existía peligro antes de girar a la izquierda. Mary fue al lugar del accidente y sacó fotografías. Fotografió asimismo los daños de ambos vehículos y luego le dijo a Lisa que pidiera un presupuesto de reparación. Sospechaba que era siniestro total, pero necesitaba la cifra para su expediente.
Transcurridos cuatro meses, los Fredrickson interpusieron demanda. Yo había leído una copia del texto, que contenía suficientes «en vista de» y «habida cuenta» para dar un susto de muerte a cualquier ciudadano medio. Según decía, la demandante «había visto perjudicadas su salud, fortaleza y actividad, como resultado de lesiones físicas graves y permanentes, sumándose a ello un estado de shock y lesiones psicológicas, todo lo cual causó y seguirá causando en el futuro a la demandante una profunda angustia emocional, dolores físicos y sufrimiento anímico, que dan lugar a la subsiguiente incapacidad para el normal cumplimiento de sus responsabilidades conyugales… (etcétera, etcétera). La demandante exige una indemnización por daños y perjuicios que incluya pero no se limite a los gastos médicos pasados y futuros, los ingresos perdidos en concepto de salario y cualquier otro gasto secundario, así como cualquier indemnización compensatoria prevista por la ley».
La abogada de la demandante, Hetty Buckwald, parecía pensar que un millón de dólares, con esa reconfortante cola de ceros, bastaría para aliviar y paliar los muchos suplicios de su cliente. Yo había visto a Hetty un par de veces durante mis visitas al juzgado por otros asuntos, y me había marchado con la esperanza de no tener nunca ocasión de enfrentarme a ella. Era una mujer baja y gorda, que rondaba los sesenta años, con una actitud agresiva y sin sentido del humor. Yo ignoraba a qué se debía su resentimiento. Trataba a los abogados rivales como si fueran basura y al pobre demandado como si fuese alguien que comía a recién nacidos por pura afición.
En circunstancias normales, la compañía de seguros La Fidelidad de California habría asignado a uno de sus abogados para la defensa de un pleito así, pero Lisa Ray estaba convencida de que saldría mejor librada con su propio abogado. Se negó a llegar a un acuerdo previo y pidió a Lowell Effinger que la representara, intuyendo que quizá La Fidelidad de California se rendiría sin presentar batalla. Pese al informe de la policía, Lisa Ray juró que no era culpable. Afirmó que Millard Fredrickson iba a una velocidad excesiva y Gladys no llevaba el cinturón de seguridad, lo cual, en sí mismo, era una violación del reglamento de tráfico californiano.
El expediente que yo había pasado a recoger por el despacho de Lowell Effinger contenía copias de numerosos papeles: la solicitud de documentos por parte de la demandada, la solicitud complementaria de documentos, los informes clínicos del servicio de urgencias del hospital y del personal médico que había tratado a Gladys Fredrickson. Incluía asimismo copias de las declaraciones tomadas a Gladys Fredrickson, su marido Millard y la demandada, Lisa Ray. Examiné rápidamente el informe policial y hojeé las transcripciones de los interrogatorios. Dediqué un buen rato a las fotografías y el croquis del accidente, que mostraba las posiciones relativas de los dos automóviles antes y después de la colisión. A mi modo de ver, el elemento central era un testigo presencial del accidente, cuyos comentarios inducían a pensar que respaldaba la versión de Lisa Ray. Le dije a Effinger que estudiaría el caso; luego me di media vuelta y concerté una cita a media mañana con Mary Bellflower.
Antes de entrar en las oficinas de La Fidelidad de California, me blindé mental y emocionalmente. Trabajé allí en otro tiempo, y mi relación con la compañía no acabó bien. Mi acuerdo con ellos consistía en que yo disponía de un despacho y, a cambio, investigaba posibles incendios provocados y muertes sospechosas. Por aquel entonces, Mary Bellflower, una mujer de veinticuatro años recién casada, guapa y perspicaz, llevaba poco tiempo en la empresa. Ahora tenía cuatro años de experiencia y era un placer tratar con ella. Al sentarme eché un vistazo a su escritorio en busca de fotos enmarcadas de su marido, Peter, y de las posibles criaturas que acaso hubieran venido al mundo entretanto. No había ninguna a la vista, y me pregunté en qué habían quedado sus planes de maternidad. Pensando que era mejor no hacer averiguaciones, fui al grano.
– Así pues, ¿de qué va este asunto? -pregunté-. ¿Hay que tomarse en serio lo de Gladys Fredrickson?
– Eso parece. Aparte de lo evidente…, la fractura de costillas y pelvis y la rotura de ligamentos…, hay lesiones en los tejidos blandos, que son más difíciles de demostrar.