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– ¿Todo eso por un choque menor?

– Me temo que sí. Las colisiones de bajo impacto pueden ser más graves de lo que cabría pensar. El lado derecho del guardabarros de la furgoneta de los Fredrickson golpeó contra el lado izquierdo del automóvil de Lisa Ray con fuerza suficiente para que ambos vehículos se desplazaran rotando después de colisionar. Se produjo un segundo impacto cuando el lado derecho del guardabarros trasero de Lisa entró en contacto con el lado izquierdo del guardabarros trasero de la furgoneta.

– Me hago una idea.

– De acuerdo. Ya hemos tratado antes con todos los médicos implicados, y no hay indicios de diagnósticos fraudulentos ni de facturas infladas. Si la policía no hubiese responsabilizado a Lisa, habríamos estado más dispuestos a cerrarnos en banda. No quiero decir que no vayamos a luchar, pero es evidente que la culpable es ella. Remití la reclamación al Instituto de Prevención de Delitos contra las Aseguradoras para que le echaran un vistazo. Si la demandante es una persona que emprende acciones legales a la ligera, su nombre aparecerá en la base de datos. Y dicho sea de paso, aunque no creemos que guarde relación con esto, Millard Fredrickson quedó incapacitado en un accidente de tráfico hace unos años. Desde luego hay gente con mala suerte.

Mary añadió que, en su opinión, Gladys acabaría aceptando cien mil dólares, gastos médicos aparte, una ganga desde el punto de vista de la aseguradora, ya que así podían sortear la amenaza de juicio, con los riesgos que eso conllevaba.

– ¿Un millón de dólares reducidos a cien de los grandes? Es un descuento considerable.

– Eso pasa continuamente. El abogado fija un precio alto para que el acuerdo nos parezca un buen trato.

– ¿Y por qué llegar a un acuerdo? Quizá si os mantenéis firmes, la mujer se eche atrás. ¿Cómo sabéis que no exagera?

– Es posible, pero poco probable. Tiene sesenta y tres años y exceso de peso, factores ambos que han podido contribuir. Entre las visitas al médico, la fisioterapia, las citas con el quiropráctico y toda la medicación que está tomando, no puede trabajar. Según el médico, la incapacidad puede ser permanente, lo cual implicará otro quebradero de cabeza más.

– ¿En qué trabaja? No lo he visto mencionado.

– Sale en algún sitio.

– Lleva la contabilidad de una serie de pequeñas empresas.

– Eso no parece muy lucrativo. ¿Cuánto gana?

– Veinticinco mil dólares al año, según ella. Sus declaraciones de renta son confidenciales, pero su abogada dice que puede presentar facturas y recibos que lo demuestran.

– ¿Y qué dice Lisa Ray?

– Vio acercarse la furgoneta, pero le pareció que tenía tiempo de sobra para girar, y más aún porque Millard Fredrickson había puesto el intermitente de la derecha y reducido la velocidad. Lisa inició el giro, y cuando se dio cuenta, la furgoneta ya se le echaba encima. Millard calculó que circulaba a menos de veinte kilómetros por hora, pero eso no es despreciable cuando te embiste un vehículo de mil quinientos kilos. Lisa lo vio venir pero no pudo apartarse. Millard jura que fue al revés. Dice que pisó a fondo el freno, pero Lisa salió tan de repente que fue imposible esquivarla.

– ¿Y el testigo? ¿Habéis hablado con él?

– Pues no. Ése es el problema. No ha aparecido, y Lisa apenas tiene información. «Un viejo de pelo blanco con una cazadora de cuero marrón.» Es lo único que recuerda.

– ¿El que se presentó no apuntó su nombre y dirección?

– No, ni él ni nadie. Cuando la policía llegó, ya había desaparecido. Colgamos carteles en la zona y pusimos una nota en la sección de anuncios clasificados. De momento, no ha habido respuesta.

– Iré a ver a Lisa y volveremos a hablar. Tal vez recuerde algo que me sirva para localizar a ese hombre.

– Esperemos que sí. Un juicio con jurado es una pesadilla. Si acabamos en los tribunales, te garantizo que Gladys aparecerá en silla de ruedas con collarín y un aparato espantoso en las piernas. Bastará con que se ponga a babear para que le caiga el millón de pavos.

– Ya capto -dije.

Volví a mi despacho, donde me puse al día con el papeleo.

Llegados a este punto, hay dos aspectos que me siento en la obligación de mencionar:

(1) En lugar de mi Volkswagen sedán de 1974, ahora conduzco un Ford Mustang de 1970, con cambio manual, que es lo que prefiero. Es un cupé de dos puertas, con alerón delantero, neumáticos de banda ancha y la abertura de entrada de aire más grande que ha llevado nunca un Mustang de serie. Cuando tienes un Boss 429, aprendes a hablar así. Mi adorado Cucaracha azul claro, embestido por un bulldozer, cayó a un profundo hoyo en mi último caso. Debería haberlo dejado allí enterrado, pero la compañía de seguros insistió en que lo sacara para poder decirme que era siniestro totaclass="underline" no me extrañó, teniendo en cuenta que el capó se había empotrado contra el parabrisas y éste, hecho añicos, había acabado sobre el asiento trasero.

Vi el Mustang en un concesionario de coches de segunda mano y lo compré ese mismo día, pensando que era el automóvil ideal para trabajos de vigilancia. ¿En qué estaría pensando? Pese al vistoso exterior de color azul turquesa, supuse que un automóvil ya viejo se confundiría con el paisaje. Tonta de mí. Durante los dos primeros meses me paraba por la calle uno de cada tres hombres con los que me cruzaba para charlar sobre el motor Hemi V-8, desarrollado inicialmente para el campeonato nacional de stock cars. Para cuando fui consciente de lo llamativo que era el coche, yo misma me había enamorado de él y ya no podía cambiarlo.

(2) Más adelante, cuando vean amontonarse mis problemas, se preguntarán por qué no acudí a Cheney Phillips, mi otrora novio, que trabaja en el Departamento de Policía de Santa Teresa -«otrora», que significa «ex»-, pero a eso ya llegaremos. Al final sí lo llamé, pero para entonces estaba con el agua al cuello.

Capítulo 5

Como despacho, uso un pequeño bungaló de dos habitaciones con baño y cocina americana situado en una calle estrecha en pleno centro de Santa Teresa. Está a un paso del juzgado, pero, más importante aún, el alquiler es muy asequible. El que yo ocupo se encuentra entre otros dos iguales, dispuestos los tres en fila como las cabañas de los Tres Cerditos. La propiedad está siempre en venta, lo que significa que podrían desahuciarme si apareciera un comprador.

Tras la ruptura con Cheney, no diré que me deprimiera, pero sí es cierto que no me apetecía realizar grandes esfuerzos. Me pasé semanas sin salir a correr. Quizá «correr» sea una palabra demasiado benévola para describir lo que yo hago, pues correr es, por definición, desplazarse a una velocidad de diez kilómetros por hora; y lo que yo hago es trotar, que equivale a andar con paso brioso, no mucho más.

Tengo treinta y siete años, y muchas mujeres que conozco se quejan del aumento de peso como efecto secundario de la edad; un fenómeno que yo esperaba evitar. Debo admitir que mis hábitos alimentarios dejan mucho que desear. Devoro gran cantidad de comida rápida, en concreto las hamburguesas de cuarto de libra con queso de McDonald's, y consumo menos de nueve raciones de verdura y fruta frescas al día (en realidad, menos de una, a no ser que contemos las patatas fritas). Tras la marcha de Cheney, visitaba con más frecuencia de la que me convenía la ventanilla de comida para llevar. Había llegado el momento de sacudirme el muermo y recuperar el control. Como cada mañana, juré salir a correr al día siguiente.