Entre llamadas de teléfono y trabajo administrativo llegó por fin el mediodía. Para el almuerzo tenía una tarrina de requesón desnatado con una porción de salsa tan picante que se me saltaron las lágrimas. Desde el momento en que la destapé hasta que tiré el envase vacío a la papelera tardé menos de dos minutos: el doble de lo que me llevaría consumir una hamburguesa con queso.
A la una me acerqué en el Mustang al bufete de Kingman and Ives. Lonnie Kingman es mi abogado, el cual también me alquiló un despacho cuando La Fidelidad de California prescindió de mis servicios después de siete años. No entraré en los humillantes detalles del despido. En cuanto me quedé en la calle, Lonnie me ofreció una sala de reuniones vacía y me proporcionó un refugio provisional en el que lamerme las heridas y reorganizarme. Treinta y ocho meses más tarde abrí mi propia oficina.
Lonnie me había contratado para que entregara una orden de alejamiento ex parte a un hombre de Perdido, un tal Vinnie Mohr, cuya mujer lo acusaba de acoso, amenazas y violencia física. Lonnie creyó que tal vez su hostilidad disminuiría si el mandato judicial lo entregaba yo en lugar de un agente uniformado de la oficina del sheriff del condado.
– ¿Es muy peligroso el tipo ese?
– Sólo cuando bebe. Entonces se descontrola a la más mínima. Haz lo que puedas, pero si te da mala espina probaremos con otro sistema. A su extraña manera, es caballeroso…, o al menos tiene debilidad por las chicas monas.
– Yo no soy mona, y hace tiempo que dejé de ser una «chica», pero te lo agradezco de todos modos.
Comprobé la dirección en los documentos. De vuelta en el coche, consulté mi callejero de Santa Teresa y San Luis Obispo, pasando las hojas hasta localizar mi destino. Recorrí unas cuantas calles hasta la entrada de la autovía más cercana y me dirigí hacia el sur por la 101. El tráfico era muy fluido y tardé en llegar a Perdido diecinueve minutos en lugar de los habituales veintiséis. No se me ocurre ninguna razón agradable por la que uno pueda ser emplazado en un juzgado, pero, por ley, todo demandado en una causa penal o civil debe recibir la correspondiente notificación. Yo entregaba citaciones, órdenes de comparecencia, órdenes de embargo y toda clase de mandatos judiciales, preferiblemente en mano, si bien había otras maneras de realizar el trabajo, siendo dos de ellas por contacto y por rechazo.
Buscaba una dirección de Calcutta Street, en el centro de Perdido. La casa, revestida de un estuco verde de aspecto lúgubre, tenía tapiada con un tablero de contrachapado la ventana panorámica de la parte delantera. Además de romper la ventana, alguien (sin duda Vinnie) había abierto un enorme agujero en la puerta hueca a la altura de la rodilla y luego la había arrancado de los goznes. Varios tablones clavados estratégicamente de un lado al otro del marco impedían el acceso a través de la puerta. Llamé y luego me agaché para mirar por el agujero, lo que me permitió ver acercarse a un hombre. Vestía vaqueros y tenía las rodillas delgadas. Cuando se inclinó hacia el agujero desde el otro lado de la puerta, sólo vi el mentón hendido con barba de varios días, la boca y la hilera de dientes inferiores, que tenía torcidos.
– ¿Sí?
– ¿Es usted Vinnie Mohr?
Se retiró. Siguió un breve silencio y luego una respuesta ahogada.
– Depende de quién lo pregunte.
– Me llamo Millhone. Tengo unos papeles para usted.
– ¿Qué clase de papeles? -Hablaba con un tono apagado pero no hostil. Por el irregular agujero me llegaban ya ciertos efluvios: bourbon, tabaco y chicle Juicy Fruit.
– Es una orden de alejamiento. No debe maltratar, molestar, amenazar, acosar o importunar a su mujer de ninguna manera.
– No debo ¿qué?
– Tiene que mantenerse alejado de ella. No puede ponerse en contacto ni por teléfono ni por correo. El próximo viernes se celebrará una vista y está usted obligado a comparecer.
– Ah.
– ¿Podría identificarse? -pregunté.
– ¿Cómo?
– Me bastaría con un carnet de conducir.
– Lo tengo caducado.
– Con tal de que consten el nombre, la dirección y la foto, me basta -dije.
– De acuerdo.
Se produjo un silencio y al cabo de un momento acercó su carnet al agujero. Reconocí el mentón hendido, pero me sorprendió el resto de la cara. No era feo, sólo un poco bizco, pero no podía juzgarlo con severidad teniendo en cuenta que yo, en la foto del carnet de conducir, salgo como si encabezara la lista de los delincuentes más buscados del FBI.
– ¿Quiere abrir la puerta o paso los papeles por el agujero? -pregunté.
– Por el agujero, supongo. Joder, no sé qué habrá contado esa mujer, pero es una embustera. En cualquier caso, ella me provocó, así que debería demandarla yo.
– Podrá darle su versión al juez. Quizás él le dé la razón -dije. Enrollé el mandato y se lo pasé por el agujero. Oí cómo crujía el papel al otro lado mientras él desplegaba el documento.
– ¡Pero bueno! ¡Maldita sea! Yo no he hecho nada de lo que pone aquí. ¿De dónde ha sacado esto? Fue ella quien me pegó a mí, y no a la inversa. -Vinnie adoptaba el papel de «víctima», una táctica muy habitual en quienes aspiran a imponer su voluntad.
– Sintiéndolo mucho, yo no puedo ayudarlo, señor Mohr, pero cuídese.
– Ya. Usted también. Parece encantadora.
– Soy adorable. Gracias por su colaboración.
De vuelta en el coche, anoté el tiempo que había dedicado y el kilometraje.
Regresé al centro de Santa Teresa y dejé el Mustang en un aparcamiento cerca de una notaría. Tardé unos minutos en rellenar la declaración jurada por el servicio prestado; después entré en la oficina, donde firmé la declaración y dieron fe pública. Pedí prestado el fax del notario e hice dos copias; luego pasé por el juzgado. Me sellaron los documentos y le dejé el original al funcionario. Me quedé con una copia, a Lennie le entregaría la otra para sus archivos.
Tras regresar a mi despacho encontré una llamada de Henry en el contestador. El mensaje era breve y no requería respuesta. «Hola, Kinsey. Es poco más de la una, y acabo de llegar a casa. El médico ya le ha encajado el hombro a Gus, pero han decidido ingresarlo igualmente, al menos por esta noche. No tiene ningún hueso roto, pero aún le duele mucho. Pasaré por su casa mañana a primera hora y limpiaré un poco para que no esté tan asqueroso cuando él vuelva. Si quieres echar una mano, estupendo. Si no, no hay problema. No te olvides del cóctel hoy después del trabajo. Ya hablaremos entonces.»