Consulté mi agenda, pero sin necesidad de mirar sabía que tenía libre el martes por la mañana. Maté el tiempo en mi escritorio el resto de la tarde. A las cinco y diez, di por concluida la jornada y me marché a casa.
Un lustroso Cadillac negro de 1987 ocupaba mi plaza habitual delante de casa, así que me vi obligada a recorrer la zona hasta encontrar un espacio de acera vacío a media manzana de allí. Cerré el Mustang con llave y me encaminé hacia mi casa. Al pasar junto al Cadillac me fijé en la matrícula, que era I sell 4 u, o sea: «Vendo para ti». Tenía que ser el coche de Charlotte Snyder, la mujer con la que salía Henry esporádicamente desde hacía dos meses. Su éxito en bienes raíces fue lo primero que él mencionó al decidirse a continuar con la relación.
Rodeé la casa hacia el patio trasero y entré en mi estudio. No tenía mensajes en el contestador ni correo que mereciera la pena abrir. Dediqué un momento a refrescarme y después crucé el patio en dirección a casa de Henry para conocer a la última mujer de su vida. Aunque en realidad no había habido muchas. Eso de salir con mujeres era un comportamiento nuevo en él.
La primavera anterior, durante un crucero por el Caribe, se había encaprichado de la responsable de actividades artísticas del barco. Su relación con Mattie Halstead no prosperó, pero Henry lo superó enseguida, dándose cuenta al mismo tiempo de que la compañía femenina, incluso a esa edad, no era tan mala idea. Durante el crucero, otras mujeres se interesaron por Henry, y él decidió ponerse en contacto con dos que vivían a una distancia razonable. La primera, Isabelle Hammond, tenía ochenta años. Había sido profesora de lengua y literatura en el instituto de Santa Teresa, y aún era una leyenda en el centro cuando yo estudié allí, unos veinte años después de su jubilación. Le encantaba bailar y era una lectora voraz. Henry e Isabelle salieron juntos varias veces, pero al poco tiempo ella llegó a la conclusión de que la química se había acabado. Isabelle buscaba chispas, y Henry, aunque duro como el pedernal, no consiguió encender su llama. Así se lo dijo ella a las claras, y lo ofendió profundamente. Él opinaba que el cortejo correspondía a los hombres y, además, que debía desarrollarse con cortesía y comedimiento. Isabelle era una persona desenfadada y dinámica, y pronto se puso de manifiesto que no estaban hechos el uno para el otro. A mi juicio, esa mujer era una mema.
Ahora había entrado en escena Charlotte Snyder. Vivía en la comunidad costera de Olvidado, a cuarenta kilómetros al sur, poco más allá de Perdido. A sus setenta y ocho años trabajaba aún activamente y, por lo visto, no tenía la menor intención de jubilarse. Henry la había invitado a una copa en su casa y luego a cenar en un encantador restaurante del barrio llamado Emile's-at-the-Beach. Me había pedido que me acercara a tomar algo con ellos para darle mi parecer. Si yo consideraba que Charlotte no era adecuada para él, quería saberlo. A mi modo de ver, la valoración era cosa suya, pero había pedido mi opinión, y allí estaría yo para dársela.
Henry tenía la puerta de la cocina abierta, pero con la mosquitera cerrada, así que al acercarme los oí reír y charlar. Me llegó un olor a levadura, canela y azúcar caliente, y deduje, acertadamente como se vio después, que Henry había combatido los nervios previos a la cita preparando unos bollos dulces. En su vida laboral había sido panadero de oficio, y su habilidad nunca ha dejado de asombrarme desde que lo conozco. Tamborileé en la mosquitera y me abrió. Se había vestido para la ocasión, abandonando sus habituales chancletas y pantalón corto en favor de unos mocasines, pantalón de color tostado y una camisa azul celeste de manga corta que hacía juego con sus ojos.
A simple vista, otorgué a Charlotte una alta puntuación. Al igual que Henry, se conservaba esbelta y vestía con buen gusto, dentro de una línea clásica: falda de tweed, jersey amarillo de escote redondo y, debajo, blusa de seda blanca. Tenía el pelo de color caoba, corto, bien teñido y peinado hacia atrás. Advertí que se había hecho la cirugía estética en los ojos, pero no lo atribuí a la vanidad. Trabajaba en ventas, y en ese medio el aspecto personal era un valor tan importante como la experiencia. Parecía una mujer capaz de negociarte una hipoteca como si nada. Si yo hubiese estado buscando una casa, se la habría comprado a ella.
Estaba apoyada en la encimera. Henry le había preparado un vodka con tónica mientras él tomaba su habitual Jack Daniel's con hielo. Había abierto una botella de Chardonnay para mí y me sirvió una copa tan pronto como terminó con las presentaciones. Había sacado un cuenco de frutos secos y una bandeja de queso y galletas saladas con racimos de uva colocados aquí y allá.
– Ahora que me acuerdo, Henry -dije-, mañana con mucho gusto te ayudaré a limpiar si podemos acabar antes del mediodía.
– Perfecto. Ya le he contado a Charlotte lo de Gus.
– Pobre viejo -dijo Charlotte-. ¿Cómo se las arreglará cuando vuelva a casa?
– Eso mismo ha preguntado el médico. No le dará el alta a menos que disponga de ayuda -contestó él.
– ¿No tiene familia? -pregunté.
– No que yo sepa. Tal vez Rosie pueda decirnos algo. Gus habla con ella cada dos semanas o así, sobre todo para quejarse de todos nosotros.
– Se lo preguntaré cuando la vea -me ofrecí.
Charlotte y yo iniciamos el habitual intercambio de trivialidades, y cuando la conversación se desvió hacia el sector inmobiliario, ella se animó.
– Le contaba a Henry lo mucho que se han revalorizado estas casas antiguas en los últimos años. Antes de salir de la oficina, por pura curiosidad, he consultado la base de datos de la asociación de agencias de la propiedad inmobiliaria, y el precio medio, repito, el precio medio, era de seiscientos mil. Una vivienda unifamiliar como ésta se vendería probablemente por cerca de ochocientos mil, más que nada porque tiene adosado un apartamento en alquiler.
Henry sonrió.
– Dice que estoy sentado en una mina de oro. Pagué quince mil por esta casa en 1945, convencido de que los gastos me llevarían a una residencia de mendigos.
– Henry se ha ofrecido a enseñarme la casa. Espero que no te importe si nos dedicamos un momento a eso.
– Adelante. Por mí no hay problema.
Salieron de la cocina, cruzaron el comedor y fueron a la sala de estar. Los oí recorrer la casa mientras Henry se la enseñaba, y la conversación pasó a ser casi inaudible cuando llegaron a la habitación que él utilizaba como leonera. Tenía otros dos dormitorios, uno que daba a la calle y otro al jardín de atrás. Había dos baños completos y, junto a la entrada, un aseo. Me dio la impresión de que ella se deshacía en elogios, emitiendo exclamaciones que probablemente llevaban unido el signo del dólar.
Cuando regresaron a la cocina, pasaron del sector inmobiliario a los índices de construcción de nuevas viviendas y las tendencias económicas. Charlotte podía hablar de las caídas de la Bolsa, el rendimiento de los bonos del Estado y la confianza de los consumidores como el que más. A mí me intimidó un poco su aplomo, pero eso era problema mío, no de Henry.
Apuramos las copas y Henry dejó los vasos vacíos en el fregadero mientras Charlotte se disculpaba para retirarse al baño más cercano.
– ¿Qué te parece? -preguntó él.