por hambre de su carne
yo he comido las fábulas.
Ahora despierto a un niño
y destapo su cara,
y lo saco desnudo
a la noche delgada,
y lo hondeo en el aire
mientras el río pasa,
porque lo tome y lleve
la vieja Cabalgata…
LA GRACIA
A Amado Alonso.
Pájara Pinta
jaspeada,
iba loca
de pintureada,
por el aire
como llevada.
En esta misma
madrugada,
pasó el río
de una lanzada.
La mañanita
pura y rasada
quedó linda
de la venteada.
Los que no vieron
no saben nada;
duermen a sábana
pegada,
y yo me alcé
con lucerada;
medio era noche,
medio albada.
Me crujió el aire
a su pasada,
y ella cruzó
como rasgada,
por cara y hombro
mío azotada.
Pareció lirio
o pez-espada.
Subió los aires
hondeada,
de cielo abierto
devorada,
y en un momento
fue nonada.
Quedé temblando
en la quebrada.
¡Albricia mía [7]
arrebatada!
Historias de Loca
I LA MUERTE-NIÑA
A Gonzalo Zaldumbide.
– “En esa cueva nos nació,
y como nadie pensaría,
nació desnuda y pequeñita
como el pobre pichón de cría.
¡Tan entero que estaba el mundo!,
¡tan fuerte que era al mediodía!,
¡tan armado como la piña,
cierto del Dios que sostenía!
Alguno nuestro la pensó
como se piensa villanía;
la Tierra se lo consintió
y aquella cueva se le abría.
De aquel hoyo salió de pronto,
con esa carne de elegía;
salió tanteando y gateando
y apenas se la distinguía.
Con una piedra se aplastaba,
con el puño se la exprimía.
Se balanceaba como un junco
y con el viento se caía…
Me puse yo sobre el camino
para gritar a quien me oía:
– "¡Es una muerte de dos años
que bien se muere todavía!"
Recios rapaces la encontraron,
a hembras fuerte cruzó la vía;
la miraron Nemrod y Ulises,
pero ninguno comprendía…
Se envilecieron las mañanas,
torpe se hizo el mediodía;
cada sol aprendió su ocaso
y cada fuente su sequía.
La pradera aprendió el otoño
y la nieve su hipocresía,
la bestezuela su cansancio,
la carne de hombre su agonía.
Yo me entraba por casa y casa
y a todo hombre se lo decía:
– "¡Es una muerte de siete años
que bien se muere todavía!"
Y dejé de gritar mi grito
cuando vi que se adormecían.
Ya tenían no sé qué dejo
y no sé qué melancolía…
Comenzamos a ser los reyes
que conocen postrimería
y la bestia o la criatura
que era la sierva nos hería.
Ahora el aliento se apartaba
y ahora la sangre se perdía,
y la canción de las mañanas
como cuerno se enronquecía.
La Muerte tenía treinta años;
ya nunca más se moriría,
y la segunda Tierra nuestra
iba abriendo su Epifanía.
Se lo cuento a los que han venido,
y se ríen con insanía:
"Yo soy de aquellas que bailaban
cuando la Muerte no nacía…"
II LA FLOR DEL AIRE [8]
Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.
Y ella me dijo: -"Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas."
Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.
Cuando bajé, con carga mía,
la hallé a mitad de la pradera,
y fui cubriéndola frenética,
con un torrente de azucenas.
Y sin mirarse la blancura,
ella me dijo: "Tú acarrea
ahora sólo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera."
Trepé las peñas con el venado,
y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.
Cuando bajé se las fui dando
con un temblor feliz de ofrenda,
y ella se puso como el agua
que en ciervo herido se ensangrienta.
Pero mirándome, sonámbula,
me dijo: "Sube y acarrea
las amarillas, las amarillas.
Yo nunca dejo la pradera."
Subí derecho a la montaña
y me busqué las flores densas,
color de sol y de azafranes,
recién nacidas y ya eternas.
Al encontrarla, como siempre,
a la mitad de la pradera,
segunda vez yo fui cubriéndola,
y la dejé como las eras.
Y todavía, loca de oro,
me dijo: -"Súbete, mi sierva,
y cortarás las sin color,
ni azafranadas ni bermejas”
"Las que y yo amo por recuerdo
de la Leonora y la Ligeia,
color del Sueño y de los sueños.
Yo soy Mujer de la pradera."
Me fui ganando la montaña,
ahora negra como Medea,
sin tajada de resplandores,
como una gruta vaga y cierta.
Ellas no estaban en las ramas,
ellas no abrían en las piedras
y las corté del aire dulce,
tijereteándolo ligera.
Me las corté como si fuese
la cortadora que está ciega.
Corté de un aire y de otro aire,
tomando el aire por mi selva…
Cuando bajé de la montaña
y fui buscándome a la reina,
ahora ella caminaba,
ya no era blanca ni violenta;
Ella se iba, la sonámbula,
abandonando la pradera,
y yo siguiéndola y siguiéndola
por el pastal y la alameda.
Cargada así de tantas flores,
con espaldas y mano aéreas,
siempre cortándolas del aire
y con los aires como siega…