Ya suficientemente hecho, hizo el café el corto viaje de la cafetera a la taza. Fue un viaje directo. No hubo más paradas en su ruta. Betty Clanton Seward sacó una caja de galletas saladas y un pulverizador marrón y amarillo.
– Esto es la última novedad que hay en las tiendas -dijo, blandiendo el pulverizador-. Si se rocía una galleta de soda normal con ella… -zzzzzzt zzzzzzt-… sabe como una pasta de chocolate. Tome.
Rechazó el entrevistador la oferta. Él quería formular preguntas claras y concisas relacionadas con una antigua compañera de clase de la señora Seward. No quería llenarse la boca de galletas de soda, aunque supiesen a pastas de chocolate. (¿Qué inventarán la próxima vez estos japoneses?)
– Algunas veces, lo admito, la miraba, sentada allí en la escuela, tiesa y sonriente, y pensaba que quizá tuviese algo especial, algo aparte de su condición física, quiero decir, algo positivo. No podía seguir el programa de secretariado porque no podía escribir a máquina. Tenía buenas ideas en clase de arte, pero no era capaz de plasrnalas; además, sólo consiguió una C en labores del hogar porque no podía coser, y todo el inundo conseguía A o B en labores del hogar. Aún así, y aunque su futuro parecía sombrío, yo tenía la sensación de que Sissy podía enseñarnos algo a los demás. Sólo que nunca llegué a saber qué exactamente. Y supongo que yo era tan, bueno, tan insensible a ella como el resto. Un día después de oscurecer, cuando pensaba que nadie podía verla, apareció con una carga de junquillos que había cortado (desenraizado a patadas, en realidad) en alguna carretera y los dejó en el porche de mi casa. Creo que le caía simpática.
Betty Clanton Seward tiró de un mechón de su pelo como una absorta ordeñadora podría tirar de una teta al alba.
– Lo hizo muy silenciosamente, pero aun así la oí. Yo estaba en el piso de arriba poniéndome rizadores y miré por la ventana y la vi. Pude saber quién era por brillar la luz de la luna en su… en su anormalidad.
»Bueno, no pude mantener la boca cerrada. Se lo conté a la gente en la escuela v se burlaron mucho de ella.
»Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue cuando di un baile de disfraces e invité a Sissy, en parte porque me daba lástima, pero también porque era, no sé cómo decirlo, pero en cierto modo me fascinaba. Y entonces Bill (ahora es mi marido, es químico de la fábrica Philip Morris, debería hablar usted con él), Bill, digo, hizo un par de pulgares inmensos de cartón y alambre y ése fue su disfraz. Él no pretendía ser cruel, pero ya sabe usted como son los chicos. Inconscientes.
Suspiró. Ordeñó otro medio litro de su pelo. Luego, cuando tuvo ante sí el café, se irguió.
– Dios mío, son casi las dos. Tengo que empezar a arreglarme. ¿Me disculpa? El pequeño Willie tiene que ir al médico a las tres. Van a quemarle una verruga.
Se refería al muchacho de diez años que había estado dedicado al saqueo por los bordes de la entrevista, mascando pastas y galletas por docenas y que mostró su pie descalzo (lavado, a Dios gracias, en fechas recientes) y en que había, desde luego, una verruga como un erizo. El entrevistador se preguntó por qué la señora Seward no rociaba sencillamente la verruga hasta que supiese a pasta de chocolate y dejaba que Willie se la comiera.
El entrevistador no le dijo esto a la señora Seward.
Hubo algo más que el entrevistador no dijo a la señora Seward.
No le dijo que la próxima vez que una persona se adornase con falsos pulgares imitando a Sissy Hankshaw, ello constituía un acto de homenaje.
La señora Seward lo habría considerado ridículo, un homenaje de pulgares de corteza de árbol balanceándose impertinente ante la cara del siglo xx como un bosque de diplomas prehistóricos que no esperasen ningún apretón de manos a cambio. En realidad, era un poco ridículo. Pero, por ser ridículo, sabemos que es cierto.
Intermedio de Vaquera (Venusiana)
Es tan densa la atmósfera en Venus que los rayos de luz se doblan como si fuesen de gomaespuma. La inclinación de la luz es tan extraordinaria que hace que el horizonte bascule hacía arriba. Así, si se colocase uno en Venus, podría ver el lado opuesto del planeta mirando directamente hacia arriba. Quizá sea mejor que nosotros, aquí en la Tierra, resistamos la tentación de espesar nuestra atmósfera. Quizá deberíamos recelar de esos dirigentes que insisten en que consideremos que la contaminación es nuestra aliada.
Imagínate que eres una vaquera, que trotas en tu potro por las lomas herbosas de Dakota. De pronto oyes trompetear un grito agudo. Te vuelves en la silla y miras hacia arriba… esperando ver una bandada de grullas chilladoras, bailando en el aire al son de su propia música chillona. Y en vez de eso, ves una corneta que toca a diaria al otro lado del mundo. El ejército chino vivaquea por el cielo.
13
UN JUNIO, Richmond, Virginia, despertó con los frenos puestos y los mantuvo así todo el verano. Era perfecto; se trataba de la Era Eisenhower y nadie iba a ninguna parte. Ni siquiera Sissy. Es decir, no iba lejos. Subía y bajaba por la Avenida Monument, por ejemplo; haciendo autoestop arriba y abajo por aquel amplio bulevar tan salpicado de venerados cañones y estatuaria heroica que se le conoce por toda la geografía de los muertos como el cinturón bananero de los generales espabilados.
La antigua capital de la Confederación hacía tiempo bajo el calor. Sus botas alzaban nubéculas de polvo de tabaco, un poco de polen de glicina y nada más. Todas las mañanas, domingos incluidos, se alzaba el sol como con un tee [1] de golf en la boca. Sus rayos rebotaban, independientemente pero por igual, en los estanques del West End, las cañas de cerveza del Sector Sur y las navajas de afeitar del barrio pobre. (En aquellos días, Richmond estaba retorcido como los pliegues del cerebro, como si, como el cerebro, intentase impedir conocerse a sí mismo.)
Al anochecer, la luz de un número siempre creciente de televisores bañaba la atmósfera de una engañosa frialdad. Se ha dicho que los auténticos albinos producen luz de luminiscencia similar cuando defecan.
A mediodía, la ciudad parecía el interior de una sandía napalmeada.
Siempre que podían, hombres, mujeres, niños y animales domésticos permanecían a la sombra, hablando poco, se movían menos, veían girar las paletas de los ventiladores de acuerdo con la naturaleza de su oficio de ventiladores. Sólo Sissy Hankshaw frecuentaba voluntariamente aquellos lugares donde la brea estaba pegajosa, donde centelleaba la grava frita, donde se marchitaban las hierbas, donde se fragmentaba el asfalto (restos del pastel de cumpleaños del Diablo), donde el gastado hormigón traducía al alfabeto Braille largas y enconadas polémicas entre los niveles orgánico e inorgánico de la vida. (Si alguna vez has lamido níquel o besado acero, conoces tal polémica.)
Hay quien dice que el exceso de sol ablanda el cerebro (ya repugnantemente blando) y quizás eso fuese lo que la moviese a hacerlo. Quizá fueron los amarillos guantes de hidrógeno que aporreaban sus oídos; quizá la radiación solar diese a sus átomos un giro un tanto raro. Por otra parte, su acción quizá no fuese más que indicio del alcance de su ambición, que, aunque notable, difícilmente podría considerarse más extraña que la que impulsó al pequeño Mozart, a los nueve años, a componer una sinfonía.