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– Me vuelvo con el Pueblo Reloj -dijo-. Echo de menos a esos chiflados pieles rojas y tengo curiosidad por saber qué es de ellos. Además, necesitan alguien como yo que les pinche para seguir siendo honrados. La anarquía es como el flan que se hace al fuego; hay que revolverlo constantemente para que no se pegue y se apelmace, como el gobierno.

– No puedo creer que vayas a abandonar el cerro -dijo Sissy. Pero podía creerlo. El hueso había curado mucho más deprisa de lo previsto por los médicos, y aunque le viesen apoyado en una vara, y tan flaco y pálido, era difícil imaginarle escurriéndose por la impredecible arquitectura del Cerro Siwash otra vez. Lo que Sissy realmente quería decir era que no podía creer que fuese a abandonarla a ella.

– Lo que viene fácil, fácil se va -dijo el Chink.

– Desde luego, no se te dan muy bien las palabras -dijo Delores.

El Chink se ruborizó realmente.

– No fue culpa mía que me educara en una cultura antipoética -dijo-. Pero mi lenguaje será diferente cuando esté con el Pueblo Reloj. Ellos proceden de una tradición oral. Y no estoy hablando de lo que vosotras, lujuriosos sapos saltarines, hacéis en la cama todas las noches.

Ahora le tocaba enrojecer a Delores. Y también a Sissy. Las paredes las habían traicionado, después de todo.

– Bueno -suspiró Sissy, intentando conseguir que sus lágrimas no se levantasen de sus asientos-, si el Pueblo Reloj te da alguna información confidencial sobre el fin del mundo, mándanos una postal.

– El mundo no va a acabarse, tonta; creía que por lo menos sabías eso -Se puso extrañamente serio-. Pero va a cambiar. Va a cambiar radicalmente. Y puede que durante tu vida. El Pueblo Reloj considera que los terremotos, unos terremotos terribles, serán el agente de ese cambio, y puede que tengan razón, pues hay unos cien mil terremotos al año y hace ya demasiado tiempo que no se producen terremotos grandes. Pero nos aguardan catástrofes mucho peores…

– ¿Y es inevitable? -preguntó Delores.

– A menos que la especie humana pueda llegar a abandonar los objetivos y valores de la civilización; en otras palabras, a menos que rompa con el hábito del consumo… y estamos tan condicionados a consumir como forma de vida que para la mayoría de nosotros la vida no tendría sentido sin los anhelos y satisfacciones del consumo progresivo. Así que yo diría que sí, que es inevitable. No es sólo que nuestros malos hábitos provoquen catástrofes mundiales, sino que nuestra filosofía práctica, política y económica nos tiene tan atrapados que nos impide prepararnos para desastres naturales que no son culpa nuestra. Así pues, la mierda apocalíptica va a llegar, desde luego, pero algunos de nosotros nos libraremos. Pequeñas bolsas de humanidad, como el Pueblo Reloj. Como vosotras dos, queridas, si os decidís a aceptar mi oferta de vivir en la Cueva Siwash. Apenas si hay calamidades mundiales (hambre, accidente nuclear, plaga, guerra meteorológica o reducción de la capa de ozono) a las que no pudieseis sobrevivir en esa cueva.

– Magnífico para nosotras -dijo Sissy- y para el Pueblo Reloj. Pero ¿y el resto del mundo, los millones que ni siquiera tienen conciencia del peligro, y no digamos ya de las alternativas? ¿No crees que deberíamos consagrarnos en cuerpo y alma a educar a las masas y a intentar movilizarlas para la supervivencia?

– De eso nada -dijo el Chink; se apoyaba pesadamente en su bastón-. La supervivencia no es importante. Lo que importa es cómo se sobrevive. Todos los planes de supervivencia a largo plazo que han concebido nuestros tanques de ideas y nuestros científicos y estrategas sociales son en definitiva variedades de totalitarismos: sociedades-colmenas o sociedades-hormi-gueros. En fin, los insectos son buenos en lo de la supervivencia; mejor que las demás criaturas, sin duda. Pero eso se debe a que en el mundo de los insectos no hay ningún tipo de individualismo. La vida del insecto es rígida y predecible; su psique sólo se preocupa de la supervivencia; la supervivencia de la colonia, de la colmena, del enjambre. Creo que es preferible que la humanidad muera a que recurra a un tipo de vida totalitario para sobrevivir. Deberíamos tomar como modelo a la grulla chilladora más que a la termita. Extingámonos si es necesario, pero hagámoslo con cierta dignidad, con humor, con gracia. Los hombres hormigas y las mujeres abejas no son dignos de sobrevivir.

El Chink extendió la mano y acarició el pulgar de Sissy, el izquierdo, la enormidad transcontinental. Tan lento fue su movimiento que ella ni siquiera retrocedió.

– La supervivencia en sí no me interesa en absoluto. Pero aquí hay algo que me parece interesante. Suponed que entre los veinte y cincuenta años próximos, una serie de desastres naturales y de origen humano, destruyen nuestra estructura social y eliminan a la mayor parte de la especie humana. Hay muchas probabilidades de que suceda. Sólo sobrevivirían grupos pequeños y aislados. Ahora bien, supongamos que tú, Sissy, figurases entre los supervivientes… y si aprovechas tu posibilidad de residir en Cueva Siwash, figurarías entre ellos. Y supon que tuvieses hijos…

Y dicho esto, retiró su arrugada y amarillenta mano del perpetuamente embarazado apéndice de Sissy y empezó a acariciar su vientre temporalmente preñado. Había una sonrisa en sus ojos. ¡Dios mío! ¿Lo sabía también?

– Supongamos que se cumple la profecía de Madame Zoé y que tienes cinco o seis hijos con tus características. Todos en la Cueva Siwash. En el mundo que siga a la catástrofe, inevitablemente tus descendientes se casarían entre sí y formarían a la larga una tribu. Una tribu cuyos miembros tendrían todos pulgares gigantes. Una tribu de Grandes Pulgares se relacionaría con el medio de modo muy especial. No podrían utilizar armas ni fabricar herramientas complicadas. Tendrían que basarse en su ingenio y en sus sentidos. Tendrían que vivir con los animales (¡y las plantas!) prácticamente como iguales. Me resulta sumamente agradable pensar en una tribu de excéntricos físicos que viviesen pacíficamente con animales y plantas, aprendiendo sus lenguas, quizás, y respetándoles como se merecen. Es sencillamente divertido pensarlo, nada más.

Sissy apretó la mano del Chink. Era como un pedazo de queso rancio.

– La diversión es la diversión -dijo ella-, pero ¿cómo voy a ser progenitura de una tribu viviendo con Delores en la cima de un cerro aislado?

– Eso es problema tuyo -dijo el Chink-. En realidad, no creas que me preocupa más la situación de una tribu que la de las grandes poblaciones. La mayoría de los grupos son rebaños y todos los rebaños son basura. Debbie y todos los demás muchachos y muchachas despistados intentaron encasillarme como otro brujo oriental. Se equivocaban por completo. Los diversos filósofos orientales tienen al menos una cosa en común: eligen lo personal e intentan unlversalizarlo. Yo detesto eso. Soy lo contrario. Elijo lo universal y lo personalizo. Los únicos intercambios verdaderamente mágicos y poéticos que se dan en esta vida se dan entre dos personas. A veces no se llega siquiera tan lejos. A menudo la verdadera gloria de la vida queda confinada en la conciencia individual. Basta de eso. Vivamos para la belleza de nuestra propia realidad.

Bruscamente, el Chink apartó su mano del vientre de Sissy. Carraspeó. «Kaff». E hizo rodar sus ojos hasta que parecieron un par de judías que hubiesen acabado de recibir la noticia de que iban a trasladarlas a Boston.

– Ved cómo carraspeo. Esa dinamita debió aflojar uno de mis transmisores. No me hagáis caso. Tenéis que arreglároslas vosotras solas. El chacachá sale de Mottburg a las dos menos veinte. Quiero irme en él. ¿Me llevaréis a la estación?

Cuando las autoridades retiraron sus cargos contra Delores (buscando, al parecer, lavarse las manos para siempre del asunto de las vaqueras) devolvieron el carro del peyote. Las mujeres decidieron llevarlo al pueblo. Después de todo, la nueva furgoneta (un regalo de la Fundación Condesa) pertenecía al rancho y el rancho estaba ahora bajo el control de Elaine y Debbie. Condujo Delores; Sissy y el Chink a su lado con las manos entrelazadas. Luchando todo el camino con un desagradable viento, la furgoneta llegó a la estación sólo con cinco minutos de margen. El tren ya estaba allí.