Выбрать главу

En cualquier caso, y fuese lo que fuese, una sudorosa pero por otra parte indefinible tarde de primeros de agosto del 60, una tarde exprimida del ratonesco hocico de Mickey, una tárele esculpida en puré de patatas y lejía, una tarde rebañada del plato canino de la meteorología, una tarde que podía dormir acunando a un monstruo, una tarde que normalmente podría no haber producido nada más notable que un simple sarpullido, Sissy Hankshaw se bajó de una acera en la calle Hull de Richmond Sur e intentó parar con el pulgar una ambulancia, intentó pararla en realidad dos veces: a la ida y a la vuelta.

Aullando, parpadeando sus luces rojas como en frenética y aficionada imitación del sol tranquilamente profesional de aquel verano, iba la ambulancia en viaje de servicio. Naturalmente, no paró. ¿Lo esperaba ella? ¿La habría abordado, uniéndose a su sangrante o agonizante carga si hubiese parado? ¿Habría, en caso de haber podido pararla, probado fortuna después con un coche fúnebre?

Conjeturas. El carro de carne siguió su camino, y Sissy, a diferencia del joven Mozart, no se vio recompensada siquiera con un terrón de azúcar por su experimento. Sin embargo, la tripulación de la ambulancia no dejó de percibir su llamada. Antes de que Sissy se alejase muchas manzanas, fue detenida por primera vez en su carrera.

Su aparición en la comisaría originó un pequeño revuelo. Por una parte, la chica tenía un aire patético; por otra, mostraba una serenidad de vientre de Buda, y para la mentalidad del policía, la serenidad huele a falta de respeto. Era menor, su delito difícil de clasificar, el procedimiento inseguro. Un periodista especializado en temas policíacos del News Leader fue el primer periodista que se interesó en ella; telefoneó a su director para que enviase un fotógrafo. Los funcionarios de archivos se asomaban furtivamente a las esquinas para echarle un vistazo. Otros presos hacían comentarios. Por último, el sargento de guardia le dio un sermón adoctrinándola para que no volviese a obstaculizar la tarea de los vehículos de emergencia e hizo luego que un agente femenino la acompañase a casa.

El fotógrafo llegó demasiado tarde para sacar fotografías y el periodista se enfadó, pero para los demás implicados, una liberación rápida era ideaclass="underline" los policías la apartaron de sus cabezas cortadas a cepillo. Sissy volvió al trabajo. A primera hora de aquella húmeda tarde, cuando un voraz incendio convertía el material de un billón de Pall Malí en almacén en humo prematuro, fue otra vez detenida: por intentar parar un coche de bomberos.

Esta vez la ficharon y la retuvieron veinticuatro horas en el centro de detención de jóvenes, aunque una vez más las autoridades consideraron oportuno dejarla libre. Influyó no poco en que la dejaran la frustración del encargado de tomar las huellas dactilares.

14

A RICHMOND, VIRGINIA, se la ha llamado ciudad «a prueba de crisis». Esto se debe a que su economía apoya un pie en los seguros de vida y el otro en el tabaco. En épocas de cólico económico aumentan las ventas de tabaco, aunque las otras ventas se derrumben. Quizá la inseguridad de las finanzas ponga nerviosa a la gente. Y el nerviosismo mueva a fumar más. Quizás un cigarrillo dé algo que hacer con las manos al parado. Quizás el llevarse la pipa a la boca ayude a olvidar que no se ha comido carne últimamente.

En épocas de crisis, los beneficiarios de las pólizas logran abonar de un modo u otro las cuotas del seguro. El seguro de vida quizá sea la única inversión que puedan permitirse mantener. Quizás insistan en mantener la dignidad frente a la muerte por no haberla mantenido nunca frente a la vida. ¿O será que el fallecimiento de uno de sus miembros asegurados es la única posibilidad que tiene una familia de hacerse rica?

Richmond ha celebrado todos los otoños, desde hace muchos años, su economía a prueba de depresión. Se llama al festejo Festival del Tabaco. («Festival del Seguro de Vida» no habría resultado tan emocionante.)

A Sissy Hankshaw le gustaba ver los desfiles del Festival del Tabaco. Desde una acera de la calle Broad, donde procuraba asegurarse un buen puesto acudiendo temprano, tenía por costumbre, una vez acumulado el valor suficiente, intentar parar los descapotables en que pasaban las diversas Princesas del Tabaco. Los conductores, tanto los de la Joven Cámara de Comercio como todos los otros, jamás la veían; miraban siempre al frente por motivos de seguridad (los dioses del tabaco habrían tosido rayos si uno de los vehículos de la Joven Cámara de Comercio hubiese irrumpido en los cuartos traseros de una carroza de filtros Malboro) pero las saludantes princesas, que proyectaban rayos oculares y claridad dental sobre las multitudes, siempre alertas de parientes, novios, fotógrafos y buscadores de talentos, las princesas, digo, captaban a veces la imagen de un inmenso pulgar suplicante, y, por un desconcertante segundo (¡Oh los peligros de la inocencia al servicio de la nicotina!), perdían su cuidadosa compostura. Hemos de preguntarnos qué historias no irían contando sobre aquellos pulgares las beldades cuando volviesen a sus casas de Danville, Petesburg, South Hill o Winston-Salem, cuando el Festival del Tabaco de aquel año fuese ya colilla.

En 1960, la cabalgata del Festival del Tabaco se celebró la noche del 23 de septiembre. El Times Dispatch informó que había menos carrozas que el año anterior («Pero eran más imaginativas y de más de dos metros por lo menos»); aun así, el desfile tardaba noventa minutos en pasar por un punto dado. Había veintisiete princesas, entre las cuales Lynne Marie Fuss (Miss Pennsylvania) fue proclamada al día siguiente Reina de Tabacolandia. El gran mariscal del desfile fue Nick Adams, estrella de una serie televisiva llamada «El Rebelde». Adams era una elección perfecta pues el tema de «El Rebelde» era la guerra civil y estaba patrocinada por una importante marca de cigarrillos. El actor se enfadó en el momento del desfile en que descubrió, bastante bruscamente, que el flanco de su caballo era blanco de una pandilla de chicos armados con cerbatanas. Había pasacalles, payasos, formaciones militares, majorettes de tambor, dignatarios, autoridades, animales, «indios», unas cuantas vaqueras provisionales, incluso, con camisas de serpentino brillo sobrecargadas de ubres y bordados; había vendedores de souvenirs y la ya mencionada pandilla de malvados cerbatañeros. El administrador municipal, el señor Edwards, calculó la asistencia al «ruidoso y costoso espectáculo» en cerca de doscientas mil personas, la mayor asistencia con mucho de la historia del festival. Sissy Hankshaw no estaba entre el gentío.

Al otro lado de la ciudad, a kilómetros de los miles (que, según el periódico, «chillaban, reían y aplaudían»); al otro lado del James, en Richmond Sur, donde, a pesar de las teorías económicas, siempre era período de crisis económica; en una casa húmeda y miserable, con frescos de mugre y bajorrelieves de termitas; ante un espejo de cuerpo entero implacable en su reflejo de pulgares, estaba Sissy desnuda. (Jamás digas «en pelotas». «Desnuda» es una dulce palabra, pero a nadie en su sano juicio le gusta «en pelotas».)

Sissy estaba tomando una decisión. Era un punto culminante de su vida y no podía permanecer inmóvil durante los noventa minutos de desfilante propaganda tabaquera.

En las siete semanas que siguieron a la detención de la muchacha, le habían sucedido muchas cosas. Primero, un ayudante del fiscal del distrito, animado por la agente que acompañó a Sissy a casa, andaba intentando que la mandasen a un reformatorio. El defensor público se dedicaba a utilizar esos términos («incorregible», «díscola» e «incontrolable»), que, cuando se aplican a una joven, significan simplemente que se acuesta con chicos. Hasta 1960, la inmensa mayoría de las delincuentes juveniles encarceladas lo estaban por haber desarrollado un gusto prematuro por la relación sexual (prematuro a los ojos de la sociedad civilizada, claro está, pues según el calendario de la naturaleza, el año doceavo o treceavo es perfectamente idóneo).