El que nuestra Sissy siguiese libre aquella tarde de septiembre en que cigarrillos animados cabrioleaban en rutilante paso de oca Calle Broad abajo, debíase en parte a los esfuerzos de una asistente social a quien habían asignado su caso. Sin embargo, aunque la señorita Leonard había ayudado a evitar que Sissy fuese al reformatorio insistiendo en que la afición de la chica al autoestop era una afición casta que no representaba amenaza alguna para la sociedad, había sido también, por su parte, un elemento desestabilizador. Unas semanas atrás, se había obstinado en convencer a Sissy de que asistiese a un baile con ella, un baile «especial» donde la chica «se sentiría a gusto». Al fin, el teléfono límbico había tintineado de nuevo («Lista su llamada a Romance… Por favor, deposite sesenta y cinco micro-gramos de estrógeno para los tres primeros minutos».) Y Sissy se encontró palpitando con un etiquetero traje de noche que había utilizado una prima en un lejano baile de presentación en sociedad y con el que algunas polillas habían estado bailando recientemente al cachetito. Los arreglos del traje habían forzado a Sissy y a la señorita Leonard a llegar tarde al local donde se desarrollaba la velada. Cuando Sissy leyó el cartel que decía baile industrias buena voluntad, empezó a sospechar que ni siquiera debería haber ido. Una vez dentro, se convenció de ello. El suelo del salón brillaba babosamente mientras cojeaban, se tambaleaban, se deslizaban y giraban los dedos de cangrejo y los talones de pollo de una muchedumbre o más de dislocados, girantes y desvencijados organismos; mientras a la roja luz de farolillos chinos caseros, fisuras palatinas, labios leporinos, fojas mandíbulas, tics, espasmos, espumarajos, ojos saltones, narices chorreantes y deformes cráneos basculaban a ritmos diversos, inspirados por un disco de Guy Lombardo y los cinéticos ejemplos de sus compañeros de baile. Cuando Sissy se congeló de alarma, la señorita Leonard la adoctrinó: «Mira querida, comprendo perfectamente lo que os pasa a vosotros.» Y esbozó una sabia sonrisa indicando las notables criaturas que arrastraban los pies vacuamente o se descomponían por todas las articulaciones al compás de la «música más dulce de este lado del paraíso». «Comprendo lo que es estar aquí. Los polios no pueden soportar a los que tienen parálisis cerebral. Éstos rechazan a los defectuosos congénitos, y todos ellos odian a los retrasados. Me doy perfecta cuenta, pero tienes que superarlo; los disminuidos deben unirse.» Y cuando empujó suavemente a Sissy hacia el escenario, donde los pilotos de silla hacían girar sus ruedas, la chica, por primera vez en su vida, oyó alzarse su propia voz sobre una pequeña fosforescencia. Sissy gritaba: «¡yo no soy disminuida, maldita sea!» El grito hizo terrones el azúcar de Guy Lombardo. Los bailarines se detuvieron, algunos tardaron más en conseguirlo que otros. Todos la miraban fijamente. Algunos reían y cloqueaban. Luego, uno a uno, empezaron a aplaudirla. (Algunos lo hacían con una sola mano, en agitada e involuntaria ilustración del más famoso proverbio de budismo zen.) Cada vez más inquietos, temerosos casi, los encargados pidieron calma, y la señorita Leonard, en una tentativa de iluminar con luz más razonable el escenario, empezó a arrancar el papel rojo de las calvas bombillas, pero el aplauso se desplomó en un fofo final cuando Sissy salió corriendo de la sala de baile. Sissy llevaba prendido aquel extraño aplauso como un ramillete de flores de pantano mientras hacía autoestop hacia casa con su primer traje de noche, valseando el vals del automóvil.
Ahora estaba ante el espejo. No podría oír las bandas de músicos atronando «Dixie» cuando el paquete de cigarrillos parlante lanzara sus zapatillas de plata sobre la ciudad en la calle Broad, pero aún podía oír el rumor del Baile Industrias Buena Voluntad, aunque hubiesen pasado semanas. Quizás el sonido llegue más lejos a través del tiempo que del espacio. Es igual. Hubo un ruido más apremiante: la voz de su papá desde la habitación contigua. El papá de Sissy utilizaba su voz de Carolina, su voz de borracho, aquella voz que parecía pasar a través de la ropa interior de Daniel Boone. Hablaba del Coronel, el cincuentón de amarilla chaqueta deportiva que llevaba años solicitando dirigir la carrera de Sissy en el mundo del espectáculo. «Empezaremos con mi espectáculo de feria, claro», decía el Coronel, y luego trazaba un camino por la dorada escala que llevaba directamente hasta Ed Sullivan. A los Hankshaw les desazonaban las explicaciones del Coronel. Habían procurado disuadirle. Pero recientemente, el señor Hankshaw había empezado a cambiar de opinión. Por dos razones: Sissy empezaba a causarle problemas y el Coronel había doblado su oferta. El señor Hankshaw era un trabajador, un obrero, después de todo; y en su pecho, como en el pecho de los obreros de todo el mundo, latía el grasiento corazón del acaparador. (¿Podrían equivocarse tan universalmente los estetoscopios marxistas? ¿Tenían chicle en las orejas todos los especialistas socialistas del corazón?) El papá y la mamá de Sissy discutían en aquel momento sobre el contrato, ya firmado por el Coronel, que yacía sobre el televisor como una funda de almohada recién planchada.
Sus hermanos no estaban en casa para defenderla. Júnior estaba viendo el desfile con la chica a la que pronto habría de unirse en matrimonio. Jerry en cuidados intensivos (no debe extrañarnos que los Hankshaw necesitasen el dinero del Coronel) en la Facultad de Medicina de Virginia. Tras ser rechazado en el cuerpo paracaidista por su estatura, Jerry se había colocado en una rueda de feria en la Exposición Rural de Atlantic (algo tenía que hacer) y la ley de gravedad, esa vieja robaescena, había entrado una vez más en acción.
Otras cosas molestaban a Sissy. Cosas tan insignificantes como su incapacidad para encontrar información sobre los indios siwash, sobre los que deseaba escribir una redacción en la escuela. Cosas tan enojosas como el hecho de que los quinceañeros del barrio hubiesen empezado a seguirla siempre que se ponía a hacer autoestop, parándose a su lado e intentando engatusarla, tanto por malicia como por lujuria, para que montase en sus vulgares Fords.
Muchas cosas habían cambiado en el mundo de Sissy Hankshaw; incluida su propia imagen física. De pronto, en el año diecisiete de una vida que había empezado con el galimatías de un médico y el asombro de una enfermera, se había hecho encantadora. Se había establecido por fin un pacto entre sus rasgos predominantemente angulosos (pómulos altos, nariz de finura clásica, frágil barbilla, plácidos ojos azules) y su boca, decididamente redonda: una boca plena y fruncida que La Condesa compararía más tarde con la vagina de un visón en época de celo. Su figura había acabado ajustándose a la talla media de la modelo de alta costura: medía uno setenta y tres en calcetines. Pesaba sesenta kilos y volvía a medir 82-60-85; una de esas bellezas huesudas de las que dicen los guasones: «Cuando se caen por las escaleras suenan como un cubilete de dados».
Se había entregado por completo al autoestop porque hasta entonces no tenía otra cosa ni esperanza. Pero, ay, ahora, había una elección. O la posibilidad de una elección. Era guapa. Y una chica guapa siempre puede abrirse camino en una sociedad civilizada. Quizá debiera buscar un trabajo, trabajar y trabajar y ahorrar dinero (aunque tardase años) para volver al doctor Dreyfus a que le hiciese aquella compleja operación; y poder llevar así una vida humana femenina normal.
Pero siempre que se lo decía a sí misma (allí, ante el espejo), siempre que pensaba «doctor Dreyfus» o «vida normal», sus pulgares la contestaban en pulgarano: Hormigueos, palpitaciones y picores. Hasta que comprendió al fin y aceptó lo que siempre había intuido. Tenía toda la razón cuando gritó en el baile. Sus pulgares no eran ningún defecto. Más bien eran una invitación, un privilegio otorgado audaz y descortésmente, perfumado de peligro y sorpresa, que ofrecía más libertad de movimientos, invitándola a vivir la vida a un nivel «distinto». Si se atrevía.