Pues bien, aproximadamente cuando el órgano de vapor jadeaba como un enfisema a través de los pulmones de Tabacolandia, Sissy decidió atreverse, Y aproximadamente en el instante en que decidió atreverse, empezó a reír. Y se reía con tal abandono, con tan secreto gozo, que apenas cabía en las bragas, aunque papá mirase desde el salón con una mirada persistente y granítica.
Sus padres le advirtieron que no saliera, pero su atención estaba centrada en la pantalla de la tele cuando Sissy se acercó a la nevera y se metió furtivamente un paquete de queso Velveeta en el bolsillo del abrigo. Allá saltaron también algunas aceitunas. Se les unió una manzana. Media rebanada de Pan Maravilla dijo, qué demonios, allá voy también, qué tengo que perder. «Nada», dijo Sissy.
Logró salir por la puerta de atrás durante un tiroteo de «Gunsmoke»; agradeció en silencio al comisario Dillon por cubrirla, pero no pensó luego en lamentarse por la señorita Kitty, siempre encargada de saloon, jamás vaquera.
Corriendo a toda prisa, saltándole las aceitunas del bolsillo, llegó a la esquina donde cortaba Hull Street la Ruta 1 U. S., que en 1960 aún era la principal autopista interestatal norte-sur.
Cuando alzó un brazo, la luz había cambiado y pasaba ya el primer coche, un Lincoln azul como un buque matrícula de Jersey. Durante un segundo pareció como si hubiese alzado el brazo tarde, pareció que el conductor no había advertido su gesto. Pero no, algo de éste (quizá un resplandor de neón sobre la uña) obstruyó los bordes de su visión. Miró hacia atrás a tiempo de ver el apéndice completo, inmenso, frotado, lubricado, zepelinesco, tan fresco y recién nacido como un huevo, invocando un extraño intermedio entre lo gozoso y lo amenazador, mientras nadaba a nivel de ojo por la ventana trasera opuesta.
Frenó.
¿Qué podía hacer?
– ¿Va hacia el norte? -preguntó Sissy para empezar, cuando la puerta se abrió hacia ella como losa de cielo caramelo. Le habría dado exactamente igual que fuese en otra dirección.
– Puedes apostar tu astroso culo blanco a que sí -dijo el conductor sonriendo sardónicamente. Era piel-negra y boineado, y difícil determinar qué destacaba más si los saxofones de su asiento trasero o los dientes de oro de su boca. Vaciló Sissy. Mas, ¿qué demonios? Imitando al Pan Maravilla, se dijo: «Bueno, ¿qué puedo perder?» y subió.
Había en realidad, en aquel conductor un algo distinguido, en el hormigueo de tesoro cuando sonreía, en la nube de humo de marihuana en que se asentaba (¡qué distinto de los celebrados humos de Richmondl); en la gardenia de la solapa y en la botella que llevaba al lado, en el nivel al que sus camafeados dedos situaron el volumen de la radio, en la velocidad con que hizo despegar aquel gran Lincoln de los arrabales tabaqueros, elevando constante y permanentemente a Sissy Hankshaw a las alturas.
Y Sissy Hankshaw, dando rodilla con rodilla de emoción y miedo, y sin saber qué otra cosa hacer, hurgó en su desgarbado abrigo y ofreció al negro una rebanada de queso.
Intermedio de Vaquera
Fuego es asociación de materia y oxígeno. Si se tiene en cuenta esto, todo incendio puede considerarse una reunión, una ocasión de fiesta química. Fumar un puro es poner fin a una larga separación; quemar una comisaría es mandar de vuelta a casa a billones de felices moléculas.
Junto a un cenagoso lago, en un oscuro sector de los Dakota, una hoguera de campamento sonreía alzando la cabeza. A su alrededor, sin embargo, se alzaban varias llamas de descontento de un grupo de vaqueras. Algunas se quejaban de que el guiso era insípido y caldoso.
– Este guiso está muy caldoso -dijo una.
– Es como leche de vaca enferma -dijo otra.
Debbie, de servicio en la cocina aquel día, se puso a la defensiva.
– Ya sabéis que no os convienen las especias -dijo-. Las especias queman la barriguita e inflaman los sentidos -continuó, utilizando dos metáforas impropiamente inspiradas por el fuego.
Las insatisfechas comensales refunfuñaron y empezaron a burlarse de ello y como la pequeña Debbie parecía tan al borde de las lágrimas, Bonanza Jellybean salió en su defensa:
– Es un hecho bien conocido -dijo Jelly- que la razón de que la India esté superpoblada es que el polvo de curry es un afrodisíaco.
Delores del Ruby expulsó un ascua de la reunión con un agudo chasquido de su fusta.
– Chorradas -dijo-. Sólo hay un afrodisíaco en el mundo.
»Y es material extraño.
15
– EL AUTOESTOP no es un deporte. No es un arte. No es, desde luego, un trabajo, pues no exige ninguna habilidad especial ni produce nada de valor. Es una aventura, supongo, pero una aventura superficial e indigna. El autoestop es parasitario, ni más ni menos que la mendicidad directa, según mi opinión.
Tales palabras dirigía Julián Hitche con tono exasperado a Sissy Hankshaw. Sissy no se molestó en dar respuesta a las acusaciones de Julián, y, claro está, el autor, que es ambivalente respecto a todo este asunto del autoestop, no va a hacerlo por ella.
De Whitman a Steinbeck y a Kerouac, y por encima de los inquietos polluelos de los sesenta, la carretera norteamericana ha representado una posibilidad de orientación, de fuga, una oportunidad y un medio de llegar a otro sitio distinto. Aunque ilusoria, la carretera era libertad, y el modo más libre de recorrerla era hacer autoestop. En los sesenta, tantos jóvenes norteamericanos andaban por la carretera que el autoestop adquirió, pese a la opinión de Julián, características de deporte. En la sección de correspondencia de revistas pop como Rolling Slone, los autoestopistas se ufanaban de marcas de velocidad y distancia y se publicaron manuales completos para asesorar a los novatos en el «juego».
Aunque parezca extraño, Sissy se mantuvo virtualmente al margen de este fenómeno cultural. Abordarla con el fin de obtener consejos prácticos sobre el tema del autoestop habría sido casi inútil. Quizá no hubiese dicho, por ejemplo, como Ben Lobo y Sara Linses en su folleto A un lado de la carretera: Una guía de los Estados Unidos para autoestopistas, que las leyes de Montana prohiben estrictamente el autoestop en las cercanías de las instituciones para enfermos mentales. Y es difícil saber cómo habría reaccionado ante ese consejo magistral que aparece en el Manual de autoestopistas de Tom Grimm: «No utilice el pulgar para hacer autoestop. Utilice un cartel.»
O ante esta observación de Grimrn: «Dudo que la mayoría de las chicas puedan recorrer tranquilas en autoestop largas distancias solas». Sissy no habría tenido más remedio que ponerse a reír a carcajadas.
Porque el día que en su clínica de Nueva York el doctor Goldman le administró el «Suero de la charla», varios años después de que el Lincoln del músico negro la alejara de casa y familia, Sissy pudo decir:
– Por favor, no lo considere inmodestia, pero soy realmente la mejor. Cuando tengo las manos en forma y el cronometraje es correcto, soy lo mejor que hay, hubo y habrá.
»De más joven, antes de este paro forzoso que ha estado a punto de acabar conmigo, hice una vez autoestop ciento veintisiete horas sin parar, sin comer ni dormir, crucé dos veces el Continente en seis días, refresqué mis pulgares en ambos océanos y conseguí viajes después de medianoche en autopistas sin iluminación, tal era mi destreza, mi persuasión, mi ritmo. Logré establecer marcas y batirlas inmediatamente; yendo más allá, y más deprisa, que ningún autoestopista antes ni después. Con los años, sin embargo, pasé a preocuparme más por sutilezas y matices de estilo. No me interesaba ya el tiempo en términos de kilómetros por hora. Empecé a hacer autoestop en algo parecido al tiempo geológico: lento, antiguo, vasto. De día, solía dormir en zanjas y entre matorrales, arrastrándome fuera al final de la tarde como debió arrastrarse el primer pez que salió del mar, parando coche tras coche y muchas veces negándome a subir, o viajando sólo un kilómetro para empezar de nuevo. Desplacé la autopista de su contexto temporal. Pasos elevados, tréboles, rampas de salida, adquirieron para mí la personalidad de ruinas mayas. Sin destino, sin parada, mi carrera era a menudo silenciosa y vacía; no había incremento, no había graduaciones arbitrarias que redujesen el tiempo a unidades funcionales. Yo abstraía y purificaba. Luego empecé a yuxtaponer viajes lentos y largos con otros breves, furiosamente rápidos… hasta que pude componer melodías, conciertos, sinfonías completas de autoestop. Cuando el pobre Jack Kerouac se enteró de esto, anduvo borracho una semana. Añadí al autoestop dimensiones que los demás no podían siquiera comprender. En la Era del Automóvil (y nada ha conformado nuestra cultura como el coche de motor) ha habido varios conductores geniales, pero sólo un gran pasajero. He hecho autoestop por todos los estados y la mitad de las naciones, pasando ventiscas y cruzando arcoiris, por desiertos y ciudades, hacia atrás y al sesgo, arriba, abajo, y en mi alcoba. No existía carretera que no me esperara. Al pasar yo, se inclinaban los campos de margaritas y gorgoteaban las gasolineras. No había vaca que no agitara hacia mí sus ubres plenas. Conmigo llegó a la práctica del autoestop algo diferente y profundo, iluminador y ejemplar. Soy el espíritu y el corazón del autoestop, soy su corteza y su médula, soy su fundamento y su culminación, soy la joya en su loto. Y cuando realmente me pongo en movimiento, parando coche tras coche tras coche, moviéndome tan libre, tan clara, tan delicadamente que hasta los maníacos sexuales y los polis no pueden sino pestañear y dejar paso, entonces encarno los ritmos del universo, siento lo que significa ser el universo, me encuentro en estado de gracia.