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Consideremos ahora las máquinas del tiempo. Ambas la original y la del Chink. Las máquinas, siendo auténticas y no ofreciendo demasiado que considerar, no tienen el dramatismo de un deslizamiento de la tierra o de un platillo volante, ni parecen ofrecer panaceas inmediatas para las cincuenta y siete variedades de acidez de estómago de la humanidad. Pero suponiendo que seas uno de esos individuos que se sienten atrapados, atrapados en cierto grado, atrapados en el matrimonio, la profesión, la educación, la geografía, o atrapados en algo mayor que todo eso, atrapados en un sistema, o lo que podría describirse como una «tecnocracia progresivamente aislante» o un «teatro de paranoia y desesperación», algo así. Pues bien, si eres uno de esos individuos (y el autor no pretende implicar que lo seas), ¿no sería el mismo conocimiento de que hay maquinarias tictaqueando tras el empapelado de la civilización, sin que lo sepan los dirigentes, organizadores y ejecutivos (incluido el presidente), no sería tal conocimiento, en fin, sugiriendo como sugiere la posibilidad de alternativas inimaginables, no sería, digo, ese conocimiento un delicioso baño de burbujas para tu corazón?

¿O pretende el autor enredarte aquí en algo, pretende manipularte un poco cuando debiera simplemente explicar su historia tal como debe hacer todo buen narrador? Quizá sea así. Ya veremos más tarde.

Pero un momento. Mira aquí. Aquí mismo. Esta chica. Una chica muy guapa. Muy bonita. Se parece un poco a la princesa Grace de joven, si a la joven princesa la hubiesen dejado un año bajo la lluvia.

¿Qué dices? ¿Sus pulgares? Sí, ¿no son magníficos? La palabra de sus pulgares tendría que ser recocó… ¡rococococototo tutu! Dios mío.

Damas. Caballeros. Ssssss. Así son las cosas. Habéis permitido que esas extrañas manos os toquen.

Segunda Parte

los esquimales tenían cincuenta y dos nombres distintos para designar la nieve porque era importante para ellos; debería haber otros tantos para el amor.

margaret atwood

17

LOS PERIÓDICOS guardan las fotografías de los famosos en sus archivos. Cuando muere un famoso, un dibujante de la plantilla (el mismo tío que dibuja los círculos alrededor de Fumbled Footballs) recurre al archivo fotográfico de la celebridad muerta y de un papirotazo le mata los toques de luz de los ojos.

Es procedimiento habitual en la mayoría de los periódicos de Norteamérica. Diferenciando así visualmente a los que están con nosotros de los que se han ido, la prensa muestra su respeto a la muerte, o el miedo que le inspira. Siempre que veas la foto de un notable difunto en los periódicos, lo más probable es que sus ojos aparezcan apagados y lisos: como si la chispa de su vida se hubiese repartido entre sus prójimos.

En la fotografía oficial de las oficinas de correos del presidente de los Estados Unidos, casi parece que se hubiese invertido el proceso. Ojos originariamente inertes y superficiales se convierten, merced a la brocha del retoque, en cálidamente chispeantes, proyectando andanadas de pateraalismo y salud.

Sissy Hankshaw estaba de pie bajo el propio retrato del presidente, en el vestíbulo de la oficina de correos de LaConner, Washington. Miraba el retrato del presidente como si fuese la benigna fantasía de algún caricaturista testigo de Jehová… mientras esperaba su correo en el mostrador.

LaConner, Washington, era uno de los seis lugares del país donde Sissy recibía cartas. Los otros eran Taos, Nuevo México; Pine Ridge, Dakota del Sur; Cherokee, Carolina del Norte; Pleasant Point, Maine, y otro sitio. Lo que estas oficinas de correos tenían en común era que todas estaban en reservas indias o próximas a ellas.

El presidente de la fotografía de la oficina postal de LaConner, Washington, aquella mañana no era Ike. Oh, no, Ike había dirigido al pueblo durante la niñez de Sissy y, salvo en lo que se relacionasen con el manejo de los palos de golf, jamás había pensado en absoluto en los pulgares. Sissy había huido de Richmond justo cuando agonizaban los años Eisenhower. (Agonizaban de aburrimiento, podríamos decir… aunque los años Eisenhower y los cincuenta se ajustaran perfectamente unos a otros, encajaban como Hi y Lois. Fue cuando volvieron los años Eisenhower, en 1968 y, peor, en 1972 (tiempos demasiado materialmente complejos, tecnológicamente avanzados y socialmente volátiles para soportar la simpleza mental a tan gran escala), cuando una civilización de ya verdes agallas empezó a boquear de veras.

Más de diez años habían pasado desde la fuga de Sissy; una década durante la cual se entregó al autoestop con obsesión, constancia, soledad, maravilla. Entre la gente que presta atención a tales cosas, se había convertido en leyenda.

Ser una leyenda no siempre es financieramente beneficioso. No hay sindicato federado y unitario de leyendas que asegure a sus miembros la recompensa de un salario mínimo de 5,60 dólares hora por sus labores legendarias. No tienen las leyendas grupos de presión en Washington. No hay siquiera un llévese una leyenda a cenar esta semana. En consecuencia, tenía Sissy que recurrir a cosas distintas a su autoestopismo legendario para comer, para tampax, para pasta de dientes y para poner mediasuelas a los zapatos. Por eso trabajaba de cuando en cuando para La Condesa. Y por eso La Condesa tenía que tener un medio de contactar con ella y por eso Sissy pasaba por lista de correos siempre que andaba cerca de LaConner, Taos, Pine Ridge, Cherokee, Pleasant Point o aquel otro sitio. Desde luego, nadie salvo La Condesa le escribía. Sissy no había sabido de su familia ni establecido contacto con ella desde que partiera en autoestop aquel crepúsculo. (Bueno, en realidad, era de noche cuando Sissy hizo su escapada, pero al recordar Richmond Sur es fácil confundir el recuerdo de viejo ladrillo con el crepúsculo, lo mismo que es fácil mezclar inadvertidamente en los propios recuerdos el olor de tabaco tostado con el de la sangre: otra de las bromitas del cerebro.)

Sissy deseaba profundamente que hubiese un mensaje de La Condesa aquel día, porque tenía menos de un dólar en el bolsillo. El deseo obró el milagro. Bajo los rayos de la mirada del presidente, volvió el cartero al mostrador con un sutil sobre malva, escrito con tinta castaño rojizo y con aroma (incluso pegado a la mano del cartero) a tocador.

– Gracias -dijo Sissy, y salió con la misiva a la acera.

Llegar en autoestop a LaConner, Washington, había sido como hacer autoestop por un musgoso y viejo pozo abajo. Oscuro, húmedo, y verdísimo. Había charcos en la calle y el olor a hongos lo impregnaba todo. El cielo era una olla de nubes coaguladas. Nadaban patos salvajes a tiro de graznido de la oficina de correos y, como, en bienvenida, diez mil espadañas de autoestopistas saludaban a sus gordos pulgares en el aire.

Podía oír pudrirse los cimientos mientras estaba allí, y todo horizonte que intentaba enfocar aparecía misteriosamente empañado, como lamido por la punta de la lengua del Tótem. Las babosas reptaban por las pilas de leña. Aguantaban firmes los abetos.

Frente al pueblo, al otro lado de la cenagosa ría, estaba la Reserva Swinomish. Varios indios pasaron ante Sissy en el correo, distrayéndola, de momento, de la carta de La Condesa.

Por fin, sin embargo, abrió el sobre y se sorprendió al leer sólo esto:

Sissy, preciosa:

¿Cómo estás, ser extraordinario? Me lo pregunto. La próxima vez que te acerques a Manhattan, llámame. Hay un hombre al que sencillamente debo presentarte. ¡¡Emoción!!