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la condesa

Redoblando la hoja de caro papel de escribir, la calentó Sissy un rato entre sus palmas, como si al igual que el sucio viejo que sienta sobre sus rodillas a una linda exploradora esperando incubar un chupa-chup, pudiese metamorfosearse en una solicitud de trabajo. Cuando la leyó de nuevo, ay, era el mismo mensaje insustancial.

– Creí que La Condesa me conocía mejor -musitó-. Llevo medio año sin recibir un cheque y todo lo que me ofrece es presentarme a un hombre. ¡Un crimen!

Justo entonces, en la ría, unos indios pasaban cortando el agua en una larga canoa (una antigua canoa de guerra de paliforme proa, cantando ferozmente en lengua skagit. Eran swinomishs, la mayoría jugadores de pelota de instituto de enseñanza media o jóvenes veteranos sin empleo, que practicaban para la carrera anual de canoas del 4 de julio contra los lummis, los muckleshoots y otras tribus de Puget Sound. Sissy tiró la perfumada carta a una papelera.

Una vez, había visto en televisión un western barato titulado Reprisal. Guy Madison interpretaba el papel de un mestizo. Al final, sin embargo, se hartó del Sistema y volvió a la vida salvaje de los viejos tiempos. «¡Niego que haya en mí algo de blanco!» gritaba.

Sissy había pensado a veces seguir el ejemplo de Guy Madison. ¡Oh, sí, lanzar el grito de guerra en las calles sombreadas de abetos de LaConner y negar aquella parte suya pálida y civilizada!

Pero esto habría sido negar quince dieciseisavos de sí misma.

¿Cómo podría vivir la vida como un dieciseisavo de sí misma?

(a) Como esa parte de la polilla que la vela quema al final.

(b) Como un «lento baile sobre el lugar de la matanza».

(c) Quizá no tan malo en realidad: en la tierra de las uvas podridas podría ser reina una pasa.

(d) Como un par de pulgares a los que no hubiese ligados cerebro, corazón, ni coño.

18

EL QUE SU complacencia en la indianidad y su pasión por viajar en coche pudiesen resultar contradictorias si no mutuamente excluyentes, jamás se le ocurrió a Sissy (como habría de sucederles a Julián y al doctor Goldman). Después de todo, el primer coche que consiguió parar debía su nombre al deseo de honrar al gran jefe de los ottawas: Pontiac.

Quizá Sissy fuese de los que creen que naturaleza e industria podrían dormir bajo las mismas sábanas floreadas. Quizás acariciase visiones de una futura naturaleza virgen donde el bisonte y los Buicks se mezclasen en armonía y en respeto mutuo, una pradera neo-primitiva donde caballos de vapor y potros de carne y hueso corriesen libres.

Quizá. Las visiones de una mujer en movimiento son difíciles de precisar.

No hubo creencias visionarias ni expresas ni implícitas cuando Sissy, aprovisionada con barras de caramelo Tres Mosqueteros, emocionaba a las espadañas municipales de LaConner por la forma en que movía el pulgar para salir de allí. Como antes indiqué, Sissy seguía el método de jamás planear itinerario ni fijar un destino… ¿pero, podía ella evitar que la única carretera que salía de LaConner, Washington, corría directamente hasta la ciudad de Nueva York?

Igual que la apremiante pregunta del gran jefe Pontiac, «¿Por qué soportáis que el hombre blanco habite con nosotros?» asaeteó certeramente el alma de su pueblo, así la única carretera que salía de LaConner iba a dar recta a Park Avenue y La Condesa.

– No sé sinceramente como llegué aquí tan deprisa -le dijo Sissy a ésta-. Cuando entré en el supermercado de LaConner a comprar caramelos, unos indios que estaban junto al refrigerador de la cerveza se rieron de mis manos. Friqué y cuando me di cuenta me aproximaba al Holland Tunnel de Nueva York. Desperté en el asiento delantero de un descapotable. Tenía la capota bajada y mi primera impresión fue que nos habían cortado la cabellera.

19

LA CONDESA esbozó una sonrisa que era como la primera rascada en un coche nuevo. Algo inmanentemente lamentable. Una sonrisa aguafiestas. Un hiriente y pequeño recordatorio de la inevitabilidad del deterioro.

Como para vandalizar más una superficie agostada, una boquilla de marfil apartaba periódicamente los ofensivos morros de La Condesa. Cenizas de cigarrillos franceses regaban el traje blanco de lino que se ponía a diario fuese cual fuese la estación; las cenizas regaban la rosa de un mes de edad, de su solapa. El monóculo estaba cagado de moscas, la corbata salpicada de salsa de filete, los dientes pensaban que eran castañuelas y el mundo un fandango. A La Condesa no le importaba lo más mínimo. Era rico, ni un centavo menos. Tú también serías rico si hubieses inventado y fabricado los productos higiénicos femeninos más populares del planeta.

La Condesa había hecho una fortuna con aquellos aromas especiales de la anatomía femenina. Era la General Motors de la cosmética corporal, la U.S. Steel de los aliviadores íntimos. Como cualquier genio, dirigía obsesivamente todas las fases de las actividades de su empresa, de la investigación a la comercialización, sin olvidar las campañas publicitarias. Ahí era donde intervenía Sissy. Sissy era su modelo favorita.

La había descubierto años atrás en Times Square, donde se había reunido una multitud a verla cruzar la calle 42 con las luces en contra. Haciendo una rara concesión, se había limpiado el monóculo. Tenía Sissy una figura ideal para posar, era rubia y mantecosa, de semblante regio… salvo la boca: «Tiene ojos de poetisa, nariz de aristócrata, barbilla de noble y la boca de una artista del chupe de un cabaret de Tijuana», proclamó La Condesa. La Condesa sentía una gran admiración por Sissy. «Es perfecta».

– Dios mío, cielo santo -protestó el vicepresidente del Chase Manhattan Bank con el que acababa de comer-. ¿Y esas manos?

Los contables no deberían atreverse a discutir con los genios.

La Condesa tenía a su servicio un magnífico fotógrafo. El fondo era esencial para el cuadro ensoñador, romántico y sin embargo ligeramente sugerente con que La Condesa apelaba a potenciales consumidores de niebla pulverizada Rocío y polvo pulverizado Yoni Yum, así pues solía enviar a su fotógrafo al lugar adecuado, aunque fuese Venecia o el Taj Mahal. No reparaba en gastos con tal de conseguir la imagen deseada, y aprendió a esperar pacientemente a que Sissy llegase a dedo a sus citas.

Nunca retrató sus manos.

Pero, en fin, en los tiempos en que los cigarrillos Lucky Strike patrocinaban «Su desfile de éxitos» en televisión, el programa presentó a una cantante llamada Dorothy Collins. La señorita Collins aparecía invariablemente con blusas o vestidos de cuello alto. Llegó un momento en que aquellos cuellos altos provocaron el rumor de que la señorita Collins ocultaba algo. Se hablaba de una cicatriz, de bocio, de un lunar gigantesco en la base del cuello. Quizás un vampiro le hubiese atizado a Dorothy Collins un mordisco indeleble. Corrían toda clase de bulos. Tras varios años, sin embargo, la vocalista apareció súbitamente en «Su desfile de éxitos» (cantando «Llegan las barcas camaroneras» o algo así) con un traje de noche muy escotado… y su cuello era tan normal como el tuyo o el mío. Por supuesto, alguien de la profesión del doctor Dreyfus podía haber obrado un milagrito plástico. Seguramente nunca lo sabremos.

Y asimismo, el que Sissy Hankshaw posara en tantos pintorescos anuncios de Rocío y Yoni Ytim, hizo que al cabo de aproximadamente un año, ojos agudos advirtieran que jamás se veían sus manos en la foto. O estaban a la espalda, o cortadas, o el follaje tropical o la proa de una góndola las obscurecían. Y rumores a lo Dorothy Collins se propagaron por Madison Avenue. Las historias de siempre (tenía verrugas o marcas de nacimiento o tatuajes, o seis dedos donde debería haber cinco) iban y venían. Pero una versión, la de que cuando había aceptado un anillo de compromiso de otro, un amante celoso le había despachado las manos con un cuchillo de cortar pescado, fue la que persistió. No iba a decirlo La Condesa, claro. Él mantuvo la identidad de Sissy en secreto y pagó a su fotógrafo un extra para que no abriera la boca. Era el tipo de juego que emocionaba a La Condesa. Cuando escuchaba los rumores sobre su misteriosa modelo, él sondeaba su repugnante sonrisa con la boquilla de marfil y sus dientes claqueaban como pato comiendo fichas de dominó.