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ELLA HABÍA hecho que camiones Mack recularan sobre sus ejes, había hecho olvidarse de Wagner a Mercedes Benzs, detenido Cadillacs tan en seco como ataque al corazón de espantapájaros. Por ella cambiaron de ruta los torpedos, bajaron en picado aviones, salieron a la superficie submarinos, enderezaron Lincoln Continentals sus corbatas. En cualquier parte que fluyese el tráfico, había pescado ella en su corriente, arponeado barracudas y tiburones, hecho retroceder minimotos Honda y tractores agrícolas. A su señal, jeeps y Chryslers se abrazaban, Mercurys y Ramblers caían en trance, se detenían los Volkswagens con precisión prusiana, ejecutaban los Chevies su rítmica danza y suplicaban los niños llevarla a San Francisco en sus carritos rojos. Hizo una vez frenar a un Rolls tan de golpe que tuvieron que mandar por avión de fábrica a un técnico para rascar la goma. Por ella se despegaban los adhesivos de los guardabarros, se enrollaban las banderas confederadas en las antenas de la radio y pedorreaban los escapes la obertura de «Mi encantadora señorita»; ella había controlado todos los vehículos fabricados por el hombre en su maníaca caballodevaporfilia, desde un Stutz Bearcat a un Katz Pajama… pero era, al parecer, incapaz de atraer un ascensor.

– Puede que haya que llamar por teléfono para conseguir que suba hasta aquí. A lo mejor se ha estropeado el timbre. Quizás haya hecho algo mal.

Sissy llevaba diez minutos esperando. Se sentía atrapada. ¿Dónde estaba el ascensor? ¿Por qué no respondía? Las lágrimas asomaban sus cabezas calvas por sus conductos.

Y no era simplemente el ascensor. Tres días atrás, La Condesa, le había procurado un vestido, abotonándola en él. Estaba de acuerdo en que era muy bonito. Luego se fue (monóculo, boquilla y demás) a Long Island, dejándola sola. El acuarelista no había telefoneado la primera noche. Sissy no podía desabotonarse el vestido y dormir con él lo habría dejado geriátricamente arrugado. Así que tuvo que estar levantada toda la noche. Vio la televisión, sorbió Ripple rojo (la única bebida que su anfitriona tenía en reserva), leyó el New York Times y aventuró complacidas miradas al espejo. Sola en una noche de junio en un apartamento de siete habitaciones. Había sido extraño.

Sobre las diez de la mañana sonó el teléfono. Una voz que podría haber pertenecido a una urna griega, tan suave y redonda y culta sonaba, se identificó como perteneciente, por el contrario, a Julián Hitche. ¿Querría Sissy Hankshaw cenar con Julián Hitche y unos amigos el próximo viernes? Sí, Sissy Hankshaw querría. El teléfono de La Condesa (un princesa, la nobleza se mantiene unida) y probablemente el de Julián Hitche, volvieron de nuevo a su soporte. Cena el viernes. Era entonces miércoles.

Mientras recorría la segunda noche, rumorosa de televisión, sentada erecta en la posición yoga conocida como el asana de protección del traje, se recordó a sí misma a Betty Clanton y las otras chicas del instituto de Richmond Sur, arreglándose el pelo, peinándose, pintándose los labios, dando color a las mejillas, lavando sus jerseys, planchando faldas, acicalándose todas las horas y los días de su juventud en la pavorreaiesca esperanza de que por un embarazoso momento pudiesen distraer a un chico del fútbol. La naturaleza le había ahorrado esto a Sissy de adolescente… pero, ay mamá, ¡miradla ahora! Cada hora o así, se enfurece consigo misma, se levanta de un salto y anuncia a cualquier personalidad televisiva que pueda estar mirándola, que se va a la cama. No lo hizo.

La noche del viernes fue muy parecida, salvo que estaba más soñolienta, más enfurecida más nerviosa.

Los periódicos, con sus pintorescas historias de política y economía, la televisión, con sus policías heroicos, ya no podían entretenerla. Ripple tinto en mano, huyó a la terraza. Había pasado ya la etapa en que el aire fresco pudiese ser de mucha utilidad para revivirla, pero se sentía menos confinada paseando una terraza bajo el cielo de Nueva York.

– Es estúpido, sencillamente tonto -se decía-. Pero si he de hacerlo, podría hacerlo bien. No puedo ir a cenar a un buen restaurante neoyorquino con un saco arrugado. Estoy acostumbrada a dormir en la carretera. Puedo conseguirlo.

La serenidad iluminó de nuevo las comisuras de sus labios, aunque sus ojos, sobre los que los párpados bajaban como vientres de detectives, no lo advirtieron.

Era una noche despejada con sólo una moderada contaminación. Un lánguido nordeste entraba soplando por Coney Island y Brooklyn, llevando hasta el alto East Side el fastidioso aroma del océano y, temblando de energía, incapaz de contenerse, giraba en ruedas y engranajes Manhattan abajo. En todas direcciones, veían sus cansados ojos luces parpadeantes, luces que caramboleaban los horizontes y se unían a las estrellas del cielo. Parecía la ciudad inhalar benzedrina y exhalar luz; un buda de pulmones de neón cantando y vibrando en un templo de mugre.

Le resultaba difícil imaginar que un indio americano se sintiese a gusto en algún punto de allá abajo. ¿Dónde vivía exactamente él, se preguntaba, qué luces brillaban en sus ventanas? ¿Qué hacía en aquel momento? ¿Dormir? (El sueño brillaba en su mente.) ¿Estaría bebiendo… como beben los indios de LaConner, Taos, Pine Ridge, etc.? ¿Ejecutando una danza clandestina de los espectros o cantando a su tótem particular según lo prescrito en la religión del soñador? ¿Viendo «Custer» por la tele? ¿Pintando acuarelas? Hasta el amanecer, paseó y caviló.

El día siguiente fue una mancha de aburrimiento y aflicción; estaba más dormida que despierta. Encontró una rebanada de Pan Maravilla e hizo bolas con ella, como hacía de niña, comiendo las bolitas de pan en la terraza mientras miraba el tráfico. Estuvo casi todo el día por allí sentada. (Si no fuese una reducción tan obvia, podríamos decir que se pasó el día pulgar sobre pulgar.) Sin embargo, cuando a las siete cuarenta y cinco llamó Julián Hitche para anunciar que estaba abajo, su sistema nervioso central se trató a sí mismo con una adrenalina doble con hielo. Volvió Sissy de golpe en sí, se inspeccionó (¡no había arrugas!) en el espejo, echó una meada y se dirigió al ascensor. Habían quedado en verse en el vestíbulo. Le había parecido poco adecuado recibir al señor Hitche en el apartamento de La Condesa, de decoración tan frivola, empalagosa y poco india.

Ahora Sissy esperaba un ascensor. Esperaba con una aproximación inducida por la fatiga de esa combinación de estoicismo y ansiedad con que la gente espera el Gran Acontecimiento que cambiará su vida, perdiendo invariablemnete cuando se produce, puesto que tanto el estoicismo como la ansiedad son anteojeras.

Por fin, cuando ya estaba al borde del llanto, oyó un zumbido, vio un guiño verde y se abrió una puerta con ronroneo mecánico apareciendo un ascensorista uniformado que la miró bovinamente y con cierto miedo. Había sufrido en anteriores ocasiones la ira de La Condesa y estaba alerta al bastón de caminante que podría confundir su cráneo con una gran avenida. Aliviado al ver a Sissy sola, la condujo hasta el vestíbulo a velocidad máxima.

La alfombra les pareció un prado a sus pies alucinados. La fuente de bronce sonaba como un arroyo de montaña. Su pielroja se deslizó ante ella surgiendo de detrás de un árbol (¡qué importa que fuese una palmera entiestadal). Llevaba esmoking y una faja amarilla a la cintura. Era de talla media, hombros estrechos y cara aniñada y fosca. Al acercarse, sonrió tímidamente. Extendió la mano hacia la de Sissy… y cayó de inmediato a sus pies con un ataque de asma.

Intermedio de vaquera (Historia de amor)

Algunas de las vaqueras más jóvenes (Donna, Kym y Heather; Debbie, también) han preguntado insistentemente por qué También las vaqueras sienten melancolía no podía ser una simple historia de amor.

Por desgracia, queriditas, no hay ninguna historia de amor que sea simple. El amorío adolescente más fugaz es tan complejo como para salirse de los límites máximos de la capacidad de comprensión del cerebro. (El cerebro tiene el peligroso hábito de enredar con material que no puede ni quiere comprender.)