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Pasan los taxis frente a restaurantes y teatros, y uno se detiene frente a una casa de pisos restaurada de Calle Diez Este, entre las avenidas Tercera y Segunda, tres manzanas al oeste de donde jóvenes latinos casi han arrebatado Tomkins Square Park a viejos ucranianos y borrachos de edad y origen nacional indeterminado. Esta manzana de Diez Este, recién pintada, conserva cierta clase: tras sus enrejadas ventanas y sus puertas de triple cierre con cadenas a la moda, profesionales, algunos con tendencias artísticas, se agrupan frente al constante asalto de hollín, cucarachas y ladrones. En esta manzana escribió Hubert Selby, hijo, Last Exit to Brooklyn, y un famoso crítico de arte cavila ahora sobre el problema planteado por la tendencia ilustrativa implícita en la actual corriente general del modernismo. El taxi ha parado frente al edificio donde reside el jadeante Julián Hitche. Descarga sus pasajeros, demasiado lentamente para el gusto de Sissy Hankshaw, que sólo es capaz de contener el agotamiento y la repugnancia con ayuda del Gran Secreto (el cual, según hemos determinado, es éste: uno no sólo tiene capacidad para percibir el mundo sino para alterar su percepción de él; o, más simplemente, uno puede cambiar las cosas según las mire).

Pese a su cansancio, Sissy sólo tiene un anhelo profundo. Situarse en la carretera y lanzar sus pulgares al viento. Sin embargo, se halla abotonada en un costoso traje de lino, va rodeada de cuatro individuos persuasivos y se halla ligada por sutiles hilos de curiosidad y simpatía a esta parodia de indio cuyas palabras se coagulan en moco cada vez que intenta hablar. Así pues, emplea el Gran Secreto para convertir sus desdichas en una experiencia educadora, ya que no divertida.

El apartamento de Julián está en el segundo piso. Es ordenado y limpio, con encerados suelos de madera, una pared de ladrillo visto, un piano blanco y libros y cuadros por doquier. Hay un sofá azul de veludillo, sobre el que tienden a Julián. Mientras Howard prepara unos tragos, Rupert llena una jeringuilla con una ampolla de aminofilina que ha cogido de su sitio, debajo de un molde de ensalada de gelatina del refrigerador y, sin pensarlo dos veces, se acerca y le pone una inyección a Julián.

– Vamos a ajustarles las cuentas ahora misma a esos maricones de bronquios -dice a Julián-; luego añade, para Sissy-: Fui médico en el Ejército. En realidad, debería haber seguido la carrera, A veces, sin embargo, pienso que vender libros es muy parecido a vender medicina. Piensa en los libros como si fuesen pildoras. Tengo pildoras que curan la ignorancia y pildoras para el aburrimiento. Pildoras para elevar el ánimo y pildoras para que la gente abra los ojos a la horrible verdad: Estimulantes y depresores, como si dijésemos. Vendo pastillas para ayudar a la gente a encontrarse a sí misma y pastillas para ayudarles a perderse a sí mismos cuando necesitan escapar de las presiones e inquietudes de la vida en esta compleja sociedad…

– Lástima que no tengas una pildora para la estupidez -Carla sonríe como si bromease, pero lo ha dicho con bastante acritud. Rupert mira furioso y se bebe un buen trago de whisky.

– ¿Dónde vive usted, señorita Hankshaw? -pregunta Howard, intentando, quizá, cambiar de tema.

– Estoy con La Condesa.

– Lo sé -dice Howard-, pero, ¿dónde reside usted cuando no está de visita en Nueva York.

– No resido.

– ¿Cómo?

– Bueno, no, no resido en ningún sitio concreto. Estoy siempre moviéndome.

Todos parecen un poco asombrados, incluso el recostado Julián.

– Así que una viajera -dice Howard.

– Algo así -dice Sissy-, aunque yo no lo considero viajar.

– ¿Qué lo consideras? -preguntó Carla.

– Moverse.

– Oh -dice Carla.

– Que… insólito -dice Marie.

– Mmmmmm -murmura Howard.

Rupert ataca de nuevo el whisky. Julián lanza un acuoso jadeo.

Sigue un silencio que pronto rompe Carla.

– Rupert, antes de que estés demasiado concentrado en tu investigación sobre el whisky como cura para el envejecimiento, ¿no crees que sería oportuno telefonear a Elaine y cancelar las reservas de nuestra cena? No podremos volver a aparecer por allí si no decimos algo.

– ¿Qué haríamos sin ti, Carla? Sin nuestra pequeña especialista en eficiencia, Carla, todo se iría al infierno, Carla tiene pensado presentarse para alcalde al año que viene, ¿no es verdad, Carla?

– Cállate ya Herr Doktor vendedor de libros. ¿Las exigencias de tu práctica médica te permiten telefonear a Elaine o he de hacerlo yo?

– Oh, dejadme hacerlo a mí -gorjea Marie-. La baja y vivaz trigueña sale de sus zapatos plataforma y se desliza en cncalcetinados pies hasta el teléfono.

– Hablando de elecciones -dice animadamente Howard ¿cree alguien que McGovern tenga posibilidades?

– ¿Posibilidades de que le canonicen o de que le asesinen? -pregunta Rupert.

– Si Rupert necesita una pastilla para la estupidez, Hubert Humphrey necesita dos -dice Carla-. Y ése podría ser el papel de McGovern. Si es capaz de apagar el rollo de Humphrey, McGovern habrá hecho un gran favor a la sensibilidad norteamericana, aunque obligue a su partido a nombrar a un patriotero reaccionario como Scoop Jackson en Miami Beach.

Como muchos de sus colegas liberales, los amigos de Julián Hitche están desilusionados de la política, pero también, como sus colegas, no han sido capaces de descubrir una alternativa a la política, en que emplazar su fe, canalizar su humanismo o dar rienda suelta a su propensión a la polémica y la especulación. Así, la charla sobre el rojo paciente del sofá azul conduce a las conversaciones políticas nacionales inminentes. Cuando Marie vuelve de telefonear al restaurante, se incorpora al debate.

Sissy deja su silla y vaga por el apartamento. Sus estanterías repletas de libros le recuerdan bibliotecas públicas en las que ha dormitado y mientras vaga por allí, mantiene los pulgares próximos al cuerpo, para no arrear un papirotazo a una antigüedad, derribar una obra de arte, manchar un cuadro o inquietar al perro. Se siente intrigada pero no sufre ninguna ilusión; sabe que es una extraña en aquel medio.

Por fin, sus exploraciones la conducen al dormitorio, donde hay una jaula de estilo florentino tapada. Siente deseos de que sus habitantes no estén dormidos, pues ella tiene algo especial con los pájaros. Se acuerda de Boy, el periquito perdido que durante un tiempo fue la única excepción a su regla de ir siempre sola. Los propietarios de Boy le habían recortado las alas, pero en cuanto Sissy le enseñó, hacía autoestop tan bien como vuelan los pájaros. Boy merecía sin duda figurar en la galería de periquitos famosos.

Esperando oír un gorjeo que pudiese indicar insomnio en la jaula, sentóse Sissy en la cama doble. Gradualmente, se reclinó. «No hay mantas indias», advirtió. «Ni una sola manta india». Y éste fue su último pensamiento antes de apagarse.

No despierta hasta dos horas después, por un rumor más suave que un gorjeo. El rumor de botones pasando a través de ojales. Botones que llevan tres días sin respirar libremente suspiran con alivio, desahogados, libres de sus ataduras. Uno a uno los botones salen de esa trampa que es el destino de la mayoría de los botones, tal como los compromisos son el destino de la mayoría de los hombres. Pronto Sissy no sólo puede oír la liberación botonesca sino sentirla.