– Tienes un concepto romántico de los indios -decía Julián-. Son personas como las demás; gente cuya época ha pasado. No me parece ninguna virtud revolcarse en el pasado, sobre todo en un pasado que es en general penoso. Yo soy indio mohawk igual que Spiro Agnew es griego: soy un descendiente, nada más. Y créeme, los mohawks jamás se aproximaron a la gloria de Grecia. Mi abuelo fue uno de los primeros mohawks que trabajaron en la ciudad de Nueva York. Como sabes, los mohawks son muy solicitados en la construcción de rascacielos porque no tienen miedo a la altura. Mi papá ayudó a construir el Empire State. Luego se estableció por su cuenta y, pese a los prejuicios de los sindicatos contra él por ser un pielroja ambicioso, hizo mucho dinero. El suficiente para mandarme a Yale. Me doctoré en bellas artes y tengo relaciones bastante buenas en los círculos artísticos de Manhattan. Las culturas primitivas, indias y de otro tipo, me atraen muy poco. Lo que me gusta es el firme orden simétrico que distingue a la civilización occidental de las sociedades más heterogéneas y caóticas de un mundo imperfecto.
En el limitado espacio del sofá, se volvió Sissy, colocando uno de sus pezones agudizados por Howard & Marie contra uno de los botones de la camisa de Julián.
– Nada sé sobre ese asunto del orden y la simetría. Deserté del bachillerato, procedo de una raza (la raza de la basura blanca pobre) que lleva diez siglos sin hacer más que recoger piedras, cavar campos, sudar en fábricas y marchar a la guerra cuando se lo dicen; y cada generación ha tenido una huerta de patatas más pequeña. Pero he pasado algún tiempo en las bibliotecas, no siempre dormida, y he aprendido esto: toda cultura civilizada de la historia ha discriminado a sus miembros anormales. «Esquizofrenia» es un término de la civilización occidental y también lo son «brujas» e «inadaptado»… términos utilizados para racionalizar los crueles e insólitos castigos adjudicados a los individuos que se salen de lo ordinario. Sin embargo, las tribus indias americanas como tú debes saber muy bien, trataban a sus marginados como seres especiales. A sus esquizoides se les reconocía un don, el poder de las visiones, y los reverenciaban por ello. A los que tenían una deformidad física les consideraban también favoritos del Gran Espíritu, alivios bienvenidos a la monotonía de la regularidad anatómica, y todos los amaban, disfrutaban con ellos y les ayudaban y favorecían. Y esa antigua Grecia que te parece tan gloriosa, habría matado nada más nacer a un ser como yo.
– Vamos, Sissy, tu actitud es demasiado quisquillosa y defensiva. Ya viste como te trataron anoche mis amigos ultracivilizados. En fin, ni uno sólo de nosotros miró siquiera tus… tus… tus… pulgares.
– Ésa es precisamente la cuestión -dijo Sissy.
Y así se desarrollaba esta polémica. La otra iba más o menos así:
– Aparte de todo, Sissy, no veo cómo has podido sobrevivir siquiera. ¡Dios mío! Una chica, sola, por esas carreteras, años. Y ni la han matado ni la han herido ni la han ultrajado ni ha enfermado.
– Las mujeres son duras y más bien toscas. Fueron hechas para el áspero y duro trabajo de tener hijos. Te asombrarías de lo que son capaces de hacer cuando dedican esa energía a otras empresas.
– De acuerdo, eso quizá sea verdad. ¡Pero vaya empresa! El autoestop. Viajar de prestado. Cuando pienso en el autoestop, pienso en universitarios, militares y hippies sin dinero. Pienso en inútiles de ropa grasienta y maníacos con cuchillos de carnicero ocultos en su hato de ropas arrugadas…
– Me han dicho que parecía un ángel al borde de la carretera.
– Oh, estoy seguro de que eres una hermosa excepción a esa regla. Pero, ¿por qué? ¿Para qué tanto trabajo? Has viajado toda tu vida sin destino. Te mueves, pero sin dirección.
– ¿Cuál es la «dirección» de la Tierra en su viaje; adonde van los átomos cuando giran?
– Hay una regla ordenada, un objetivo último en los movimientos de la naturaleza. Tú llevas en movimiento constante casi doce años. Dime algo que hayas demostrado.
– He demostrado que los seres humanos no son árboles. Así que mienten cuando hablan de raíces.
– Sin objetivo…
– No sin objetivo. Ni mucho menos. Lo único que pasa es que mis objetivos son distintos a los de la mayoría. Hay mucha gente sin objetivos en la carretera, de acuerdo. Gente que hace autoestop sin parar, sin descanso, buscando algo: buscando América, como decía Jack Kerouac, o buscándose a sí mismos, o buscando alguna relación entre América y ellos mismos. Pero yo no busco nada. Yo he encontrado algo.
– ¿Qué has encontrado?
– El autoestop.
Esto paró a Julián un poco, pero al segundo día, mucho después de que Howard y Marie se hubiesen ido de puntitas del apartamento, volvió al tema. No podía apreciar los méritos y triunfos de Sissy. ¿Qué importancia tenía que hubiese parado en una ocasión treinta y cuatro coches seguidos sin un fallo? ¿Qué mérito había en la hazaña de cruzar Texas a ciegas en la temporada de ciclones con un periquito en el pulgar? Para él, estos hechos eran patética, y puerilmente extravagantes. Agitó tristemente aquella cabeza sin plumas ni pinturas al considerar los antecedentes penales (detención por vagabundeo, solicitación ilegal de transporte e, irónicamente, sospecha de prostitución) de una mujer esencialmente respetable.
Tan eficazmente la aleccionó sobre el asunto, que asomó a los ojos de Sissy un brillo vagamente culpable que chapoteó sus fríos pies en la humedad de allí. Consiguió Julián arrancarle sollozos, y cuando la tuvo adecuadamente deprimida la consoló. La apretó entre sus brazos protectores, construyó un castillo a su alrededor, cavó el foso, alzó el puente levadizo. A Sissy sólo su mamá la había abrazado así, arrullándola así. Y la acarició con manos acostumbradas a acariciar perros, manos tan suaves que podrían hacerse astillas de comer con palillos chinos. La arrulló como a una niña. Aislo sus desnudos cables. Y ella, Sissy, que había dormido en lo peor de todas las estaciones, despreocupada y sin cuidados, se acurrucó profundamente en la ternura paternal de Julián y se dejó arrullar.
Fue entonces (Julián acariciando, Sissy ronroneando) cuando la magia que habían conseguido sus pulgares, desde el momento de su juventud en que se comprometió por vez primera a una vida menos superficial, segura y pequeña, de lo que nuestra sociedad nos demanda, se excusó, salió de puntitas del apartamento como Howard y Marie y bajó al bar Stanley's, a Avenida B a echar una cerveza.
La cerveza no satisfizo a la magia, sin embargo. Así que pidió una ronda de Harvey Wallbangers. Pero se necesita algo más que vodka para alimentar a la magia. Se necesitan riesgos. Se necesitan extremos.
Intermedio de vaqueras (Delores del Ruby)
Decían algunas gentes que había escalado un muro de convento en San Antonio y se había escapado con un circo mexicano. Afirmaban otras que había sido la hija favorita de una distinguida familia criolla de Nueva Orleans, hasta que se mezcló con una secta que rendía culto al caimán y practicaba el peyotismo. Aun había otras que decían que era gitana del todo, mientras otra fuente insistía en que (como tantas bailarinas «españolas») era en realidad italiana o judía, y había aprendido sus trucos viendo por televisión al Zorro en el Bronx.
En lo que todas las vaqueras estaban de acuerdo sin embargo, era en que su capataz chasqueaba un látigo muy bien adiestrado, por lo que nadie discutía la historia de que había adquirido su primera fusta cuando tenía cinco años, por regalo de un tío suyo que había dicho, después de presentarse: «Prescinde del varal y mima al niño.»