– Ella siempre se va de la ciudad, tonto. Eso no significa nada. ¿Y en la cama? ¿Le gustó en la cama?
La moto de Evel Knievel no habría saltado la pausa que siguió.
– ¿Si le gustó qué en la cama? -preguntó por fin Julián.
– ¿Como que qué? -¡¡Chop!! ¡¡Clac!!- ¿Qué crees tú?
– Bueno… en fin…
– Oh, mierda, Julián, querido. ¿Vas a decirme que estuvisteis tres días juntos y no lo lograste?
– Bueno, lo hicimos. Pero podríamos decir que no acabamos del todo.
– ¿Quién tuvo la culpa?
– Supongo que yo. Sí. No hay duda, la culpa fue mía.
– En cierto modo me alegra que no fuese culpa de ella. Me preocupaba su virginidad psicológica. Pero ahora quien me preocupa eres tú. ¿Qué es lo que os hacen, muchachos en esos colegios tan elegantes? ¿Amarraros y bombear la naturaleza fuera de vosotros? Eso es lo que hacen, no hay duda. Son capaces de extraer la última gota de naturaleza de un indio mohawk. Sí, manda a un chamán o a un caníbal cuatro años a Yale y luego sólo servirá para ocupar un puesto burocrático en el complejo militar-industrial y un asiento en la tercera fila de una comedia de Neill Simón. ¡Ay Jesús, Dios mío! Si Harvard y Princeton pudiesen disponer del Chink un par de semestres, le convertirían en candidato del Ala Pajarita de la Cámara de Wimps. Vamos hombre.
– No tienes por qué recurrir al esnobismo al revés sólo porque la universidad de Missouri fuese la única de la nación que te aceptase. Si nosotros, los de las universidades más distinguidas no somos lo bastante mundanos para ajustamos a vosotros los palurdos, al menos no andamos por ahí utilizando términos racistas como «chink». Si sigues así pronto acabarás llamándome «cacique».
– Por Dios, «chink» es el nombre del tipo.
– ¿Qué tipo?
– Áy, es un viejo pedo que vive en las montañas del Oeste. A mi rancho le dan temblores y escalofríos con él, también. Pero aunque sea viejo y sucio, está vivo, no hay duda, de la cabeza a los pies. No tienen su jugo en un tarro en New Haven. Ese alma rnater vuestra sería capaz hasta de arrancarle el pelo a un hombre lobo. Mejor que Sissy conserve su virginidad que no que la pierda al compás de «The Whiffenpoof Song».
– El sexo no lo es todo, aunque sea tu negocio. Y hablando de tus negocios, harías mejor preocupándote por este asunto. Esa misteriosa modelo tuya me ha desquiciado y no puedo pintar.
– Pintarás, claro que pintarás, queridito. Pintarás porque hay un contrato que te obliga. Además, píntalas mejor que nunca. Nada como un poco de sufrimiento para dar entidad al arte. ¿Te ha empujado a fumar y beber? ¡Magnífico! La creatividad se alimenta de venenos. Todos los grandes artistas han sido unos depravados. ¡Mírame! Estoy tan seguro de que Raoul Duf está pedorreando por la borda del barco de vela Eternidad como de que este asuntillo va a inspirar las mejores acuarelas de tu historia. Ahora, dile a ese maldito perro tuyo que deje de gemir y entra ahí a pintar.
– No es el perro.
– Oh -dijo La Condesa-. Bueno, mierda, oh querido. Contente, me oyes. No empieces con el asma. Podemos escribirle una carta, si quieres. Enviaremos copias a Taos, LaConner, Pine Ridge, Pleasant Point, Cherokee y ese otro sitio. Voy a por un poco de Rípple y vuelvo enseguida.
Pocas veces los ojos de la patata del cielo contemplaron tan frenética colaboración epistolar como la de aquella noche.
28
EL CHINK tiene razón: A la vida en el fondo le gusta el juego.
Aunque, claro, a veces, juega algo fuerte.
Quizá la vida, como la cría del gorila, no conozca su propia fuerza.
Exprimía la vida grandes gotas de grasa a Julián Hitche y Sissy Hankshaw. Celebraba festivales de ardillas en sus estómagos y los empastes de sus dientes recogían señales de una radio sentimental. La vida anda siempre montando su número a hombres y mujeres y luego se hace la sorprendida y la inocente, como si no se diese cuenta de que está haciendo daño.
En apariencia, para el ojo inexperto, Sissy hacía autoestop tan bien como siempre. Había ideado incluso nuevas técnicas. Como la de utilizar ambos pulgares a la vez, dirigiendo un apéndice a los canales más remotos de tráfico mientras hacía señas con el otro ingeniosamente a los coches que pasaban más cerca de ella. Había perfeccionado también una señal con el brazo en alto hacia la izquierda, comparable a ese servicio de tenis que llaman «giro americano». Era deslumbrante pero no había en él auténtica alegría. No había substancia ni espontaneidad. Era lo que se llama un virtuosismo. Carecía de alma, ¿Comprendes? El negocio del espectáculo está lleno de actores de este tipo, todos ellos con más azulejos en sus piscinas que tú y que yo.
Se había deslizado en su estilo una sensación de urgencia. Sissy, que en el pasado había mantenido en perpetuo ascenso su asombroso ritmo por el puro entusiasmo de ser única y libre, ahora seguía sólo porque temía parar. Pues cuando las necesidades biológicas la forzaban a hacerlo, a parar, tiempo y espacio, que había tenido hasta entonces absolutamente sometidos (como si fuese una especie de máquina del tiempo personificada), caían sobre ella en un torrente gravitorio. Tiempo y espacio caían sobre ella como una hilera de enciclopedias de la estantería de un misionero sobre un pigmeo. Y el tiempo llevaba consigo a su secretaria, la memoria, y el espacio a su hijuelo, la soledad.
En el pasado, había arrastrado el ridículo, la piedad, el asombro y la lujuria. Ahora arrastraba la ternura y la necesidad. Era mejor y peor. Como muchos seres fuertes, había caído víctima de la tiranía de los débiles.
En cuanto a Julián, se dedicó a trasegar whisky. Por las mañanas. Antes incluso de haber tomado sus copos de trigo Madre de Dios (¿o eran copos Joice Carl?). Una noche, fue a Max's Kansas City y organizó un pequeño alboroto gritando, con voz resollante: «¡Jackson Pollock era un fraude!» Un escultor, apenas sin esfuerzo, le hizo sangrar por la nariz, y un estudiante de biología pervertido le siguió hasta casa porque pensó que Julián había dicho que Pollock era un fauno. (En Nueva York, amados míos, hay de todo.) Se dedicó a escuchar a Chaikovski y a dejar de peinarse.
Uno llega a pensar a veces que la vida se cree que aún sigue viviendo en París, en plenos años treinta.
29
LA CARTA de Julián Hitche alcanzó a Sissy Hankshaw en Cherokee, Carolina del Norte, el día de Nochebuena. La recogió a las once, justo antes de que la oficina de correos cerrase para la fiesta. Tras leerla dos veces, la acompañó hasta un tabernucho (donde los espantados borrachos reaccionaron ante sus pulgares como si fuesen pequeños reinos infernales de una especie de anti-Santa Claus) y la leyó de nuevo. La Condesa le había adelantado cuatrocientos dólares cuando volvió a Nueva York en el verano y le quedaba suficiente para tomar una botella de vino. Eligió Ripple tinto, en honor a los viejos tiempos, y pronto derramó parte sobre la carta. Mientras un enlatado Bing Crosby clamaba «Sueño una Navidad Blanca», un Ike de sello sonreía con su sonrisa «he llegado a la cima pero aún no lo entiendo» al fondo de una charca de vino. Bajo el muérdago de plástico, se besaban las bolas de billar. Parpadeaban las luces azules de un árbol plateado y metálico. La vulgaridad llamaba, y le abrían.
A media botella de Ripple, Sissy se levantó para ir al retrete, pero fue a la cabina telefónica.
Julián, conteniendo el jadeo con un esfuerzo hercúleo, le dijo que la amaba; alegó ella que ni siquiera la conocía. Olvidando todo lo que le habían enseñado en Yale, replicó él que el sentimieno era superior al conocimiento.