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– Te amo -dijo Julián.

– Eres tonto -dijo Sissy.

– Te ofrezco mi amor y lo rechazas, Puede que la tonta seas tú.

¡Bien!

Una semana después de Año Nuevo, llegó Sissy en autoestop a Manhattan. Con La Condesa, que despreciaba el comportamiento de los hombres y el olor de las mujeres, como sarcástico testigo, fueron Sissy y Julián a la Capilla del Pensamiento Positivo y allí les casó un protegido del doctor Norman Vincent Peale.

Así terminó a todos los efectos prácticos lo que el autor sabe constituye una de las carreras más notables y peor comprendidas de la historia humana.

Pero una carrera, aunque sea muy insólita, no es una historia. La historia de Sissy, machihembrada como está con las historias de las vaqueras del Rosa de Goma y el Chink de los artefactos relojeriles, y destapando como destapa el posible pastel bajo la pegajosa jalea y la resbaladiza mantequilla de la vida, aún está muy lejos de haber concluido.

Intermedio de vaquera (Bing)

Bajo el árbol de un huerto, muy cargado de cerezas, estaban tendidas a la sombra las vaqueras. Se daban frutas unas a otras. Oscuro zumo goteaba en los hoyuelos de sus caras. Carne de cereza manchaba sonrisas y narices.

Katty bordaba un arcoiris en la espalda de la camisa de Heather. Inspirada, trazaba Linda un arcoiris todo rojo en la cintura desnuda de Debbie, y Kym, buceando un poco más abajo del cinturón, añadía la olla de oro. Pintura de cereza.

El azúcar del fruto empezó a atraer moscas, así que las vaqueras, imitando a sus trabados caballos, las espantaron meneando el pelo. Una nube bajó traqueteando. Si no se hubiese ido camino del crepúsculo, la habrían pintado, también.

La capataz, Delores del Ruby, estaba fuera del rancho en una recogida de peyote. Big Red actuaba como capataz, y estaba permitiendo a las vaqueras un descanso muy amplio. Las cabras que tenían a su cargo estaban desparramadas a su gusto y, en cuanto a las aves, no podían verlas desde el cerezo.

Colocando su Nuevo Testamento otra vez en la alforja, Marie preguntó:

– Compañeras, ¿os parece honrado vaguear así?

– No me importa si es honrado o no, con tal de que sea divertido -dijo Big Red.

– No me importa que sea divertido o no, si es real -dijo Kym.

– A mí no me importa siquiera que sea real -dijo Debbie. No todas supieron lo que quiso decir.

30

SI PUDIERAS atar tu reloj de pulsera del Conejo de la Suerte a un rayo de luz, el reloj continuaría tictaqueando pero sus manecillas no se moverían. Eso se debe a que a la velocidad de la luz no hay tiempo. El tiempo es función de la velocidad. A elevadas velocidades, el tiempo literalmente se ensancha. Como la luz es el máximo en velocidad, a la velocidad de la luz el tiempo se extiende hasta su absoluto y se hace estático. Albert Einstein descubrió esto. No hay ninguna necesidad de andar por la fábrica del tiempo y molestar al Chink con eso.

Suponiendo que nuestros cerebros se librasen de sus masas de grasa, para variar, y jugasen con nosotros a la pelota cósmica, permitiéndonos abarcar plenamente ningún tiempo, entonces podríamos intentar imaginar (si «imaginar» es la palabra justa) lo que quería decir Einstein cuando definió el «espacio» como «amor».

Einstein sabía mucho sobre el espacio (determinó, por ejemplo, que más allá del volumen en expansión del universo, el espacio deja de existir, y así no tenemos ningún espacio al que enfrentarnos ni tampoco ningún tiempo) y seguramente tuvo también visiones muy especiales sobre el amor. El primero de sus dos matrimonios fue sin embargo un lío. Einstein se casó con una chica que tenía un defecto físico.

Era una especie de cojera loca lo que aquejaba a Mileva Marik, una excentricidad del pie. Unos días después de la ceremonia civil en Zurich, uno de los amigos del joven Einstein confesó: «Yo nunca tendría el valor de casarme con una mujer que no fuese absolutamente normal».

Ay, si hubiese podido saber este amigo que quizá la diaria contemplación del extraño pie de Mileva llevase a Einstein a percibir las asombrosas leyes de la naturaleza de un modo totalmente distinto al de los demás científicos.

Pero no importa. Nosotros sabemos con certeza que hizo falta algo más que una sardina de valor para que el acuarelista Julián Hitche se casase con la «anormal» Sissy Hankshaw. La unión alteró su vida casi tan drásticamente como la de ella.

Adiós a fiestas y banquetes. Sissy era torpe con la cubertería y, como ya hemos dicho, tendía a derramar el vino. Las invitaciones se rechazaron rutinariamente, y dejaron de hacerse. Julia Child quedó cubierta de polvo. Mascaron barritas de caramelo y hamburguesas en su apartamento, solos. Julián empezó a quejarse del estómago. La grasa le producía úlcera, decía. Sentado a la mesa de la cocina, bajo la pantalla de la lámpara Tiffany de imitación de papel, atisbaba la picante hendidura de un taco y se preguntaba quién estaría cenando aquella noche en Elains's.

Mientras su marido pintaba, Sissy contemplaba el tráfico desde las ventanas. O pasaba las hojas de las revistas de coches que colocaba regularmente en el revistero, aunque Julián, que no conducía, afirmaba que nunca compraría un coche. Le dolían los pulgares y, para aliviarlos, se dedicó al autoestop mental, el juego que jugaba de niña. Su pulgar hacía señales a los bajos de los visillos que se ondulaban sobre los alféizares. Hacía señas su pulgar a la sombra negra del blanco piano. Al encender la luz del baño corrían las cucarachas: ella les hacía señas. Su regreso a la infancia la divertía, la tranquilizaba. Julián era lo bastante sensible como para reconocer el valor que tenia para su relación, aunque su extravagancia hacía que toses nerviosas aporrearan los sacos de sus pulmones.

Era una pésima ama de casa. No tenía experiencia ni aptitud. Si Julián, además de su pintura, sus conferencias con marchantes, coleccionistas y publicistas, tenía que atender las tareas domésticas; cuando lavaba los platos, Sissy se retiraba desazonada al dormitorio a charlar con los pájaros. Sissy y los pájaros tenían mucha relación, ¿Sería el interés por la «libertad de movimiento» lo que tenían en común?

El domingo, los recién casados fueron al Museo del Indio Norteamericano que hay en la calle 155. Fue idea de Sissy. No había nada de los siwash, ni siquiera una cuenta. De regreso, se pelearon.

Por lo menos una vez a la semana, se dejaban caer por allí Howard y Marie (Rupert y Carla se habían separado) a interpretar a Botticelli y a discutir la situación internacional, que era desesperada, como siempre. En ocasiones, uno u otro, Howard o Marie, agarraban a Sissy sola (era muy dada a apartarse del grupo) e intentaban besarla o hurgar bajo su ropa. No era correcto, pero para ella, esto tenía más sentido que la política o Botticelli.

Rodeaba también a la pareja un rumor de maliciosas murmuraciones: el elegante e inteligente mohawk, la encantadora y deforme chica Yoni Yum/Rocío (¡al fin se sabía!). Sissy era inmune, pero las historias fastidiaban mucho a Julián. Cuando le preguntaban por el pasado de su esposa, mentía diciendo que el escaso autoestop que había hecho formaba parte de un montaje publicitario ideado por La Condesa. Más tarde, se sentía culpable por negarla, y ella tomaba su culpabilidad por descontento.

Noches en la cama, y mañanas también, bajo mantas que ningún indio había hilado; las extrañas tensiones de su relación se disolvían en pasión y ternura. Se acariciaban recíprocamente hasta que les brillaba la piel. Se abrazaban hasta que sus doscientos seis huesos gemían como ratones. Su cama era un barco en un mar agitado.

Si espacio es amor, profesor, ¿es amor espacio? ¿O es amor algo que utilizamos para llenar espacio? Si el tiempo se come la rosca, ¿se come el amor el agujero?

31

HABÍA ALGUIEN en la puerta. Sonaba el timbre como una araca enamorada de una melolonta. Debe ser La Condesa.