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Julián estaba impresionado, y Sissy, aunque pensaba que las grandes mangas del vestido estarían destinadas a ocultar las manos, complacida. Rascándose el rastrojo del mentón con la boquilla, prosiguió La Condesa:

– Grandioso, lírico, erótico y orientado hacia las excursionistas, insuperable. Ni que decir tiene, sin embargo, que no va a ser fácil. Por cierto ¿no tenéis por casualidad un poco de Ripple frío? He contratado a un equipo de especialistas de los estudios Walt Disney, los mejores en la filmación de vida salvaje. Así que no tenéis Ripple; pues qué lástima. Olvídalo; el whisky no servirá. ¡Uj! ¿No sabías que hablaba indio, eh Julián?

»Bueno, comprendo que estáis los dos enfangados en el lodazal de la felicidad marital, y me resulta odioso separaros aunque sólo sea por unas semanas. Pero los negocios son los negocios y los chicos de Disney saldrán para Dakota en cualquier momento a preparar las cosas; a esas grullas chilladoras no les gustan lo más mínimo los seres humanos (probablemente tengan un agudo sentido del olfato, pobres bichos) y los cámaras tienen que colocar pantallas y disfrazar su equipo. Es un trabajo muy quisquilloso. Bueno, quiero que Sissy esté allí dentro de una semana. Tiene que conocer a los miembros del equipo y familiarizarse con las insólitas condiciones del trabajo. Las grullas aparecen en el lago de finales de septiembre a finales de octubre. No se sabe de un año a otro, y tendremos que estar preparados, tenerlo todo dispuesto para cuando lleguen. ¿Entendido?

»Además, Sissy, bomboncito, podrás hacerme un favor personal allí. Por si no estuviese ya tan ocupada como la perra de un violinista, ahora tengo que bajar a Washington a lanzar a mis muchachos de la Casa Blanca contra esos papanatas de la FDA. No saldré para Dakota hasta el último minuto. Así que me gustaría que echases un detallado vistazo al Rosa de Goma, y me informases de lo que pasa allí. He tenido algunos problemas en ese rancho y podría serme útil la información desde dentro.

Julián achicó los ojos.

– ¿Qué clase de problemas? -preguntó.

– Es una larga historia -dijo La Condesa, y las dos hileras de su dentadura brillaron en su cavidad bucal como dos animales marinos de cascara dura que intentasen copular en un hueco de coral rosado. Es una larga historia y no hay ni un trago decente para humedecerla. En fin, intentaré resumirla. Hace algún tiempo, un lindo diablillo, una muchachita de Kansas City que se moría por ser vaquera, se enteró del Rosa de Goma y me engatusó para que le diese trabajo allí. Se llamaba Bonanza Jellybean, y eso debería haberme avisado. Pero como un tonto, la contraté, pese a todo, y la puse a hacer trabajos diversos por la casa y las cuadras, una especie de criada de la señorita Adrián. La señorita Adrián es la directora de mi rancho; era quien llevaba la Villa de Belleza Ratoncita Minnie de Opa Locka, Florida, y realmente conoce el negocio. Bueno, pronto esta muchachita pasaba más tiempo en la silla caballar que en la cocina; salía a cabalgar con los peones, y poco a poco fue adquiriendo más responsabilidades en el trabajo. Julián, es sin duda mucho más agradable visitarte sin que aquel perrito confunda mi pierna izquierda con Lassie. ¿Tenéis noticias frecuentes del viejo Butty? ¡Dios mío, qué gran perro era!

»Bueno, al principio de la primavera, justo cuando iba a abrirse la estación, Jellybean y un par de la esteticiens más jóvenes (Dios sabe cómo las cameló) alzaron barricadas y se atrincheraron en la casa del rancho, reteniendo a la señorita Adrián como rehén, y empezaron a telefonearme comunicándome sus exigencias a Nueva York. Pedían que despidiese a todos los peones masculinos y los substituyese por hembras. ¡Mierda, joder, Dios mío! Jelly decía que mi empresa llevaba años explotando a las mujeres. Me acusaba de haber hecho una fortuna a costa de las mujeres y decía que ya era hora de que empezase a hacer algo por ellas a cambio,… Como si no hubiese dedicado toda mi vida adulta a mejorar el sexo femenino. ¡Hablar de ingratitud! ¡Qué gracioso! Dijo que si el Rosa de Goma era un rancho para mujeres, debía ser manejado exclusivamente por mujeres; las mujeres no debían estar relegadas a tareas domésticas o a estériles trabajos cosméticos mientras los hombres realizaban todo el emocionante trabajo al aire libre. Éstas fueron sus palabras concretas: «Yo no soy una peluquera ni una jodida sirvienta. Soy una vaquera. Y si no hay vaquera cabalgando en este rancho no habrá rancho por el que cabalgar». ¿Dónde pudo aprender una joven de nuestro Medio Oeste temeroso de Dios a hablar así? Dígamelo usted Doctor Spock.

Julián golpeó su edición mesita de café de Civilización de Sir Kenneth Clark con su puño blando y moreno.

– ¿No la dejarías salirse con la suya, verdad? Dios mío, yo…

– Habría sido muy fácil notificar el asunto a la patrulla estatal de Dakota y las habría echado de allí. En realidad, sin embargo, la idea de Jelly, aunque sus motivos fuesen egoístas, era bastante razonable. Comprendéis, la mayoría de las clientes del Rosa de Goma están bien provistas de pasta, por las pensiones de divorcio y los seguros de vida, etcétera. Una asombrosa cantidad de mis vaqueros resultaban ser cazadores de fortunas, y se casaban con aquellas mujeres por su dinero. Había problemas incluso con los peones del rancho, que eran honrados padres de familia, porque durante las cabalgatas a la luz de la luna, las acampadas con carretas y otras diversiones organizadas, las clientes siempre se enamoraban de ellos, les seguían e incluso les asaltaban. Queridos, el trasiego de personal del rancho era tremendo. Un follón, en fin. Y un equipo de chicas sólo eliminaría esos conflictos. Y no habría ya toscos vaqueros por allí atisbando cuando las clientes recibían las superirrigaciones vaginales, o los cursos de manejo de aceite de amor y el encerado de pezones. A las clientes y al equipo les desazonaba todo esto. Y lo que es más, me quitaría de la espalda a todos los detectives de América de una vez por todas. No era la primera vez que me fastidiaban. Hay muchos descontentos en esta sociedad nuestra, no sé si lo sabéis. Sí, cuanto más consideraba la idea, mejor me parecía. Al final, le dije a Jelly que adelante, que contratara un equipo de vaqueras, si podía encontrarlas, y que si hacían bien el trabajo les pagaría salario de hombres y las respaldaría en todo. Y así fue como me convertí en propietario del mayor rancho femenino del Oeste.

– ¿Y cómo ha funcionado a partir de entonces? -preguntó Julián.

– Sinceramente, no lo sé. He hablado muy pocas veces con el rancho. Llamé varias veces a la señorita Adrián, pero el teléfono casi siempre está estropeado (es una zona bastante remota) y cuando he conseguido hablar con ella se ha mostrado evasiva. Creo que las vaqueras la tienen intimidada. Y para colmo, está ese ermitaño chiflado plantado allí en su pico mirando siempre el rancho. El viejo imbécil probablemente esté haciéndole un sortilegio chino. Me da escalofríos. Podréis entender el porqué de mi curiosidad. Y por qué me gustaría que Sissy comprobase la situación. (¿Qué decís?)

Julián contestó por ambos.

– Déjanos esta noche para discutirlo -dijo-. Sabrás algo mañana.

La Condesa no estaba acostumbrada a que la despidieran, pero aceptó. Arrojó su monóculo con un áspero brillo sobre el empapelado, pronunció un adiós deforme por el esmeril de animados dientes y se fue.

La discusión brotó casi de inmediato entre los recién casados… y siguió un rato bastante suave. Ambos aceptaron enseguida que la oferta era digna de consideración. Llevaban respirando el mismo aire nueve meses, noche y día, y unas breves vacaciones les refrescarían. El aburrimiento de Sissy en aquella nueva vicia de inactividad era la principal fuente de sus fricciones. Un trabajo de modelo, sobre todo uno tan interesante y lucrativo como aquél, podría ser un tónico para ella. Mientras estuviese fuera, podría Julián convidar a algunos amigos a poulet sauté aux herbes de Provena' (su especialidad), y quizás ir con un grupo a Elaine's. Los dos creían que una breve separación tendría sin duda saludables efectos.