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Fue cuando Sissy anunció su intención de ir en autoestop a Dakota que la conversación adquirió un tono más acre, y Julián espumeó y jadeó. No podía comprenderlo; no podía entenderlo; no podía imaginarlo; no podía (elige tú el sinónimo). Le aterraba, le entristecía, le lanzaba a la botella de whisky e incluso al armario-botiquín a agitar teatralmente sus tijeras de uñas, (Al carecer de bello facial, los indios raras veces tienen navajas de afeitar.) Lanzaba andanada tras andanada de su artillería asmática de más calibre. Pero Sissy se mantuvo en sus trece y a la mañana siguiente, cuando telefoneó La Condesa, Julián le dijo:

– Acepta encantada. Se irá el domingo. Se irá temprano porque (gemido) insiste en ir en autoestop. Dios mío, precisamente cuando yo pensaba que estaba superándolo. Esos pulgares suyos, esas desdichadas exageraciones; no tienen ningún sentido, y sin embargo, cómo complican nuestras vidas.

Desde el dormitorio, donde buscaba su viejo mono, Sissy oyó la queja. Lentamente, giró sus manos en el espejo, como tallos, como dagas, como botellas de etiquetas perdidas.

Parecían la mejor parte de su cuerpo, sus pulgares. La parte sustancial, sin complicaciones. Ningún orificio los trababa; ningún pelo colgaba de ellos; no segregaban nada ni albergaban sentidos que satisfacer. No contenían viscosas entrañas. No los adornaban ganglios; nada producían que pudiese compararse al cerumen, al sarro o a las pelotillas de los pies. Eran sólo la dulce, la pura, la espesa pulpa no adulterada de su propia vida, allí completa en suave volumen y en cerrada forma.

Temblando mientras lo hacía, y enrojeciendo después, los besó. Bendijo su vida.

Aquellos pulgares. Habían creado una realidad para ella cuando sólo la esperaba una noción de realidad lisiada y ajena, una parodia de realidad socialmente sancionada. Y ahora, estaban a punto de transportarla al rancho Rosa de Goma.

Dónde chapoteaban majestuosas aves en un lago que recibía el nombre de sus ancestros siwash.

Allí donde Smokey el Oso dejaba su pala para retozar con bestias más juguetonas.

Allí donde la luz de las estrellas no tenía enemigos ni el viento de los páramos amigos.

Tercera Parte

Aunque desde tiempo inmemorial hubo en los ranchos chicas capaces de montar caballos salvajes, lo hacían protestando y no se enorgullecían de ello. Aún hoy, en los grandes países ganaderos del Sur, las mujeres sólo montan cuando van de viaje, y no creo que ni siquiera en Estados Unidos muchas mujeres participen en el lazado de reses o en el rodeo del ganado.

SIR charles walter simpson

32

DE TODO LO que el hombre civilizado ha producido, lo único que no parece fuera de lugar en la naturaleza es la bolsa de papel marrón.

Deformada en un montón de arrugas, como el cerebro fosilizado de una dríaca; gastada por el tiempo; pareciendo lo bastante torpe y áspera para ser producto de la evolución natural; su marronez el marrón moderado de la piel de patata y la cascara del cacahuete: sucio pero puro; su parentesco con el árbol (con nudo y nido) no obscurecido por el cruel proceso de la industria; absorbiendo los elementos como cualquier otra entidad orgánica; mezclándose con roca y vegetación como si fuese el compañero de cuarto de un buho o el calzoncillo de un conejo, una bolsa de papel Kraft número 8 yacía desechada en las colinas de Dakota… y parecía vivir allí donde estaba tendida.

La bolsa, vacía ahora y con arrugas coriáceas, había estado llena dos veces; una, mucho tiempo atrás, había albergado un paquete de panecillos y un tarro de mostaza para un encuentro culinario con hamburguesas fritas. En fecha más reciente, la bolsa había albergado cartas de amor.

Lo mismo que un hueco en un roble oculta las joyas de familia de una ardilla, la bolsa había ocultado cartas amorosas en el fondo de un baúl de barracón. Luego, un día después del trabajo, la vaquerita de nariz de botón a la que estaban dirigidas las cartas cogió bolsa y contenido bajo el brazo, se deslizó hasta el corral, pasó ante las compañeras que tiraban herraduras y ante las que soltaban cometas tibetanas, ensilló y galopó hacia las colinas. A más de un kilómetro del barracón, desmontó e hizo una pequeña hoguera. La alimentó con las cartas de amor, una tras otra, lo mismo que su novio la había alimentado una vez a ella con patatas fritas.

Mientras ardían palabras como querida, y te amo y para siempre, la vaquera enjugó unas cuantas lágrimas. Tan nublados tenía los ojos que se olvidó de quemar la bolsa. De nuevo en el barracón, a la media luz, sus compañeras fingieron no saber dónde había ido o por qué. Big Red le ofreció un trozo de pastel de chocolate casero y no mostró sorpresa alguna al ver que lo rechazaba; Kym, antes de retirarse, derramó sobre sus labios un rápido beso… Con mucha naturalidad, como si se sacudiese una hilacha. Jelly, que intentaba arpegear una despreocupada canción en una vieja Gibson gastada por el tiempo, alzó los ojos hacia ella cordialmente.

Era ya una de ellas. ¡Qué bueno es, Dios mío, ser una vaquera!

33

LA RADIO DEL retrete tocaba «La polca de los armenios hambrientos». La lluvia, un súbito chaparrón, un aguacero de verano normal de Dakota, había atrapado a Bonanza Jellybean, y a Delores del Ruby en el retrete. Primero Delores y luego Jelly, concluido su asunto, se vistieron, pero siguieron allí sentadas.

– Bueno, no me asusta un poco de lluvia -proclamó Jelly.

– Tampoco a mí -dijo Delores, que jamás admitiría tener miedo a nada. Pero ninguna hacía ademán de salir. Por el contrario, miraban más allá de la puerta la caja de escalera de agua que tanto se parecía a aquella en que las sirenas recibían a los marineros ahogados. («¿Te gustaría subir a mi habitación»? pregunta una sirena, no mucho más vieja que una vaquera. «Claro, claro», gorgotea el emocionado marinero, agradeciendo silenciosamente al oficial de reclutamiento de su pueblo el no haber tenido la desdicha de morir en tierra firme.) Las escaleras de agua cuelgan allí, en lo que antes era aire, como esperando que un submarino enano se deslice por la barandilla.

– Podríamos desafiarla -dijo Jelly, avanzando hacia la puerta. Era la jefa del rancho y tenía que dar ejemplo.

– De acuerdo -aceptó Delores, la capataz-. No sé tú, pero yo estoy segura de que no soy tan dulce como para derretirme.

Chasqueó el látigo contra una afanosa avispa que también se había refugiado en el retrete. (En realidad, no intentaba darle a la avispa sino a la fotografía de Dale Evans en la que se había posado.)

Había una reunión convocada en el barracón aquella mañana de sábado, una reunión a la que debían asistir todas las vaqueras salvo las que vigilaban las aves, y que Jelly y Delores tenían que presidir. Si las vaqueras jefes no se hubiesen desplazado, independientemente, a aliviar sus tripas (costumbre que deberían practicar todos los presidentes antes de asumir la presidencia) y hubiesen quedado atrapadas por el chaparrón, estaría ya desarrollándose la reunión. Según eran las reuniones del Rosa de Goma, no parecía probable que aquella fuese insólita. Mary se quejaría de que algunas de las vaqueras habían incurrido en lo de dormir dos en una litera, violando el acuerdo de que los «crímenes contra natura» quedasen confinados al pajar. Debbíe diría que a ella no le importaba quién se acostase con quién ni dónde ni cómo, pero que las que gemían, chillaban y gruñían deberían bajar el volumen cuando otras intentaban dormir o meditar (sonrojos aquí y allá). Big Red expondría un no solicitado testimonio en cuanto a la cualidad y cantidad de la comida en el Rosa de Goma, testimonio en el que cada patata hervida, cada ración de salsa, se calificaba de más pequeña y menos apetitosa que la anterior. Varias de las vaqueras expondrían sus inquietudes sobre las posibles consecuencias de arrear el ganado donde estaban las aves. Pero Jelly pacificaría a todas, como siempre, y al final de la reunión habría sonrisas y abrazos generales y expresiones generalizadas de solidaridad. Prometía ser una reunión con atmósfera familiar, pero había sido convocada, y en consecuencia, debía celebrarse. Jelly y Delores no tenían derecho a demorarla más sólo porque lloviesen botellas de cocacola y plátanos. Que se mojaran.