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Preparándose para un gran trago de agua pura, sin aditivos, se habían situado en el quicio del cagadero cuando de pronto vieron a una vaquera descalza (era Debbie) cruzar corriendo el patio en ropa de kárate, saltar sobre el Exercicle que se oxidaba entre los matorrales y empezaba a darle a los pedales furiosamente bajo la repiqueteante lluvia.

– jPor mi cocodrilo sagrado! -exclamó Delores-. Se ha pasado.

Pero, oh, al cabo de un minuto, otras siguieron a Debbie, todas, en realidad; todo el equipo, unas treinta jóvenes vaqueras chillando, riendo, desnudas o casi, todas hoyuelos y hormonas. Se deslizaban y rodeaban por la hierba húmeda, se empujaban en el barro que iba formándose junto a la valla del corral, se cazaban unas a otras entre los gruesos pliegues de los cortinajes de la lluvia, hundían sus lindos pies en los charcos y caían de bruces entre los excrementos de caballo. El chaparrón se convirtió en un candelabro de cristal. Y ellas eran sus agitadas llamas.

Jefa de rancho y capataz se miraron asombradas. Las vaqueras las llamaban. Jelly sintió parpadear pececillos en su sangre. Se desvistió rápidamente. Más reacia, Delores se quedó con su ropa interior de piel de víbora. Ambas se avalanzaron a la cálida lluvia.

Las vaqueras retozaron hasta que, tan pronto como había llegado, se fue el chaparrón. Cesó el juego. El sol colocó sus cuernos en sus goteantes rizos. Jadeaban ellas como perrillos apoyadas unas en otras o quitándose recíprocamente trozos de barro del pelo.

– Propongo que se aplace la reunión -jadeó Elaine.

Debbie secundó la moción y añadió un proverbio zen:

– Al final del juego interminable florece la amistad.

– ¿Qué demonios quiso decir con eso?, -preguntó Heather, que hacía uso del retrete mientras Jelly recogía su ropa.

Jelly estudió a las cansadas y empapadas vaqueras que volvían cogidas del brazo hacia el barracón.

– Sólo que en el cielo todos los negocios se llevan así -explicó.

34

MIENTRAS BONANZA Jellybean se encontraba al otro lado del estado, en Fargo, ultimando el asunto de los quesos de cabra, paró en una subasta pública y cogió una partida de vestidos y sombreros viejos. Las vaqueras estaban probándoselos frente al espejo del barracón. Kym hacía muecas con un arrugado sombrero color rosa que parecía un cruce entre pastel de chifon y fresa y sabueso. Consumiendo su tiempo de espejo, palpitaba Jody dentro de un escarolado quimono verde. Delores inquirió hoscamente si había algo en negro. Elaine y Linda…

Espera. Un momento, por favor. Aunque estemos de acuerdo en que el tiempo es relativo, en que sus nociones más subjetivas son inexactas y arbitrarias sus expresiones más objetivas; aunque pretendamos extirparnos de su terrible flujo (hasta el punto de ignorar la súplica de un autor de «espera un momento, por favor», pues un momento, después de todo, es un montoncito de tiempo); aunque juremos fidelidad al «aquí y ahora», o enfoquemos el tiempo como una caja vacía a llenar con nuestro genio, o reestructuremos nuestros conceptos de él para adaptarlos a los salvajes tícs-tacs de los artefactos de relojería, aún así, es prácticamente inevitable que esperemos, para mal o para bien, algún género de orden cronológico en los libros que leemos, pues es función de la literatura proporcionar lo que no proporciona la vida. A la luz de esto, pues, pide vuestro autor «segundos fuera» para informaros que los acontecimientos descritos en los capítulos iniciales de la parte tres, así como la mayoría de los incluidos en los varios intermedios de vaquera de las partes I y II, ocurrieron después de que Sissy Hankshaw Hitche hubiese llegado al Rosa de Goma y se hubiese ido de nuevo.

Las condiciones en el rancho eran un poco diferentes cuando Sissy llegó para su trabajo de modelo, allá por septiembre de 1973. La señorita Adrián estaba aún a cargo, desde luego, y el Rosa de Goma aún funcionaba como rancho de belleza y eran sólo quince las vaqueras que trabajaban allí. Se habían introducido cambios drásticos, no hay duda, en los planes originales de La Condesa para su explotación, pero no poseía aún así la misma configuración de apetitos ni la misma atmósfera ni el mismo significado que el lugar sobre el que el autor ha ido escribiendo esporádicamente.

Si os ha confundido, el autor se disculpa. Promete exponer los acontecimientos en el orden histórico adecuado de ahora en adelante. No rechaza, sin embargo, los impulsos que le indujeron a presentar las escenas de vaqueras fuera de su orden cronológico, ni tampoco, por arrepentimiento, acepta la idea de que la literatura deba reflejar la realidad (como el espejo del barracón reflejaba a las jóvenes vaqueras con las ropas usadas, fuese cual fuese la continuidad). El libro no contiene más realidad que tiempo un reloj. El libro puede medir la supuesta realidad tanto como un reloj mide el supuesto tiempo. Un libro puede crear la ilusión de realidad como un reloj crea una ilusión de tiempo; un libro puede ser real, lo mismo que es real un reloj (más real, quizá, que aquellas ideas a las que alude); pero no nos burlemos de nosotros mismos: el reloj no contiene más que ruedecillas y muelles y el libro sólo letras, palabras y frases.

No está, por fortuna, vuestro autor contratado por ninguna de esas musas que abastecen a los escritores de renombre, y tiene así acceso a una considerable variedad de frases para extender y disponer de margen a margen mientras relata las historias de nuestra Pulgarcita, del rancho y -¡Oh hijo mío, aguza las orejas y oye bien!- de las máquinas del tiempo y su Chink. Por ejemplo:

Esta frase está hecha con plomo (y una frase de plomo da al lector una sensación totalmente distinta a la hecha con magnesio). Hízose esta frase con lana de yak. Esta con luz de sol y ciruelas. Esta frase está hecha de hielo. Esta otra con sangre de poeta. Esta frase está hecha en el Japón. Esta frase brilla en la oscuridad. Esta frase nació con un momento. Esta frase se enamoró de Norman Mailer. Esta frase es una borracha y no le importa que se sepa. Esta frase es cáncer doble con piscis en ascenso. Esta frase perdió la cabeza buscando el párrafo perfecto. Esta frase se niega a ser etiquetada. Esta frase se escapó con una cláusula adverbial. Esta frase es cien por cien orgánica: no retendrá una sombra de frescura como retienen esas frases de Hornero, Shakespeare, Goethe y demás, tan cargadas de preservadores. Esta frase mana. Esta frase no parece judía… Esta frase ha aceptado a Jesucristo como su salvador personal. Esta frase escupió una vez en un ojo a un crítico de libros. A esta frase se le puede poner carne de gallina. Esta frase ha visto demasiado y olvidado demasiado poco. A esta frase le llaman Jaimito, pero su verdadero nombre es señor conde. Esta frase puede que esté embarazada; no le vino el período. Esta frase sufrió una rotura de infinitivo… y sobrevivió. Si esta frase hubiese sido una serpiente, la habrías mordido. Esta frase fue a la cárcel con Clifford Irving. Esta frase fue a Woodstock. Y esta frasecilia se fue bee bee beee, llorando, andandito a casa. Esta frase está orgullosa de formar parte del equipo de También las vaqueras sienten melancolía. Esta frase está más bien harta de todo este lío.