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35

EL PROBLEMA de las gaviotas es que no saben si son gatos o perros. Su grito es exactamente un intermedio entre el ladrido y el maullido.

No existen tales ambivalencias en los Dakola. El cielo de Dakota es todo de una pieza. El viento de Dakota es ante todo directo. El polvo de Dakota no sufre ninguna crisis de identidad; las grullas chilladoras que residen dos veces al año en los Dakota (por donde las gaviotas no se atreven a volar) saben exactamente lo que son: sus inimitables chillidos lo atestiguan.

Como cabría esperar de un territorio tan franco, singular y directo, la topografía de los Dakota es casi uniformemente llana. Inmensas pistas de áridas tierras de pastos, abiertas y sin ondulaciones, sedientas y desguarnecidas, tan lisas y suaves como la espalda de un niño antes de las primeras flacideces y granos, se extienden de horizonte a horizonte como el más solitario y viejo acorde de la divina música. Ni del peligro ni del aburrimiento hay lugar donde ocultarse. Ningún Pan cazó nunca tetuda ninfa por estas llanuras solitarias.

Sin embargo, en el extremo occidental de los Dakota la monotonía del paisaje, asciende gradual hacia las Rocosas, viene a interrumpirle una estridencia topográfica tan áspera y salvaje que los humanos, con un sentido de la moralidad que debe divertir mucho a la amoral Naturaleza, han considerado oportuno bautizar como la Mala Tierra. La mala tierra, el Follies Ziegfeld de la erosión, alza su osadía geológica en encumbrados y enriscados oteros (amontonando hacia el cielo capa tras capa de tierra y piedra atormentadas) y esculpe cañones tan profundos y caóticos que podrían afligir el corazón de un diablo.

(Escribiendo sobre los Dakota, es fácil hablar de dioses y demonios, lo mismo que al escribir de materias espirituales es prudente ignorarlos.)

Entre el abandonado pastel de la pradera y las hechizadas ruinas de la mala tierra hay una estrecha faja de colinas más suaves, verdes y bucólicas. De unos tres kilómetros de anchura en algunas partes, esta faja parece suave y hospitalaria en comparación con los excesos fisiográficos que se divisan a ambos lados. Brillan pequeños lagos en sus cavidades, y aparecen bosquecillos de árboles con bastante frecuencia. Aun así, reúne toda su cuota de calor ardiente en el verano y de ventiscas invernales; el viento casi constante de Dakota no le concede privilegio alguno; las tormentas tan justamente lejos como un piloto de B-52 de un orfanato bombardean la zona pesadamente con lluvia y granizo; los tornados tienen su número en sus libritos negros y llaman a veces. Pero, aunque no del todo un oasis, es sin duda esta faja de colinas lo más agradable de Dakota. Las colinas están alfombradas con yerba de mediana altura. A las vacas les encanta esta yerba, como al búfalo antes que a ellas; y como el suelo es aquí rico en limo, proporciona el calcio que los hervíboros necesitan en su forraje. Y por eso, las colinas de Dakota están divididas en ranchos ganaderos.

Pequeño para las medidas locales, el Rosa de Goma abarca ciento sesenta acres de verdes lomas, y, dicen que un tejano de paso que lo vio una vez dijo: «Voy a envolverme este ranchita en una servilleta y llevármelo a casa». Es también uno de los ranchos más aislados: a unos cuarenta y cinco kilómetros de la población más próxima y a unos veinticinco de la casa de al lado. En tiempos formó parte (casi todo) de la reserva de los indios siwash.

Los edificios del rancho están arracimados en el extremo oeste, al final de la Mala Tierra, y tiene un otero más alto, más ancho y más largo que todos los vecinos. Es de hecho, uno de los cerros más elevados de toda la Mala Tierra, y resulta aun más notorio por su posición en el perímetro oriental de la misma, una especie de burla final, como si dijésemos. Es como un pastel de boda descongelado al que cínicos misógamos le hubiesen dado unos cuantos bocados; o mejor, como un barco que, muy castigado por el fuego enemigo, se hubiese apartado de la flota (los otros oteros) y surcase maltrecho el oleaje de verdes colinas; el superotero se endulza con esporádicos sectores de yerba y matorrales, pero en su mayor parte es un desnudo monolito demasiado áspero y empinado para que un humano ordinario pudiera escalarlo. Llámase a esta montaña Cerro Siwash. Si es un barco, su cargamento es de arcilla y fantasmas. Si es un barco, ondea en él la bandera de los proscritos. Si es un barco, el Chink es su capitán, pues como todo capitán, vive solitario en su puente más alto.

El lago Siwash está en el extremo opuesto, u oriental, del rancho, un ojo avellana que lee y relee la primera página de la pradera.

Y en un punto de aquella pradera, acortando los kilómetros que había entre ella y el Rosa de Goma, los pulgares a juego con la vastedad del entorno, Sissy Hankshaw Hitche ojeaba el tráfico. Una parte de ella, quizá la mayor, estaba plena del éxtasis de sentirse libre, cruzando de nuevo el continente, haciendo aquello tan disparatado y aparentemente insustancial que, incluso tras un descanso de nueve meses, hacía mejor que ningún ser vivo; pero otra parte suya echaba de menos a Julián, anhelaba las atenciones que Julián prodigaba a su cuerpo y a su mente. En su ambivalencia, Sissy, en tiempos tan inflexible como la grulla chilladora, se parecía ahora más bien a la gaviota.

36

ENTRÓ EN Mottburg en una ranchera Chevrolet con un parachoques suelto. Traqueteaba peor que la dentadura de La Condesa. El ganadero que iba al volante, en contraste, no hacía el menor ruido: Los labios fruncidos, la mirada perdida, totalmente mudo. Así son los hombres de Dakota.

Depositada en un almacén de alimentos, dirigió sus largas zancadas de inmediato al otro extremo del pueblo. No quedaba lejos. En los arrabales, se sentó a hablar con una anciana que cabeceaba en una silla de mimbre frente a una gasolinera y almacén general. La anciana sostenía en su regazo como un gato al veranillo de San Martín.

– Perdone, señora. ¿Podría decirme cómo se va a un rancho que llaman el Rosa de Goma? Me han dicho que Mottburg era la población más próxima.

Con semicerrados ojos de lagarto, alzó la mujer la barbilla sin levantar los párpados.

– ¿Son de verdad? -preguntó con voz de sorprendente vivacidad.

– ¿Lo dice por mis pulgares? Sí, lo son, muy reales.

– Bueno querida, perdóneme entonces, no quería ofenderte. Pero como preguntaste por ese rancho Rosa de Goma pensé que quizá fueses de los de la película que andan haciendo allí. Pensé que podrían ser de mentira, como el maquillaje. ¿Vas a salir tú en esa película? ¿De qué trata, dime?

Sissy empezó a informar a la dama de que los cineastas que evidentemente había visto encaminarse hacia el Rosa de Goma iban allí a filmar las grullas chilladoras, pero algo (algún instinto protector, quiza) hizo que se callara de pronto. Por alguna razón, no estaba segura de que debiese mencionar a las grullas.

Percibió la vieja que Sissy vacilaba.

– Bueno -dijo-. Que más da. De todos modos, no la harán nunca en este pueblo. Sobre todo si es una de esas de desnudos. De las del destape. Aquí no hacen más que las que deja la Iglesia Mormona. Y luego todas las Navidades ponen la misma: Sonrisas y lágrimas. Todas las Navidades la repiten. La he visto cuatro veces. Si intentan llevarme a verla este año, les diré que me falla la vista. Me revienta contar mentiras, pero ya está bien, ¿no crees? Si trajesen una película de Bette Davis… ésa es la que a mí me gusta. ¿Te gusta a tí?

Sissy sonrió.

– No recuerdo haber visto ninguna película suya, pero tengo entendido que es una actriz maravillosa. -Sissy no sabía si le gustaba o no Bette Davis, pero desde luego le gustaba la vieja.