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– Bueno, la he visto varías veces, y también a Joan Crawford. Yo en otros tiempos quería ser una señora fina como ella, pero quedé atrapada aquí y no conseguí salir. Llevé la granja Mottburg, la llevé treinta años. Me retiraron hace poco. Pensaron que estaba chocha. Y creen que la vieja Granny Schreiber ya no sabe nada de nada, pero yo Ío sé todo, absolutamente todo.

Sissy posó la mochila.

– Oiga, señorita Schreiber…

– Señora Schreiber. ¿Por qué otra cosa que no fuese un hombre iba a quedar atrapada una mujer en un sitio así?

– Señora Schreiber, entonces, ¿sabrá usted algo sobre los indios siwash? ¿No es esa tribu de por aquí?

– Sí y no. ¿Los siwash? Sí y no. Perdona querida que los mire. Sé que soy una grosera; pero son tan raros.

– No se preocupe, señora Schreiber. Estoy acostumbrada a que me miren. Además, estoy segura de que hasta una señora tan fina como Bette Davis me los miraría. ¿Qué sabe de los siwash?

– Ah, sí, los siwash. Al principio no andaban por aquí. Los siwash era una tribu pequeña que expulsaron de la costa del Pacífico sus enemigos. Decían que practicaban mala medicina y las otras tribus les odiaban. Bueno, el caso es que emigraron hasta Dakota y los sioux de Dakota los aceptaron y los protegieron; les dieron una parcela de su propia tierra. Luego, cuando se hicieron las reservas, los sioux pidieron al Congreso que se diese a los siwash tierra, doscientos acres, de su propia reserva, aunque era pequeña. Durante la guerra, creo que fue la Segunda, ha habido tantas que ya no me acuerdo, lo que quedaba de los siwash emigró a trabajar a las ciudades. Dejaron que el Congreso vendiese la tierra de su reserva a los rancheros blancos. Bueno, todo menos el Cerro Siwash. Según ellos, ese viejo montículo (se ve desde aquí si no hay polvoreda y miras bien) según decían ellos, era sagrado y sería suyo para siempre. Así que ese cerro es aún territorio siwash. Pero no quedan ya siwash por aquí. A menos que cuentes a ese viejo chiflado que vive en la cima del cerro.

– ¿Se refiere a ese individuo al que llaman el Chink? ¿Es un indio? Yo creía que era chino.

La arrugada mujer balanceó su cuerpo, como un loro, al sol.

– Quizá sea chino y quizá no. Yo lo que sé es que tiene un papel de los siwash en el que dice que él es su primer hechicero y que tiene permiso para vivir en su monte sagrado -se balanceó de nuevo-. Quizá sea chino. Quizá sea otra cosa. Aquí donde compra sus cosas no saben exactamente lo que es. Piensan que es un medio animal, como una especie de fantasma.

Dejó de balancearse.

– Pero -siguió- siempre tiene un guiño o un comentario para la vieja abuela Schreiber, y eso es bastante más de lo que son capaces los viejos chiflados de Mottburg. Iría con él al baile del sábado por la noche con mucho gusto, sí señor. La abuela Schreiber aún puede bailar la polca, ¿no lo sabías?

Sissy se echó a reír y recogió la mochila.

– Estoy segura de que baila usted mejor que yo -dijo-. Ha sido muy agradable hablar con usted, señora Schreiber. ¿Podría decirme por dónde se va al Rosa de Goma?

– Sigue la carretera principal al salir del pueblo por lo menos trece o quince kilómetros. Verás entonces una carretera con mucho polvo que tuerce a la derecha. Fíjate bien. No hay ninguna señal, pero sí un montón de rocas pintadas de cal. Sigue esa carretera hasta que empiecen a aparecer colinas. Entonces, hay otra que se desvía, que es casi un camino. En ésa si hay señal. No me has dicho si vas a trabajar en la película, o vas a buscar al Chink como los demás jovencitos tontos, o si vas a trabajar en el rancho. No es asunto mío, claro, pero se ve que no vas por el tratamiento de belleza; eres demasiado guapa. Salvo que vayan a hacerte algo en los pulgares…

Sissy negó con un gesto mientras se alejaba.

– No quiero que les hagan nada a mis pulgares, señora Schreiber. Muchas gracias por su ayuda. Miraré si hay un papel para usted en la película,

– Ay, hazlo, hazlo -dijo la vieja, con una risilla senil. Luego, se estiró perezosamente, como para rascarle al veranillo de San Martín detrás de las orejas,

37

SISSY ENCONTRÓ la carretera polvorienta. Iba alzando nubéculas de polvo al caminar. Una serpiente cascabel calentaba su fría sangre sobre una roca. Había una sensación de gritos jubilosos de vaqueros en el aire. A lo lejos, alzaba su sombrero el Cerro Siwash… pero sin decir qué tal.

De la supuesta dirección del rancho se acercaba un microbús VW. Llevaba pintados mandalas, dorjas lamaístas y símbolos representativos de «la clara luz del vacío»… maravilloso adorno para la flor automovilística de la industria alemana.

Cuando alcanzó a Sissy, el microbús se detuvo, Iban en él una mujer y dos hombres. Tenían unos veinticuatro años y miradas intensas. La mujer, que iba sentada en medio, fue quien habló:

– ¿Eres peregrina? -preguntó,

– No, soy más bien india -contestó Sissy, que se había perdido muchas cenas del día de Acción de Gracias.

No sonrió el trío.

– Quiere decir que si vas a ver al Chink -explicó el conductor.

– Bueno, puede que sí y puede que no-dijo Sissy-. Pero verle no es mi principal objetivo aquí.

– Mejor -dijo el conductor-. Porque no querrá verte. Nosotros venimos desde Minneapolis a verle, y el maldito chiflado cabrón intentó matarnos a pedradas.

– Vamos, Nick, no exageres -dijo la mujer-. No intentó matarnos. Nos tiró piedras para que nos fuésemos. No quiere ver a nadie. No nos dejó acercarnos ni a cuarenta metros de él.

– Mira el brazo de Charlie -dijo el conductor a la mujer. Luego añadió dirigiéndose a Sissy-: El viejo cabrón hizo caer a Charlie. Tiene un cardenal como una naranja. Por poco se parte el cuello.

Charlie se sujetaba el hombro, caviloso al otro extremo del autobús.

Con un dedo largo y flaco (que hubiese sido más útil para sondear las más estrechas aberturas del cosmos) la mujer alzó sobre la nariz sus gafas de montura.

– Ya te dije que teníamos que haber cantado antes de empezar a subir el cerro. No estábamos lo concentrados que teníamos que estar.

– ¡Vete a hacer puñetas! -exclamó el conductor-. Somos el tercer grupo de peregrinos al que echa a pedradas este mes. Un tipo de Chicago, un verdadero místico, llegó hasta la entrada de la cueva la primavera pasada y el Chink le abrió la cabeza a palos. Ni el mismísimo Dalai Lama conseguiría una audiencia con ese maníaco. Se ha vuelto loco en ese cerro.

– Perdón -dijo Sissy-, pero ¿por qué exactamente queréis ver al Chink vosotros los «peregrinos»?

– ¿Por qué se peregrina para ver a un santo? ¿Por qué el novicio busca un gurú o un maestro? Para que le instruya. Porque desea que le instruyan.

»Si se hubiese mostrado receptivo, pensábamos invitarle a que dirigiera un seminario en nuestra comunidad, en el centro budista del río Missouri.

– Sí -dijo el conductor-, pero ya no creo que ese tipo sea un maestro. Es sólo un palurdo sucio y orgulloso. En fin, se sacó el pito y empezó a sacudirlo hacia Bárbara. Yo si fuese usted, señora, me apartaría de él. ¿No irá usted al cerro con la esperanza de una curación por la fe, verdad?

Sissy hubo de sonreír.

– Claro que no -dijo ásperamente-. Mi salud es perfecta.

Y siguió carretera adelante, balanceando sus pulgares, y dejando a los peregrinos discutiendo si la pedrea y el meneo de polla del Chink no habrían sido, en el fondo, mensajes místicos.

38

AUNQUE NO SEA mucho más, no hay duda que el cerebro es un juguete educativo. Aunque pueda ser un juguete decepcionante (que suele dejarte precisamente más desconcertado cuando más crees controlar su funcionamiento), es, sin embargo, siempre fascinante, con frecuencia sorprendente, a veces compensatorio y viene ya montado; No tienes que ponerte a montarlo la mañana de reyes.