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La respuesta de Jelly («Vamos a sustituirlas por cabras») la enfureció más aún. Estaba decidida a telefonear a La Condesa aquella misma noche, pero intervinieron los cineastas informándola que habían intentado ya, sin éxito, hablar con La Condesa: estaba en la Casa Blanca invitado por el presidente y era imposible ponerse en contacto con él.

Los cineastas estaban algo intranquilos por su parte. Habían recibido una carta de instrucciones de La Condesa aquel día y sólo entonces comprendieron que la reina de la jeringuilla vaginal esperaba que filmasen una danza de acoplamiento. ¿Una danza de acoplamiento? Por Dios. Era La Condesa como la mayoría de los genios, una persona muy limitada. Sigmund Freud era tan ignorante en cuestiones artísticas que aunque los pintores surrealistas le explicaron una y otra vez su uso de símbolos freudianos, ni así lo entendió. A Einstein se le olvidaba siempre sacar los bizcochos del horno. Esas mismas fuerzas que impulsan a un genio a crear las cosas o las ideas que nos entretienen o iluminan, suelen devorar tanto su personalidad que no queda nada para gracias sociales (si invitase usted a Van Gog a su casa sería capaz de ponerse de pie en el sofá con las botas llenas de barro y mear donde le diese la gana), y el propio acto creador exige concentración tan feroz que pueden quedar eclipsadas del todo vastísimas áreas de conocimiento. Aunque, claro, no hay prueba alguna de que la capacidad generalizada sea en modo alguno superior a la inteligencia especialista, y desde luego, esa llamita de vela sin chisporroteos de la mente mediocre llamada «sentido común» jamás ha producido nada digno de celebración. Pero volvamos a lo nuestro. La Condesa, arrastrada por su genio, había olvidado un pequeño dato de la naturaleza: las aves aparean en primavera.

Las aves aparean en primavera. Por muchos halagos, estímulos libidinosos o afrodisíacos cañamones que se derrochasen, no lo harían antes. Hasta los buhos cornudos acoplan sólo en primavera.

La Condesa había contratado a un equipo especialista en filmación de vida salvaje para filmar las grullas chilladoras. Pero no se había molestado en aclarar que esperaba filmar un ritual de acoplamiento. Los cineastas se sintieron vejados. Aún así ofrecían la posible alternativa de trasladar la operación a la Gulf Coats y esperar la primavera. Al parecer, según le explicaron a la señorita Adrián, hay a veces grullas que bailan la danza fuera del período de celo. Ejecutan su ballet, según parece, sólo por desahogo físico o emotivo. Una grulla puede ejecutar una danza breve pero asombrosa sólo por el placer de hacerlo. Quizás una o más grullas se sintiesen inspiradas y bailasen durante la parada del Lago Siwash. Si los cámaras estaban alerta, podrían conseguir filmar suficiente baile para los propósitos de La Condesa. En cuanto a la modelo que había de figurar también en la película, podían filmar por separado y luego componer.

La señorita Adrián no sabía qué decir.

Tendré que discutirlo con La Condesa -dijo. Tenía una jaqueca venenosa-. Vamos, señorita Hankshaw -murmuró sobreponiéndose al dolor-, te enseñaré tu habitación y haré que te den algo de comer… Si hay algo más que arroz integral y brotes de soja.

El cámara contempló el par de pulgares que balanceándose bordearon el Cadillac: almohadas de azúcar, nubes de carne, llenaron las lentes de sus ojos de cámara.

Uno de ellos se enjugaba la frente y dijo quejumbroso:

– Vuelve, Watts, todo está perdonado.

Ay, el Rosa de Goma. Si Disney levantara la cabeza.

42

EN LOS DÍAS siguientes, el rancho anduvo a la pata coja (más por imitar la inquietud del flamenco que por lo que llamaba García Lorca «éxtasis de cigüeña»). El rancho no pondría su otra pata en tierra hasta que llegase La Condesa,

Cavaron las vaqueras, entretanto, un pozo de cal para enterrar el ganado. Después de cavarlo, tuvieron que rellenarlo otra vez. Así son los agujeros; insaciables. Las vaqueras trabajaron de la mañana a la noche. Llevaban la comida en la carreta, y después de cenar, volvían galopando al barracón y saltaban del caballo a la cama. Desde su ventana, Sissy las veía ir y venir, oía su risa escandalosa y veía abrirse y cerrarse los hoyuelos de sus apretados levis como bocas de peces tropicales.

Aprovechando la ausencia de las vaqueras, intentó la señorita Adrián recuperar el control del programa de salud y belleza. Las damas no gruñían ya en confusión carbohidrática, intentando hacer subir a la «fiera serpiente» por sus columnas certebrales.

Sissy disfrutó de una gira por las instalaciones, la mayor parte de las cuales estaban en un ala del edificio principaclass="underline" la sauna y los edificios de los baños de vapor y los misterios del «recondicionamientu sexual» estaban separados a varios metros de distancia. La señorita Adrián invitó a Sissy a que utilizara la piscina y la sauna siempre que quisiera. Pero la directora estaba muy ocupada arreglando las cosas y tenía poco tiempo para la empulgarada modelo neoyorkína,

Los cineastas hablaron con ella la primera mañana, cuando recogían provisiones adicionales para los parapetos que, debido a la probable cercanía de la Hora Cigüeña, no se atrevían a abandonar. Ofrecieron enseñarle la charca y las instalaciones, pero repitieron lo que ya habían dicho antes de tener que filmarla por separado.

– Ninguna grulla chilladora te permitiría acercarte tanto -dijeron-. A esos bichos ni siquiera les gusta tener cerca a otras aves.

Los cámaras no estaban, del todo seguros de que pudiesen filmar. Nadie sabría nada hasta que llegase La Condesa.

Así que el rancho, apoyado en una sola pata, esperaba.

Y mientras tanto, este torpe acto de equilibrio lo escrutaba con indiferencia (lo contemplaba socarrón, dirían otras) un hombre bajo de larga barba blanca, que tenía firmemente asentados los dos pies en el suelo, cuyas periódicas apariciones en los castillos de popa y las torrecillas esculpidas por el tiempo del Cerro Siwash tenían tal aire de cosa oculta y sobrenatural que podían excitar las imaginaciones de mentes ansiosas, aunque a algunos pudiesen resultarles sólo desconcertantes y sólo provocarles recelo.

Pero ahora, mientras observamos los acontecimientos del rancho, y observamos, además, al viejo caballero observador, ahora no es tiempo ni de emoción desmedida ni de burla cínica. Debemos considerar este asunto con frialdad, con objetividad, con una filosofía de totalidad operante. Debemos suspender, temporalmente, el enfoque crítico, enfoque analítico. Dediquémonos más bien a reunir los datos, con independencia del atractivo estético o del valor social teórico, y a desplegarlos luego ante nosotros no como el augur despliega las entrañas del pavo, sino como despliega sus artículos el periodista. Seamos, pues, periodistas y, como todos los buenos periodistas, presentemos los datos y los hechos en un orden que satisfaga las famosas cinco condiciones.

43

LA QUINTA mañana, cuando el sol del veranillo de San Martín salía de las colinas como boy scout hípertiróidico, ansioso por hacer buenas obras, despertó a Sissy el tintineo de una bandeja de desayuno. Bostezó y se estiró y alzó los pulgares a la luz del sol para asegurarse de que no había habido cambio alguno durante la noche. Luego se incorporó, apoyándose en la almohada (se sentía descansada pero inquieta) y esperó que llamaran a la puerta.

El desayuno en la cama era una tradición que había instituido la señorita Adrián en el Rosa de Goma. A Sissy le pareció una idea excelente hasta que alzó la servilleta de su bandeja y encontró café descafeinado con sacarina, lima fresca sin azúcar y un trozo de tostada de pan dietético: las clientes estaban sometidas a un régimen estricto de novecientas calorías diarias. Al menos lo estaban cuando Debbie no llevaba la cocina. Sissy había desayunado mejor en la cárcel.

La doncella de la mañana, que era también terapeuta de baños, le entregó su bandeja aquel quinto día y se quedó allí, como para correrse una juerga sádica viendo a Sissy desvelar una comida capaz de destrozar las papilas gustativas de un santo. Pero cuando nuestra Sissy alzó la servilleta, descubrió (además de un vaso de ásteres de la pradera) una hamburguesa de queso doble de carne, un paquete de galletas, una lata fría de refresco y una barrita de caramelo; en suma, exactamente el tipo de desayuno que Sissy se hubiese procurado en la carretera.