Un dragón al que hubiese servido la princesa Ana en una bandeja no habría sonreído con mayor satisfación gastronómica.
– Saludos de Bonanza Jellybean -dijo la doncella-. Luego subirá personalmente a verte.
Y así, cuando Sissy extraía la última gota del refresco de la lata y se relamía la última huella de chocolate de los labios, unos nudillos llamaron a su puerta y aparecieron la melena, los dientes y las tetas de una vaquera tan linda que Sissy se ruborizó sólo de verla. Llevaba un sombrero Stetson tostado con ásteres prendidos; una camisa verde de satén bordada de potros que despedían fuego anaranjado por los ollares, pañuelo al cuello, chaleco de cuero de un blanco de cadáver, falda de la misma piel cadavérica, tan breve que si sus muslos hubiesen sido un reloj, la falda habría sido las doce menos cinco, y botas de artesanía Tony Lama, con cuyas puntas podrías escarbarte los dientes. Prendidas a las botas llevaba unas espuelas de plata, y rodeaba su fina cintura, justo encima de donde la grasa infantil abombaba levemente su vientre, un ancho cinturón tachonado de turquesas, del que pendía un pistolera que habitaba un auténtico revólver de seis tiros de nariz tan larga como malas noticias de la clínica. Relampagueaba muslos de miel al andar, saltaban sus pechos como bollitos de desayuno cargados de helio y, entre mejillas tintadas de rojo, donde más grasa infantil se demoraba en madurar, había una sonrisilla capaz de hacer recordar a plásticos y minerales sus antiguas conexiones animadas.
Dio a Sissy un apretón en el codo (no atreviéndose a acercarse demasiado al pulgar) y se sentó a un lado de la cama.
– Bienvenida, socia -dijo-. Qué alegría tenerte aquí, Dios mío. Es un honor. Lamento haber tardado tanto en venir a verte, pero hemos tenido mucho trabajo estos días… y hemos tenido también que hacer muchos planes.
Cuando pronunció la palabra «planes», su voz adquirió un tono conspiratorio, casi amenazador.
– Bueno, al parecer sabes quién soy -dijo Sissy- y hasta puede que sepas qué soy. Gracias por el desayuno.
– Oh, claro que sé quién es Sissy Hankshaw -dijo Jelly-. También yo he hecho algo de autoestop. Pero en fin, es como decirle a Annie Oakley que eres un buen tirador porque una vez tiraste una lata de tomate de un tocón de una pedrada. En realidad no he hecho autoestop serio. Pero empecé hacia los once años, y solía escaparme de casa cada dos meses o así, buscando un sitio en que pudiese ser vaquera. Sin embargo, alguien acababa mandándome de vuelta a Kansas City, No me dejaron quedarme en ningún rancho y en algunos me hicieron encerrar. La justicia me cogió muchas veces antes de que pudiera salir de Kansas. Pero anduve por ahí lo suficiente para oír hablar de ti. La primera vez fue en Wyoming. Un agente me dijo: «¿Quién te crees que eres… Sissy Hankshaw?» Y yo dije: «No, jodido imbécil, Margaret Meade»; me pegó de lo lindo, pero despertó mi curiosidad sobre la tal Sissy Hankshaw. Más tarde, oí historias sobre ti a gente que conocí en las cárceles y en las paradas de los camiones. Oí hablar de ti, sí, y de tus, tus, maravillosos pulgares, y de que fuiste novia de Jack Kerouac…
Poniendo su bandeja en la mesilla de noche, Sissy la interrumpió:
– No, me temo que esa parte no es verdad. Jack me admiraba mucho y se dedicó a seguirme. Pasamos una noche hablando y abrazándonos en un maizal, pero no fue mi amante ni mucho menos. Era un hombre muy agradable y un escritor más honrado que sus críticos, incluyendo al compañerito de juegos de La Condesa, Traman, que dijo de él tantas cochinadas, Pero era básicamente un primitivo en cuanto al autoestop. Además, yo siempre viajé sola.
– Bueno, eso no importa; esa parte nunca me interesó en realidad. Los beaknits son anteriores a mi época, y de los jipis lo único que conseguí fue yerba mala, lugares comunes y una gonorrea. Pero tú, aunque no fueses vaquera, eras para mí una especie de inspiración. El ejemplo de tu vida me ayudó a luchar por ser una vaquera.
La ciudad de Nueva York tiene su provisión de luz solar en la cuenta de un banco suizo e intenta arreglárselas con los intereses, que son intereses trimestrales compuestos. En contraste, el sol de Dakota es tan claro y diáfano como los libros contables de un sacristán de pueblo, e incluso en septiembre, después de gastados los grandes billetes del verano, es tan caritativo que a nadie se le ocurriría exigir una verificación contable. La luz del sol bañaba las columnas de créditos del Rosa de Goma, haciendo una serie de cálidas entradas sobre las desnudas piernas de Bonanza Jellybean y sobre las alzadas de Sissy H. Hitche, desnudas también bajo la colcha. Durante una soleada pausa de la conversación, se oyeron los pufs y ufs de las clientes en sus ejercicios matutinos, y, sin ninguna razón aparente de pronto, las dos mujeres se echaron a reír.
– Háblame de eso -dijo Sissy.
– De…
– De lo de ser vaquera. ¿Cómo es ese asunto? Cuando pronuncias la palabra, es como si estuviese escrita con radio sobre una perla.
Jelly posó los pies sobre la cama, sin preocuparle que sus botas portasen testimonio de la facilidad digestiva de la especie equina.
– Vi la primera vaquera en un catálogo de Sears. A los tres años. Hasta entonces sólo había oído hablar de «vaqueros». Dije: «papi, mami, eso es lo que quiero que me traiga Santa Claus». Y aquella Navidad tuve un traje de vaquera. Y a la Navidad siguiente otro, porque el primero lo había gastado tanto que era un puro andrajo. Pedí un traje de vaquera, como nosotros le llamábamos, todas las Navidades hasta los diez, y luego mis padres me dijeron: «Eres demasiado grande ya; Santa Claus no tiene trajes de vaquera de tu talla. ¿Qué te parecería una muñeca Barbie con su propio guardarropa a la moda?» «Mierda», dije yo, «Dale Evans, lleva trajes de vaquera y es mucho mayor que yo. Quiero ropa de vaquera nueva y un revólver que dispare.» Mis condiscípulos llevaban tiempo burlándose de mí por mi fantasía particular, pero ese año fue cuando empezó de veras la lucha.
Como empujada por un amargo recuerdo de infancia, Jelly se irguió, haciendo crujir la cama. Sissy recompuso su postura y sonó otro crujido. El crujido de Sissy siguió al de Jelly hacia la sala de la eternidad sónica. Los sonidos viajan a través del espacio después de que sus ritmos ondulares dejan de ser detcctables para el oído humano; algunos, cortan a través de la ionosfera y penetran en el corazón cósmico, mientras otros saltan alrededor, hasta que los absorben al final los campos vibratorios de las barreras terrestres, pero en ningún caso sucumbe la energía; perdura siempre… por eso nosotros, todos nosotros, deberíamos hacer lo posible por lanzar dulces notas.
– Acabo de decir «fantasía» y «lucha» en la misma frase, y a un nivel, al menos, supongo que ésa es la cuestión. Ésa es la cuestión para las vaqueras y quizá para todo el resto. Bulle mucha vida bajo la pregunta de si una persona va a ser capaz de realizar sus fantasías o si va a acabar sobreviviendo sólo por los compromisos que es incapaz de enfrentar. Según mi opinión, Cielo e Infierno están aquí mismo en la Tierra. El Cielo vive en tus esperanzas y el Infierno en tus miedos. Cada individuo tiene lo que elige -Jeily hizo una pausa-. Le conté esto una vez al Chink y dijo: «Todo miedo es en parte esperanza y toda esperanza es en parte miedo: basta de dividir las cosas y de tomar partido.» Bueno, así es el Chink. ¿Qué piensas tú?
– Me gustaría saber más -dijo- Sissy; sentía un cierto parentesco con aquel lindo manojo de músculos salvajes y grasa infantil-. ¿Puedes ser más concreta?