– Es curioso -añadió Sissy-. Haciendo autoestop en Afganistán paré una vez un camello, pero no he montado en toda mi vida a caballo.
– Ya nos cuidaremos de eso. Ahora estás en el Rosa de Goma. Pero déjame confesarte una cosa antes de que empieces a pensar que soy otra Tad Lucas. Hasta el año pasado, yo no había montado más que en los ponies del zoo de la ciudad de Kansas. Y a un hombre o dos, claro. Pero soy vaquera. Lo he sido siempre. Me alcanzó una bala de plata cuando tenía sólo doce años. Ahora estoy en situación de poder ayudar a otras a ser también vaqueras. Si una niña quiere ser vaquera cuando sea mayor, podrá serlo, porque si no este mundo será un mundo que no merecerá la pena de vivir. Quiero que todas las chicas (y todos los chicos, por supuesto) tengan libertad para hacer realidad sus fantasías. Menos que eso lo considero inaceptable.
– ¿Entonces eres política? -Sissy había aprendido de política.
– No señora -dijo Jelly-. Ni mucho menos. En el Rosa de Goma hay chicas que son políticas. Pero yo no comparto su punto de vista. No tengo ninguna ideología vaquera que exponer. No recluto a nadie ni convierto a nadie. No me importa lo más mínimo que una chica decida ser vaquera. Es una cuestión personal. Yo quiero ayudar a otras vaqueras. Hacerles más fácil la cosa de lo que me fue a mí. Pero no creas que pretendo crear un movimiento o colaborar con alguno. Delores del Ruby habla mucho del vaquerismo femenino como fuerza de combate contra el masculino, pero yo soy demasiado feliz sólo con ser vaquera como para preocuparme de una cosa así. La política es para la gente que desea con pasión cambiar la vida pero le falta pasión para vivirla.
Bajo la mano de muñeca de Jelly, el plasma de Sissy, como un enjambre de abejas rojas, seguía sus trazadas corrientes en los pasajes interiores del pulgar. Jelly presionó levemente su panal, en el que zumbaba tanta sangre, y lanzó a su propietaria una mirada que incluso en el rostro de una vaquera sólo podía calificarse de ovina.
– ¿Te parece demasiado profundo para mí este último comentario? No es original. Procede del Chink.
– ¿De veras? El Chink, eh. Tengo entendido que tú hablas a veces con él. ¿Qué más has aprendido del Chink?
– ¿Aprender del Chinck? Vamos. Ja, ja. Es difícil decirlo. En realidad… Bueno, él dice cosas muy extrañas -Jelly hizo una pausa-. Ah, sí, ahora que lo pienso, el Chink me enseñó algo sobre las vaqueras. ¿Sabías que hay vaqueras desde hace varios siglos? Mucho antes de América. En la antigua India se encomendaba siempre a las jóvenes la tarea de cuidar el ganado. Las vaqueras indias se llamaban gopis. Como estaban siempre solas con las vacas, las gopis se ponían muy calientes, como nos pasa aquí. Todas las gopis estaban enamoradas de Khrishna, un dios joven y guapo que tocaba la flauta al estilo de entonces. Cuando había luna llena, este Khrishna tocaba su flauta junto a un rio para llamar a las gopis. Luego se multiplicaba dieciséis mil veces (una por cada gopi) y hacía el amor con cada una del modo que ella más desease. Y allí estaban dieciséis mil gopis fornicando con Khrishna a la orilla del río, y la energía de su fusión era tal que creaba una inmensa unidad, una unión total de amor, que era Dios. ¡Puf! ¡Qué imagen, eh! Cuando le conté esta historia a Debbie, se entusiasmó tanto que quería que nos llamásemos gopis por ello. Lo discutimos en una asamblea de barracón y se decidió, sin embargo, que lo de gopis se parecía demasiado a «groupies». En fin, no necesitamos eso. Ya tenemos bastantes interferencias con la gente de Mottburg que nos llama putas. Y lesbianas.
El pulgar de Sissy tembló. Jelly tragó saliva. Se miraron a los ojos, Sissy intentando determinar lo que sentía Jelly al decir la palabra, Jelly intentando percibir lo que sentía Sissy al oírla; mientras se miraban, suaves chispacitos danzaban entre ellas, como ostras borrachas pavoneándose por la cuerda de un arpa.
Podrían haber seguido mirándose hasta que volviesen las vaqueras a casa, si no fuese que, además de que las vacas habían sido últimamente sacrificadas, un silbido taladró la claridad justo al pie de la ventana, agudo para ser una flauta. En fin, mala suerte.
Se acercó a la ventana e hizo señas con las manos a alguien de fuera. Volviéndose a Sissy dijo:
– Tengo que irme. Delores dice que me necesita. Ha venido alguien. Puede que sea La Condesa. -Sacó su seis tiros y lo hizo girar diestramente en sus deditos de muñeca-. Sissy, la historia de las vaqueras aún no se ha hecho. No sabes lo que me alegro de que estés aquí como testigo.
Lanzó un beso con aquellos dedos color rosa que tan bien manejaban el revólver, y se fue.
Un estornudo viaja a una velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora. Un erupto más despacio. Un pedo más aún. Pero un beso tirado con los dedos… su salida es súbita, su llegada ambigua, y no hay fuentes que puedan afirmar con autoridad la velocidad que alcanza en su vuelo.
44
CUANDO TERMINÓ EL Capistranon, Sissy saltó de la cama. Por la ventana pudo ver a las vaqueras agrupadas en círculo. Alguien o algo había en el centro del círculo. Sissy se arregló sumariamente, se encremalleró el mono y salió. No le importaba gran cosa no saber quién era. Nunca le importaban no saber qué esperar,
Lo que había en el centro del círculo era una cabra. Billy West, el paseante de medianoche de ciento veinte kilos de Mottburg la había traído como muestra. Había muchas más en el lugar del que procedía aquella, según Billy West. A las vaqueras les hacía un precio especial de veinte dólares por pieza.
Debbie rascaba las orejas del animal. Le abrazaba.
– Soy como Mahatma Gandhi -decía-. No podré pasarme ya sin una cabra.
– Qué linda -decía Kym-. Mucho más que una vaca.
– Las cabras están siempre probándote -dijo Debbie-. Son como maestros zen. Saben instantáneamente si finges. Y te prueban para que seas sincero. La gente debería ir a la cabra en vez de al psiquiatra.
– Es tan bonita -dijo Gloria. Apartó a Debbie y dio un abrazo al animal.
– Las cabras son el máximo en lo de macho y hembra -dijo Debbie-. Observar una pareja de cabras es entender todo lo que hay en el viaje macho-hembra. Habría que dar un par de cabras a todas las parejas al casarse. No harían falta más consejeros matrimoniales.
– Mirad qué ojos tan picaros -arrulló Meather.
– ¿Cuándo podernos conseguir más? -preguntó Elaine.
– ¡Oh! ¡Me ha lamido! -chilló Gloria,
Cuando se cansó de mirar a la cabra, Sissy se dispuso a volver a su habitación. Pensó que podría hacer señas de estop al empapelado, o algo así. Pero la alcanzó Jelly.
– Al parecer vamos a convertirnos en cabreras -dijo.
– ¿Qué más da? -dijo Sissy-. Quiero decir que eso no altera tu fantasía.
– En absoluto -dijo Jelly-. Es como el gourmet del que me habló el Chink, que lo dejó todo, viajó miles de kilómetros y gastó hasta el último céntimo para llegar a la lamasería más remota del Himalaya y probar un plato que había deseado toda su vida: pastel de melocotón tibetano. Cuando llegó allí, congelado, exhausto y arruinado, los lanías le dijeron que no tenían melocotones, «Bueno», dijo el gourmet, «pues que sea de manzana». Melocotón, manzana; vacas, cabras. ¿Comprendes?
Sissy pensó que aquello tenía algo que ver con la primacía de la forma sobre la función, aproximándose así a su propio enfoque del autoestop, en el que una estructura emocional y física creada por variaciones e intensificaciones de la práctica autoestópica era de mucha mayor importancia que los objetivos utilitarios comúnmente considerados único propósito del acto. Aún seguía pensando en ello cuando Jelly dijo:
– Oye, hay una clase de acondicionamiento sexual de aquí a cinco minutos. Vamos a ir unas cuantas a boicotearla. A comunicar algunos datos útiles y a corregir algunos errores. ¿Vienes?