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(Sí, crecieron, incluso cuando millones de jóvenes norteamericanos bajo la presión social y siguiendo las enseñanzas de sus mayores, luchaban por dejar de crecer, es decir, luchaban por hacerse «adultos», objetivo de insuperable dificultad por ir contra las leyes esenciales de la naturaleza (las del cambio y la renovación) aunque por milagro lo alcancen todos en nuestra cultura, salvo unos cuantos abortos.)

Y ellos, los dígitos primeros o más preaxiales de las manos de Sissy, siguieron creciendo, y no exactamente en proporción directa al resto de su ego de niña en desarrollo.

Si albergó Sissy el temor de que pudiesen seguir creciendo eternamente, que pudiesen llegar a adquirir un tamaño que los situase fuera de su propio control, que pudiesen llevarla a acabar en un zoo de feria, tercer bicho a la izquierda, justo frente a la jaula del monstruo de Gila, no lo demostró.

Sin el menor esfuerzo mental, sus pechos fueron pasando de tapones de botella a montículos que requerían contención material. Sin ayuda alguna de su cerebro, un vello aterciopelado fue cubriendo su entrepierna, hasta entonces tan desnuda y fea como la de un pichón. Sin razón ni lógica que la guiase, había articulado sin embargo sus ritmos orgánicos en perfecta sincronización con los de la luna, puntuando las bragas primero y luego, tras sólo unos meses de práctica, desprendiendo un flujo lunar ajustado a las normas. Con la misma inocencia diestra y sosegada, bombeaba sus pulgares, alargando siempre las sombras que arrojaban sobre el cuaderno escolar y el plato de la cena.

Como intimidados por esta simple y extraña exhibición de crecimiento (que, dado que compartían habitación, habían de presenciar con íntimo detalle) a punto estuvieron sus hermanos de paralizar su propio desarrollo fisiológico. Se quedaron para toda la vida bajitos y cacahuetescos, con caras de niños y genitales de un tamaño que dejaría indiferentes a las mujeres pero que llevaría con frecuencia a burlarse a los demás hombres. Creyendo ese cuento de viejas que correlaciona el tamaño del pulgar con el del pene, los anatomistas de vestuario sugirieron varias veces a los hermanos que era una pena que no compartiesen la grandeza digital de su hermana.

Jerry y Júnior Hankshaw se habrían horrorizado si sus pulgares hubiesen adquirido proporciones hermanescas; se habrían horrorizado también si sus pititos hubiesen crecido de igual modo. Pero un ligero aumento, un alargamiento razonable, lo hubiesen agradecido, y así tras numerosas consultas clandestinas en el mismo bosque solitario donde Sissy había aprendido su oficio, decidieron los hermanos intentarlo activamente.

Júnior, cuyas habilidades mecánicas le encaminarían tras los animosos pasos de su papá (en los almacenes de tabaco de South Richmond siempre hay un secador, un higrómetro o un ventilador que arreglar), empezó a construir un aparato secreto. Después de haber abierto y destrozado en vano tres tuberías usadas por lo menos, y tras el robo de ambos cordones de badana de las botas del señor Hankshaw, produjo Júnior al fin un artilugio que parecía cruce de prensa de tornillo, tiragomas y tubo central de rollo de papel higiénico. Por razones de discreción, el alargapulgares sólo podía utilizarse a última hora de la noche, y los hermanos pasaron más de una soñolienta hora turnándose en la oscuridad y soportando el calvario que causaba aquel artilugio que habían fijado a su cama de madera de arce de imitación Sears & Roebuck.

No carecía la empresa de precedente histórico. Hacia 1830, cuando contaba treinta años, sometió el compositor Robert Schumann los dedos de su mano derecha a una máquina alargadora. El objetivo de Schumann era acelerar su progreso hacia el virtuosismo como pianista por haber expresado su amada, la pianista Clara, gran decepción por su tardanza en alcanzarlo. En la almibarada elegancia de un salón de Leipzig del siglo xix, Schumann debía sentarse muy tieso, sorbiendo kaffee mientras sus dedos regordetes padecían crecientes dolores apresados en un artilugio que parecía un arnés de ruiseñor, un potro para elfos herejes. El resultado fue que le quedó inútil la mano, con lo que concluyó su carrera de intérprete.

Lo que a Jerry y Júnior Hankshaw les sucedió fue que, con pulgares demasiado rojos y despellejados para poder ocultarlo, pronto fueron interrogados por sus padres y ridiculizados por sus compañeros. Agradeciendo a Dios que él y Jerry hubiesen pasado por intermediarios digitales en vez de someter directamente sus pititos al invento, Júnior arrojó el artilugio al río James. El pobre Schumann se tiró él mismo al Rin.

Sólo un par de pulgares estaban destinados a crecer (y brillar) en la destartalada casa de los Hankshaw. Un par de pulgares destinados a remontarse y arquearse, como si ese par fuese la carrera de intérpretes prematuramente cortada de Robert Schumann que se continuase de nuevo con una carnosa levita empapada de Rin por los escenarios de asfalto de las autopistas de Norteamérica, oh Fantasía, oh Tabulación, oh Humor, Gas Comida Alojamiento Salida 46.

8

RICHMOND SUR era un barrio de nidos de ratón, cortinas de encaje, catálogos de Sears, epidemias de sarampión, bocadillos de pan globo… y hombres que sabían más del carburador que del clítoris.

No se compuso en Richmond Sur la canción «El amor es algo de lo más esplendoroso».

Ha habido latas de comida de perro más esplendorosas que Richmond Sur. Minas terrestres más tiernas.

Poblaba Richmond Sur una raza de flacos psicópatas de cara huesuda, capaces de venderte cualquier cosa que tuvieran, es decir, nada, y matarle por cualquier cosa que no entendieran, es decir casi todo.

Habían llegado, en Ford la mayoría, de Carolina del Norte, a trabajar en los almacenes de tabaco y en las fábricas de cigarrillos. En Richmond Sur, los nidos de ratones, cortinas de encaje, catálogos de Sears, incluso bocadillos de pan globo y epidemias de sarampión, tenían siempre un vago olor a tabaco curado. Nuestra cultura adquirió la palabra tabaco (sin el conocimiento ni el consentimiento de los habitantes de Richmond Sur) de una tribu de indios caribe, la misma que nos dio las palabras hamaca, canoa y barbacoa. Era una pacífica tribu cuyos miembros se pasaban el día tendidos en hamacas chupando tabaco o paseándose en canoa entre barbacoa y barbacoa, por lo que ofrecieron escasa resistencia cuando los promotores de tierras llegaron de Europa en el siglo xvi. La tribu desapareció rápidamente y sin dejar más huella que sus hamacas, sus barbacoas y sus canoas, y, por supuesto, su tabaco, cuyas doradas migajillas perfuman aún las nubes estivales y los hielos invernales de Richmond Sur.

En Richmond Sur, oliendo como olía a tabaco, vicio tabernario y escapes comidos por el óxido, la etiqueta social no solía ser cosa de básica importancia, pero algo en que los ciudadanos de Richmond Sur coincidían era en no considerar lógico, propio ni seguro que anduviese haciendo autoestop una muchachita.

Sissy Hankshaw recorría en autoestop cortas distancias, pero autoestopeaba persistentemente. Esta tarea resultaba excelente para sus pulgares, magnífica para su moral y magnífica también, teóricamente, para su alma… aunque esto fuera a mitad de los años cincuenta, fuese presidente Ike, estuviese de moda la franela gris, fuese popular la canasta y hubiese parecido presuntuoso hablar del «alma».

Los padres, los profesores, los vecinos, el cura de la familia, los hermanos mayores, el policía de turno, todos intentaron hacerla entrar en razones. Aquella niña alta, frágil y solitaria escuchaba cortés sus argumentos y advertencias, pero su pensamiento seguía una lógica propia: si los neumáticos estaban destinados a rodar y los asientos a llevar pasajeros, Sissy Hankshaw no deseaba en modo alguno desviar tan nobles objetos de su destino auténtico.