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– Y realizaríamos una buena obra -añadió Debbie, siempre preocupada por el karnia-. La leche de cabra es magnífica para los bebés a los que las madres no pueden amamantar.

– Hablando de bebés -dijo Delores-, espero que esos clítoris locos que se lanzan todas las noches al lago tomen precauciones.

Nadie contestó con palabras, pero hubo un nervioso e irritado revuelo. Delores continuó:

– Ya sé que Tad Lucas desbravaba broncos hasta el noveno mes, pero no creo que una vaquera preñada fuese de gran utilidad en este rancho. Ya tenemos bastante con que vengan las grullas; no necesitamos cigüeñas. Yo creo que esos fumadores deberían largarse del Rosa de Goma lo antes posible. Los hombres aquí sólo pueden traer problemas. Y creo también -movió sus rizos oscuros señalando hacia Sissy- que nuestra invitada debería excusarse y dejarnos discutir más a fondo este asunto.

Jelly iba a hablar en defensa de Sissy, pero, asegurando a todas que lo entendía, ésta se levantó y dejó el barracón.

Sobre el rancho colgaba una luna que era como hocico de mula melancólica. Prefiriendo su luz al resplandor eléctrico que imperaba en la casa, donde los huéspedes jugaban a las cartas y leían novelas de John Updike, Sissy dio una vuelta por los alrededores. Consideró el hecho de que aquella luna que vertía su leche de mula (datos de su relación molecular con la leche humana no disponibles en este momento) sobre picachos, sauces e intrigas de vaqueras era la misma que brillaba sobre el tejado de la casa de Julián. Era una consideración trivial, el tipo de pensamiento que se escapa del coco del letrista aficionado y del colegial enamorado. Pero la ponía en contacto con sentimientos más intensos. Ella y Julián Hitche, unidos emocional y legalmente (significase esto lo que significase), estaban también relacionados por la luz de la luna. Y por fuerzas aún más inciertas y oscuras. Quizá todo se relacionase con todo, de modo discernible aunque confuso; y si uno pudiera rastrear las fibras y filamentos de esas conexiones, podría… ¿podría qué? ¿Ver el Gran Esquema? ¿Desenredar todos los hilos de las marionetas y descubrir qué manos (o garras) las manejan? ¿Poner fin a la vieja búsqueda de orden y significado en el universo? «Es terrible», suspiró Sissy, dando una patada a un bizcocho de caballo (¿o era un pastel sazonado con nylon del horno de la cabra?) «Si mi cerebro estuviese tan desarrollado como mis pulgares, podría percibir el cuadro completo.»

No apuestes por ello, Sissy, querida.

Si tu cerebro fuese perceptiblemente mayor, lo bastante para forzar tu cuello de princesa Grace lo mismo que tus dedos preaxiales fuerzan tus muñecas, es probable que tuvieses un intelecto superior. Pero es también probable, sin embargo, que, con el sistema nervioso necesario para encender un cerebro de ese tamaño, fueses tan sensible a las locuras de la civilización que te vieses forzada a regresar al mar tal como hizo el delfín, de voluminoso cerebro. Tu certificado de muerte hablaría de «suicidio» y «ahogamiento», como si tu certificado de muerte fuesen notas de sobrecubierta del puente Golden Gate. No, los grandes cerebros son para esos grandes nadadores que son los delfines, y para los marcianos, que, a juzgar por sus esporádicas visitas, no parecen sacar gran cosa de la Tierra. Nuestros cerebros probablemente sean tan grandes como los suyos.

Las investigaciones neurológicas más recientes indican que el cerebro se rige por principios que no podemos entender, y que él es tan débil o tan tímido que es incapaz de comprender sus propios principios rectores, las leyes físicas que parece condicionado a obedecer, así que de poco va servirle a nadie enfrentar los Grandes Enigmas, ni aunque fuese tan grande como una panera (¡uf, qué idea tan repugnante!). Este autor aconseja a los lectores que utilicen lo mejor posible el cerebro (es un buen espacio de almacenaje y al precio justo) y luego pasen a otra cosa.

Lo mismo que Sissy, por ejemplo, cansada de cavilar sobre las conexiones invisibles, pasó a sus pulgares y empezó a hacer señas de parada al canto de los grillos mientras volvía caminando a su habitación.

46

FUE EL día sexto, el día que, en la versión judeocristiana de la Creación, dijo Dios: «Haya estricto entrenamiento de orinal y libre empresa.» Sissy salió del edificio principal. Inmediatamente, sus ojos se volvieron, como hacían siempre, hacia el Cerro Siwash.

A veces podía distinguir una figura humana allá arriba, perfilada contra la arcilla multicolor o surgiendo, más cerca de la base, de una mata de juníperos, arrastrando tras ella su barba. Aquella mañana se vio recompensada por la borrosa imagen y el rumor apagado de una conmoción.

Un grupo de vaqueras miraba también hacia el cerro. Se apoyaban en el vehículo conocido como el «carro de peyote», una ranchera Dadge con una instalación de acampada de madera hecha a mano en la parte trasera. Los aleros estaban tallados como las quijadas abiertas de lagartos y caimanes, piel verde y temibles dientes, que sobresalían en bajorrelieve por ambos lados de aquel compartimento de chillona pintura. Imágenes de iguanas y saurios de chasqueante lengua adornaban la puerta trasera. Las bocas blanco-hospital de las serpientes mocasines bostezaban desde todos los espacios que no ondulaban ya con los mortíferos anillos, culebreos escamosos y ojos hipnóticos de reptadores de ciénagas y otras manifestaciones del tótem primogenio. No había duda de quién era la propietaria de aquel vehículo, vestida como iba de negro intenso desde el sombrero de montar estilo español a las botas de piel de mamba: Delores (con una «e») del Ruby.

La misma Delores que se alejó al aproximarse Sissy, diciendo fríamente por encima del hombro:

– La industria de la higiene femenina compra mujeres por cincuenta millones de dólares al año.

Sissy se quedó asombrada ante aquella hostil referencia a sus actividades de chica Yoni Yum/Rocío. Como si fuese una cría de víbora de la fachada del carro de peyote, fue presa de pequeños espasmos en su labio inferior. Estaba acostumbrada a que se ridiculizaran sus pulgares y el uso al que los destinaba. Pero su modesta carrera de modelo era lo único suyo que había parecido meritorio a la gente.

– No le hagas caso a Delores -dijo Kym-. Tiene un palo clavado en el culo.

– Sí -añadió Debbie-. Ya tengo ganas de que le llegue su «tercera visión» de una vez por todas.

La frente de Debbie hizo por su cuenta movimientos viperinos.

– Aunque bien pensado -añadió-, quizás no tenga gana ninguna.

Las vaqueras medio se rieron, medio gruñeron. Parecía desazonarles la rudeza de Delores, aunque había suficientes razones, considerando su conducta el día anterior en la clase de recondicionamiento sexual, para que Sissy creyese que compartían la actitud burlona de su capataz hacia la industria que Sissy representaba.

Quizá fuese apropiado plantearse una revaloración. Pero de momento, era la conmoción de aquel cerro, teóricamente sagrado para una dieciseisava parle de ella, lo que le interesaba.

– ¿Qué pasa allá arriba? -preguntó Sissy, con la esperanza de que no le temblara la voz.

– Otro grupo -contestó Kym- de buscadores de salvación que intentan ver al Chink. Está espantándoles; como siempre. ¡Qué farsa!

– Mierda -gritó Big Red-. Todo es culpa de Debbie. Debbie escribió a todas sus amistades y les dijo que vivía allá arriba el gran brujo, y la noticia corrió como manteca caliente. Así que ahora vienen hasta de San Francisco, esperando que el viejo pedo les revele la verdad. Pero él nunca le dice nada a nadie.

– Habla mucho con Jellybean -corrigió Debbie.

– Puede que sí y puede que no -contestó Big Red-. Sospecho que Jelly sólo le sigue la corriente para que nos deje en paz… y él hace lo mismo con ella. ¡Vaya, ahí viene! Mira cómo corren tus peregrinos, Deb. Pierden el interés por la salvación demasiado rápido; quizá le dejen al viejo unos meses de tranquilidad. No es que se lo merezca.