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Khrishna, o Pan como le llaman en Occidente, el dios al que Jesucristo hizo ocultarse, era el único dios que comprendía a las mujeres, Khrishna/Pan atraía a las doncellas al bosque, pero jamás las violaba ni las seducía con falsas promesas o falsas declaraciones de amor. Las despertaba con una vieja función especial; las conectaba. Es así cómo se visitan las mujeres: como música, como payasos.

La mujer no ha padecido alegremente la civilización. Se ha dicho, en realidad, que la civilización toda no era más que un dique alzado por los hombres, deseosos de competencia sexual, a fin de «contener las salvajes e indómitas aguas femeninas». Ahora, sin embargo, ella puede controlar los flamantes inventos del hombre civilizado y utilizarlos para sus propios y oscuros designios. Por ejemplo, el beso.

El beso es el mayor invento del hombre.

Todos los animales copulan, pero sólo besan los humanos.

El beso es el más alto triunfo del mundo occidental.

Los orientales, incluidos los que llevaban el continente norteamericano antes de la devastación, se frotaban las narices, y miles de ellos aún lo hacen. Sin embargo, pese al fruto dorado de sus milenios (nos dieron el yoga y la pólvora, Buda y el maíz en mazorca) ellos, sus multitudes, sus santos y sabios, jamas produjeron un beso.

El mayor descubrimiento del hombre civilizado es el beso.

Los primitivos, los pigmeos, los caníbales y los salvajes han mostrado ternura recíproca de diversas formas táctiles, pero lo de morro contra morro no ha sido su estilo.

Los periquitos se frotan los picos. Sí, es cierto, lo hacen. Sin embargo, sólo los devotos de la eyuculación prematura, o las ancianitas que asesinan niños con agujas de tejer para robarles el dinero del bocadillo y comprar ríñones frescos para sus gatitos podrían situar las caricias de pico en el reino del beso.

Los negros africanos se rozan los labios. Así es; algunos lo hacen, como lo hacen también tribeños aborígenes de otras partes del mundo: pero aunque rocen sus labios, no se demoran en el roce. El beso apresurado de puro contacto es una rueda cuadrada, torpe y un tanto siniestra. ¿Qué otra cosa hizo Judas para traicionar a nuestro salvador si no darle un beso de este genero? Terso, sin saliva, sin lengua.

La tradición nos informa que el beso, tal como lo conocemos, lo inventaron los caballeros medievales con el utilitario propósito de determinar si sus esposas habían usado el barril de hidromiel mientras los caballeros anclaban fuera, de servicio. Si por una vez la historia acierta, el beso empezó como un conectador oscilatorio, un husmeador oral, una especie de cinturón de castidad alcohólica, después del hecho. La forma no siempre sigue a la función, sin embargo, y con el tiempo, el beso por el beso se hizo popular en las cortes, extendiéndose luego a comerciantes, campesinos y siervos. ¿Y por qué no? Besar era dulce. Era como si toda la dulzura atávica que aún quedase en el hombre occidental se canalizara en el beso y sólo en él. ¡Ninguna otra carne como la del labio! ¡Ninguna carne como la de la boca! El tic musical de diente contra diente, la maravillosa curiosidad de las lenguas.

Las mujeres, que no se entusiasmaron gran cosa con inventos de menor cuantía, como la rueda, la palanca y la espada de acero, aplaudieron el beso, lo practicaron con sus hombres, por gozo y provecho, y lo practicaron entre sí… dentro de ciertos límites. Debido a que estaban diseñadas para amamantar con sus pechos a niños y a niñas, no son las mujeres tan sexualmente restrictivas como los hombres. Siempre han sido proclives a besar a otras mujeres, práctica que ha hecho inquietarse a nuestra Fe y palidecer a nuestros olfateadores de lujuria. En 1899, una victoriana tan relativamente liberal como la doctora Mary Wood-Allen, se sentía obligada a escribir en Lo que debe saber una joven: «Me gustaría que la amistad entre las chicas fuese más varonil. Dos jóvenes que son amigos no se abrazan ni se besan. Las amistades femeninas que incluyen abrazos y besos no son sólo estúpidas, son peligrosas incluso.»

¿QUIÉN CANTARÁ LAS ALABANZAS DEL ESTÚPIDO Y PELIgroso beso? Ella temía acariciar tus partes secretas, Sissy, y tú temías acariciarlas delante de ella. Pero vuestras bocas fueron audaces (y estúpidas y peligrosas) y os inclinasteis una hacia la otra lentamente, deslizando mejillas, y os besasteis. Coincidiendo con la pulsación de una abeja que pasaba, aplastasteis las bocas hasta quedar muy pronto enredadas las lenguas en burbujas y jadeos. Largas, gruesas lenguas se pintaban mutuamente con material lingüístico; despintando gradualmente los miedos femeninos de modo que pudieses apartar los dedos de su cicatriz y deslizarlos por su vientre abajo. Cuando pelo y jugo susurraron contra las yemas de tus dedos (susurraban palabras sucias como «coño», «chocho», «conejito»), pensaste en Marie, siempre agarrándote allí, y casi apartaste la mano. Pero Jelly gemía en tu boca, inundándola de dulzor, y al momento su propia mano exploró los ardientes pliegues de tu vulva.

Abrazadas, caísteis sobre la hierba. Allá se fue tu Stetson rodando en dirección de la ciudad de Oklahoma. Quizá quisiese saludar a Tad Lucas. Tus ojos enviaron una expedición arqueológica al rostro de Jelly, y los suyos al tuyo; ambos desenterraron inscripciones y estudiaron su significado. Ella susurró que eras hermosa y valiente. Te llamó «héroe», queriendo decir heroína, pero sus dedos no se confundieron un instante. Intentaste decirle cuánto significaba para ti su amistad. ¿Lograste pronunciar las palabras o no? Dientes de espuma, labios de pastel.

Tras una hambrienta quietud, como intermedio de una danza del lobo, se restablecieron los ritmos. Y os visteis ya mutuamente alentándoos, todo había sido reconocido y aprobado, y tú te arqueabas y empujabas y te retorcías y te doblabas como una carpa, suavemente pero con pronunciada cadencia. El polvo digital es un arte. Los hombres ceden ante él; las mujeres se encumbran. Ohh. ¡Bombero salva a nii hijo!

Sentías como si tu mano estuviese en una máquina de discos, una Wurlitzer de carne que arrojase chispas eléctricas de colores mientras se destrozaba en música con la Moneda del Siglo. Tu clítoris era un interruptor conectado. Ella lo encendía y seguía encendiéndolo y seguía y seguía más allá. Enroscaste la lengua alrededor de un erecto pezón. Sonrió ella al verte estremecer cuando te abría el ojo del culo.

Todo se hizo confuso. Os acunabais en cunas de sudor y saliva, hasta ya no ver nada. La imaginaste con ajuar de novia, la imaginaste como una yegua. ¿Fermentabais, las dos? Olíais como si así fuese. Abanicos de pánico y fiebre se abrían y cerraban, brillaban barbillas con el zumo del beso. Y os mecíais, los pulgares meneaban su vientre a compás, aumentando la excitación… la tuya y la suya.