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Quizá grulla y vaquera se mezclasen en su mente en un solo duende picudo de amor de brillante mirada. Si así era, tal duende salió volando cuando ella y Jelly llegaron cabalgando hasta el corral. Delores y Big Red corrieron a recibirlas.

– Está aquí -anunció Delores, señalando con el látigo.

Así era, al otro lado del patio, en medio de la barbacoa baja en calorías en pleno desarrollo, monóculo reflejando luz solar, boquilla agitándose en el aire, estaba La Condesa. Salvo por las manchas de salsa de tomate de la Casa Blanca de su chalina, parecía el mismo de siempre, ¿y por qué no si sólo habían pasado un par de semanas desde la última vez que Sissy le había visto, aunque pareciesen años?

– Míralo -silbó Delores-. Perverso como salmuera rosa.

– Repugnante como una patrulla de lucha contra el vicio -perfeccionó Big Red.

– Está furioso -dijo Delores-. Quiere verte inmediatamente después de la barbacoa.

Jellybean lanzó una risa sardónica. No se inmutó. Bajó del caballo.

– Reúne a las chicas -dijo-. Me verá ahora mismo.

Abandonada bruscamente en el corral con un caballo al que no era capaz de desensillar, Sissy se sintió alarmada. Evidentemente, se estaba fraguando un enfrentarniento, y ella no deseaba participar en él. ¿Cuántos años hacía que La Condesa era su benefactor? Muchos. De no ser por La Condesa, probablemente no habría podido sobrevivir. Al verle, su primer impulso fue correr hacia él y saludarle cordialmente. Pero no se atrevió. Confusa y más confusa, empujada por tendencias opuestas, sintiéndose culpable, abandonó el caballo y se abrió paso furtiva, como pudo, hasta la parte posterior del edificio principal, vacilando sólo un instante al tropezar con la cadena de la cabra.

Se coló por la cocina donde los sacos de arroz integral encargados por Debbie, sentados con oriental ascetismo, ignoraban estoicos los aromas de ternera asada que llegaban de la barbacoa. Cruzó el vestíbulo, entró en su habitación y se encerró. Al cerrar, oyó a Jelly decir algo así como:

– Todas las que queráis unios a nosotras seréis bien recibidas y podréis quedaros a trabajar en igualdad de condiciones en el Rosa de Goma. Las demás podéis hacer las maletas… ahora mismo. Tenéis quince minutos para sacar vuestros grasientos culos de este rancho.

Hubo sonoros gritos de asombro, aterrados murmullos y burbujeos barbacoanos. La puerta principal se abrió con un chirrido y Sissy oyó un caos de pisadas en el vestíbulo.

Desde su ventana podía oír Sissy a la señorita Adrián gritar amenazas de cárcel y otros castigos a las vaqueras. La Condesa, por su parte, parecía enfocar el asunto en tono sarcástico. Allí seguía reduciendo tranquila la existencia material de un cigarrillo francés, mientras observaba a Jellybean y a sus hermanas con expresión de divertida burla. «Patéticas fíerecillas», parecía decir. «¿Acaso creéis que esta exhibición de melodrama infantil va a colaborar en la causa de la libertad?»

– Nos debes este rancho, como pago por tu repugnante explotación -dijo Jelly,

– Bueno, pues para vosotras -dijo tranquilamente La Condesa.

Quizás hablase en serio, pero las vaqueras consideraron sus palabras como un desafío.

Jelly lanzó una orden. Las vaqueras, que llevaban hachas, picos, horquillas y palas, retrocedieron. La Condesa, aún sonriente, cogió un entremés y sometió su cigarrillo a una chupada segura y medida. La señorita Adrián agitó un puño y gritó:

– ¡Al barracón! ¡Y no salgáis de allí! -como si acabase de dirigir un tumulto. Las clientes estaban en sus habitaciones haciendo el equipaje, salvo una señora que había lanzado su copa de ponche contra la señorita Adrián uniéndose a la revolución. También se había unido la masajista, que incitaba al resto del personal, que se mantenía a un lado de la barbacoa procurando parecer neutral.

Tras retroceder unos treinta metros, las vaqueras se detuvieron. Con asombrosa rapidez, desengancharon, desabrocharon y bajaron cremalleras… se quitaron pantalones y bragas. Luego, desnudas de cintura abajo, pubis hacia el frente, adelantados e indicando el camino, iniciaron su avance. La sonrisa de La Condesa cayó por su garganta como el agua por el desagüe de una bañera.

– ¡Será mejor que cojáis vuestros tarros de spray! -gritó Gloria.

– ¡Todos estos coños llevan sin lavarse más de una semana! -aulló Jellybean.

Bastante pálido ahora, temblándole la nariz, La Condesa dejó caer al suelo el canapé de caviar que sostenía. Una hormiga de la pradera se aprovechó de los despojos, la primera hormiga de la historia de los Dakota que probó el caviar iraní. Él o ella pasarán a la Galería de la Fama de las hormigas.

Y las vaqueras seguían avanzando, mientras detrás en hileras, quince montoncitos separados de pantalones y bragas se acuclillaban en el suelo, como un peregrinaje de astrosos musulmanes postrados ante la Meca de los elegantes. Allá iban, sí, las vaqueras, las pelvis palpitando, desprendiendo lo que a La Condesa le parecía un devastador alud de almizcle.

Perdida en su histeria, la señorita Adrián se lanzó a la carga. Lanzó un tenedor de barbacoa que hizo brotar sangre del entrecejo de Heather. Rápido como la lengua de una rana, restalló el látigo de Delores. El látigo rodeó los tobillos de la directora del rancho barriéndole los pies. Se derrumbó en el suelo con un estruendo de joyería y un confuso grito. Luego empezó el jaleo.

Un cóctel molotov dijo adiós a Big Red y hola al edificio de recondicionamiento sexual. En unos minutos, ardía la estructura. Otras vaqueras, los traseros desnudos resplandeciendo, se lanzaron contra el ala de la casa principal donde estaban localizados el salón de belleza y las salas de ejercicios. El estruendo de cristales rotos y madera astilladas retumbó por toda la casa. El aire se llenó de gritos, de «Uuuajooos», «Yiuppis», «A la carga» y «La vagina es un órgano que se limpia solo».

Sissy no sabía qué hacer. Evidentemente su querida Jellybean la había olvidado. La Condesa estaría furioso con ella por no avisarle de la inminente revuelta. Julián tampoco estaría contento. Y, en realidad, ella misma podía encontrarse en peligro físico. Delores y sus camaradas la identificaban con el negocio de La Condesa. Ardía ya la sauna, y el rancho estaba envuelto en humo.

Siguiendo órdenes de esa gran porción del cerebro que se desinteresa por completo de todo lo que no sea la supervivencia, huyó Sissy de la casa por el mismo camino por el que había entrado. Cruzó el campo de criquet, pasó la piscina, corrió hasta el pie del Cerro Siwash y luego hacia el sur, bordeando su base. Al final, llegó a un sitio donde los matorrales de juníperos rotos revelaban un tosco sendero que iniciaba un empinado ascenso. Como el cerro prometía protección y una vista de lo que pasaba, Sissy decidió escalarlo.

Se abrió paso entre matorrales bajos y plateados. El sendero se comportaba de un modo extraño. Retrocedía donde no había ninguna razón para hacerlo o avanzaba en línea recta hasta el borde del despeñadero, para girar a un lado en el último centímetro posible y subir y bajar como si estuviese riéndose. Parecía tener mente propia. Una mente perturbada, además.

Sissy caminó con ligereza pero firmemente, como si intentase tranquilizar al camino, como si le aplicase una terapia. No reaccionaba.

Sudando, jadeando, espantando conejos y urracas, aceptó la primera oportunidad (aproximadamente a la mitad de la ladera del cerro y a los veinte minutos de escalada) para descansar sentada en una roca lisa, desde la que podía divisar el Rosa de Goma. El rancho estaba más lejos incluso de lo que los engaños del camino la habían llevado a imaginar.