Выбрать главу

Aún seguía el jaleo. Ruido y humo. La antorcha había respetado la casa principal, pero varios de los edificios externos eran ya cenizas. Creyó distinguir a las vaqueras Intentando tranquilizar a los caballos, presa del pánico en los corrales. Vio el Cadillac de la señorita Adrián salir rugiendo, pero no tenía medio de saber qué pasajeros llevaba. Algo más tarde, se alejaron también el descapotable alquilado de los fumadores y el camión de su equipo. ¿Habían sido expulsados o habían ocupado otros sus vehículos? Todo esto pensaba Sissy allí sentada. Y pensaba también si volver al rancho y cuándo. El sol se arrodillaba ya en el umbral del Oeste, y a medida que se acercaba la noche, Sissy sentía en la carne fríos arañazos.

Al cabo de un rato sintió algo más. Ojos. Sintió ojos. Ojos observándola. No rosados ojitos de ratón ni saltones y brillantes de ave. Grandes ojos de carnívoro. Un puma o un lobo, no había duda. Y de nuevo, esa inmensa batería de eficiente energía cerebral, insensible a la belleza, a lo romántico, a la diversión o a la libertad, suspicaz, recelosa, tan convencional como huevos de desayuno, tan triste como los calcetines de un banquero, en fin, ese carca de cuello duro de ADN que resulta ser el principal accionista de la conciencia humana, lanzó órdenes. Obedeciendo, pues no hay órdenes más difíciles de desobedecer que las suyas, cogió Sissy una piedra y se volvió lentamente.

– Ja ja jo jo y ji ji -rió entre dientes la cosa que la observaba. Se hallaba a unos diez metros de distancia. Era, claro, el Chink.

Lo malo del Chink era que parecía el Hombrecito que conoce la clave de los Grandes Enigmas. Flotante pelo blanco y albornoz sucio, rostro curtido y sandalias hechas a mano. Dientes que despertarían la envidia de un acordeón, ojos que parpadeaban como luces de moto en la niebla. Bajo pero musculoso, viejo pero apuesto y ¡ooooh el aroma humoso de su barba inmortal! Parecía como bajado a hurtadillas del techo de la Capilla Sixtina, pero pasando por un fumadero de opio de Yokohama. Parecía capaz de hablar con los animales, de discutir con ellos temas que el doctor Dolittle jamás comprendería. Parecía como desenrollado de un pergamino zen, como si hubiese dicho muchas veces «presto», y conociese el significado de la iluminación y el origen de los sueños, y como si bebiese rocío y follase serpientes. Parecía esa capa que cruje en la escalera posterior del Paraíso.

Se escrutaron con fascinación mutua. Sissy contuvo el aliento. El Chink dijo:

– Ja ja jo jo y ji ji.

Al fin, a Sissy se le ocurrió algo, pero, como si él hubiese percibido que ella estaba a punto de hablar y no quisiese las palabras de ella en aquellas orejas suyas, tan extrañamente puntiagudas, se giró y se alejó por la ladera en que había aparecido.

– ¡Espera! -gritó ella.

Él se detuvo y se volvió, pero como preparado para seguir de nuevo.

Sissy sonrió.

Alzó su maduro pulgar derecho.

Y agitándolo y moviéndolo como si fuese su actuación de despedida y hubiese de complacer a los dioses, hizo la señal de autoestop al eremita y su montaña.

Consiguió un viaje hasta la fábrica del tiempo.

Cuarta Parte

No soy de tu raza. Pertenezco al clan mongol que trajo al mundo una verdad monstruosa: la autenticidad de la vida y el conocimiento del ritmo… Haces bien en rodearme de cien mil bayonetas de ilustración occidental, pues ay de ti si dejo la oscuridad de mi cueva y me lanzo a apagar tus clamores.

blaise cendrars

52

AQUEL AÑO POR Navidad, Julián regaló a Sissy un pueblo tirolés en miniatura. Era un notable trabajo de artesanía.

Había una pequeña catedral cuyas vidrieras hacían ensalada de frutas de la luz del sol. Había una plaza y ein Biergarcen. La Biergarcen se ponía muy ruidosa las noches de los sábados. Había una panadería que olía siempre a pan tierno y pastel de queso. Había un ayuntamiento y una comisaría, y tribunales con notable cantidad de burocracia y corrupción. Había pequeños tiroleses de pantalones cortos de cuero, intrincadamente hilvanados, y, bajo los pantalones, genitales de artesanía igualmente perfecta. Había tiendas de esquíes y otras muchas cosas interesantes, incluyendo un orfanato. El orfanato estaba diseñado de modo que se incendiase y ardiese entero todas las Nochebuenas. Los huérfanos salían a la nieve con los pijamas ardiendo. Horrible. Hacia la segunda semana de enero, aparecía un inspector de incendios y contemplaba las ruinas, murmurando: «Si me hubiesen escuchado, esos niños estarían aún vivos.»

Era un regalo fascinante y nada barato, pero Síssy podría haber sospechado que tenía su trampa.

Julián no pudo guardarse mucho tiempo la información de que el autor de la aldea era un joven al que le habían amputado ambos brazos a los tres años, tras un accidente de triciclo. Había hecho la aldea con los pies. Además, asistía a la escuela de artes y oficios, donde estudiaba repostería. En el plazo de un año, decoraría pasteles. Y tartas.

Naturalmente, la idea era inspirar a Sissy.

Julián le preparó incluso una entrevista con el estudiante de repostería, que se llamaba Norman. Dejó a la pareja de inválidos en un café, donde pudiesen hablar de corazón a corazón media hora. Cuando Julián volvió, se encontró con que Sissy había convencido a Norman para que tallase un tirolés de grandes pulgares que hiciese autoestop por las calles del pueblo.

53

LAS FIESTAS de Navidad fueron dulces y agradables para los Hitche, tras un otoño más bien tempestuoso,

Sissy había regresado el 8 de octubre a Nueva York, donde se había enfrentado con un marido inquieto y furioso y con una incrédula Condesa. Dónde había estado; por qué no había telefoneado; había colaborado y alentado la rebelión del Rosa de Goma, etc. Fue perrymasoneada de arriba abajo, y también franzkafkeada. Pero cuando amenazó con irse de nuevo, cesaron al fin los interrogatorios.

Respecto a La Condesa, su actitud frente a la rebelión del rancho era ambivalente. Un día maldecía a las vaqueras como la pandilla más repugnante de basura femenina que hubiese asolado nunca una nariz decente, y al siguiente insistía en lo mucho que admiraba a las mujeres capaces de arreglárselas sin hombres, y les deseaba suerte. Decía haber perdido el interés en el rancho. Ahora que tenía amigos en la Casa Blanca, los impuestos que le ahorraba el Rosa de Goma, eran una gota en el cubo. Podía ahorrar más con una simple llamada telefónica.

– Ese rancho es una tortura anal -se quejaba La Condesa, mientras su dentadura trabajaba la boquilla de marfil como un quiropráctico que enderezase la columna vertebral de un chiguagua-. Cuando mejore el mercado, lo venderé. Veremos entonces cómo maneja el nuevo propietario a esas pequeñas primitivas. Oye, ¿estás segura de que ese viejo saco de pulgas que vive en el cerro no tiene nada que ver con todo esto?

A La Condesa jamás le satisfacían las explicaciones de Sissy, pero pronto se aburrió de insistir tanto. Rechazó sus planes de hacer un corto publicitario para televisión con las grullas chilladoras y se lanzó a nuevos proyectos. Julián, por otra parte, se vio obligado a silenciar sus interrogatorios y llegó un momento, incluso, en que sus ojos castaños se achicaban hoscos ante la más insignificante e inocente referencia a la estancia de Sissy en el Rosa de Goma. Llegó a apagar la radio una vez cuando anunciaron una canción de Dakota Staton.

En realidad, a Sissy le hubiese gustado hablar con alguien de Jellybean y del Chink… pero nadie le inspiraba confianza. Julián, desde luego, no habría sido un buen oyente. Dedicaba en realidad mucho tiempo, incluso delante del caballete, a pensar en los cambios que se habían producido en su esposa, preguntándose su origen, y si serían para bien o para mal. Antes de su viaje al Oeste, Sissy había sido ardorosa amante y alumna indiferente. Pero, a su regreso, mostraba unos apetitos intelectuales lobunos con los discursos de Julián sobre historia, filosofía, política y arte, mientras sus reacciones entre las sábanas parecían puramente rutinarias. ¿Había ganado el hombre de Yale un cerebro o perdido una vagina? ¿Hacía esto feliz al indio?