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»Pero hay otros individuos que deciden estar locos para corresponder a lo que consideran un mundo loco. Han adoptado la locura como un estilo de vida. He descubierto que no puedo hacer nada por ellos porque el único medio de conseguir que abandonen su locura es convencerles de que el mundo está realmente cuerdo. Aunque he de confesar que me resulta casi imposible demostrar tal cosa.

Según las clasificaciones extraoficiales del doctor Goldman (y él habría sido el primero en calificarlas de personales y en exceso esquemáticas), los «problemas» mentales de Sissy Hankshaw Hitche encajaban exactamente en la primera categoría, pues no había duda alguna de que la habían visitado suficientes traumas en sus años de formación. Sin embargo, tras dos sesiones con ella, en una de las cuales le administró el «suero charlatán» para vencer su resistencia, quedó el doctor Goldman con la desazonante convicción de que Sissy pertenecía en parte, si no totalmente, a la categoría de los voluntariamente enloquecidos.

Como esta segunda categoría le irritaba, e incluso le asustaba un poco, decidió el doctor Goldman pasar el caso de Sissy a uno de sus ayudantes. Decidió, en concreto, descargar el caso de Sissy en el doctor Robbins, el joven interno que había asumido hacía muy poco responsabilidades en aquella clínica del East Side residencial.

El doctor Robbins pasaba mucho tiempo en el jardín, con una expresión soñadora. Parecía Doris Day con bigote. Se le había oído gritar a un paciente que se quejaba de que no tenía objetivos en la vida:

– ¡Objetivos! ¡Los objetivos son para los animales, que tienen mucha más dignidad que la especie humana! Usted lo que tiene que hacer es saltar a ese extraño torpedo e ir en él adonde le lleve.

A un paciente que había expresado deseos de superar su supuesta irresponsabilidad, el doctor Robbins le había dicho:

– El hombre que se considera «responsable» es que no ha analizado honradamente sus motivaciones.

A un paciente que se mostró ofendido, le había gritado el doctor Robbins:

– ¡No se sienta ofendido! Sea ofensivo.

Dos pacientes, al menos, habían recibido del doctor Robbins el siguiente consejo:

– ¿Así que se considera usted un fracasado, eh? Bueno probablemente lo sea. ¿Y qué? En primer lugar, si es usted razonable ya tendría que haberse dado cuenta de que pagamos tan caros nuestros triunfos como nuestros fracasos. Adelante y fracase. Pero fracase con ingenio, fracase con gracia, fracase con estilo. Un fracaso mediocre es tan insufrible como un éxito mediocre. ¡Abrace el fracaso! Escójalo. Aprenda a amarlo. Puede ser el único modo de ser libre,

No debería sorprender pues, el que parte del personal de la clínica mirase al nuevo interno con poca simpatía. El doctor Goldman, sin embargo, aguantaba todas las presiones y no despedía al doctor Robbins.

– Estos jóvenes salen hoy día de la facultad con la cabeza llena de Eric Erickson y R.D. Laing. Robbins es inteligente y esas ideas extremistas sólo resultan atractivas una temporada. En cuanto lleve seis meses de práctica se dará cuenta de que son bazofia idealista e irá rechazándolas.

El doctor Goldman fue a ver al doctor Robbins al jardín, donde éste oslaba cogiendo una planta de azafrán. Le dio el expediente de Sissy.

– Cuando entreviste usted a la señora Hitche, debe tener en cuenta las siguientes variables: Depresión, tensiones combinadas con sentimiento de culpa, consecuencia de la sensación de que la deformidad es un castigo, lo que tiende a inmóvilizar al deformado con la tristeza, el desvalimiento y la inadaptación consiguientes; pesimismo: una defensa contra el medio reflejada por la verbalización de un nivel limitado de aspiraciones; identificación inadecuada con el papel femenino: escasa identificación con todo aquello que en nuestra sociedad constituye lo femenino, con la pasividad y letargia consecuentes; impulsividad sociopática: emociones que se traducen en acciones agresivas sin que tengan importancia las consecuencia para los demás; ambición compensatoria inadecuada: incapacidad de movilizar energía suplementaria para superar las limitaciones físicas de la deformidad; y, sobre todo en este caso, compensación invertida: negación de la deformidad o capitalización irracional de ella, exagerada hasta el nivel de los delirios de grandeza. Una serie de preguntas bien preparadas reduciría esas variables con bastante rapidez a una o dos de interés básico, y sospecho que más bien será la última la que opere con mayor fuerza.

Cuando vio a Sissy a la mañana siguiente, sin embargo, ignoró el doctor Robbins el tipo de interrogatorio sugerido por el doctor Goldman y preguntó a Sissy directa y simplemente:

– ¿Por qué soltó usted los pájaros de su marido?

– No podía soportar más verlos enjaulados -contestó Sissy-. Merecían ser libres.

– Sí, entiendo. ¿Pero no se da cuenta de que esos pájaros llevaban toda su vida enjaulados y estaban acostumbrados a que alguien les alimentara? Ahora tendrán que alimentarse solos en una inmensa ciudad, extraña para ellos, cuyas reglas no conocen y donde probablemente se sientan aterrados y confusos. No serán felices con su libertad.

Sissy no vaciló.

– Sólo hay una cosa en este mundo -dijo- mejor que la felicidad. Y es la libertad. Es más importante ser libre que ser feliz.

El doctor Robbins vaciló.

– ¿Cómo ha llegado usted a esa conclusión? -preguntó.

– Quizá lo haya sentido siempre -dijo Sissy-. Pero fue el Chink quien me lo expuso con palabras.

Entonces, el doctor Robbins ya no vaciló. Como si se tratase del arco de un violín, pasó y repasó con un dedo su andrajoso bigote. Resultó una música suave y seca, una música capaz de mover a un copo de caspa a decirle a otro: «Querido, están tocando nuestra pieza.» Luego, accionó el interno el intercomunicador de la oficina.

– Señorita Waterworth -dijo-, cancele todas mis citas de hoy.

Y dicho esto, se levantó, su bigote con él, y dijo sonriente:

– Sissy, vamos a coger una botella de vino y a salir al jardín.

56

EL JARDÍN era una lección anatómica de cálices y pistilos. Con la despreocupación de un viejo profesor, la primavera pasaba las páginas. En divanes de cuero por toda la clínica, en el East Side residencial, en todo él, en realidad, había gente confesando los más extraños y aburridos detalles a un analista tras otro, pero allí, en el amurallado jardín del doctor Goldman, a las flores esto les importaba un pito. Las flores estaban por allí, los pétalos colgando, esperando lascivas que lograsen abrirse paso a través de la niebla contaminada las abejas. Sí, ni de la primera ni de la segunda categoría de psicosis ni de las adaptaciones sociales se preocupaban las flores.

Tampoco se preocupaba gran cosa Sissy. Julián le había prometido que si era «buena chica» y se quedaba un mínimo de treinta días en la clínica, la llevaría al norte del estado a conocer a sus parientes políticos. El padre de Julián, y el padre de su padre, habían fallecido, y su madre y su abuela paternas se habían ido de nuevo a vivir cerca de Mohawk, Nueva York, donde, para desazón de Julián, habían vuelto a algunos de los viejos hábitos. A lo largo de su matrimonio, Sissy se había afanado por sondear la indianidad del pasado de su marido. Pero no era sólo la perspectiva de poder conocer al fin a las indias que guardaba en su armario lo que le había hecho retoñar aquella mañana de mayo. Sissy se mostraba cordial con el doctor Robbins. Sissy resplandecía por sus dos cuencas oculares sobre todo, por la carta que acababa de recibir.