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«Hay denegerados que andan por ahí en coche», le decían. «Tarde o temprano te cogerá un hombre que te quiera hacer cosas sucias.»

La verdad es que a Sissy la cogían tales hombres una o dos veces por semana, y esto desde que había empezado a hacer autoestop, a los ocho o nueve años, Hay muchísimos más hombres de ese tipo de los que cree la gente. Suponiendo que muchos de ellos no se sintiesen atraídos por una chica con… con un defecto físico, hay muchísimos hombres así, realmente. Y Sissy sabía muy bien cuántos.

Ella tenía una regla: que siguieran conduciendo. Mientras mantuviesen el vehículo en marcha carretera adelante, los conductores podían hacer con ella lo que quisieran. Algunos se quejaban de que era el viejo truco del buñuelo rodante, que ni siquiera Houdini había logrado dominar, pero se arriesgaban a probarlo. Sissy fue causa de varios accidentes, explotó las bases mismas del ingenio masculino y preservó su virginidad hasta la noche de bodas (ya bien pasados los veinte). Un automovilista, un tipo bronceado y atlético, logró un fugaz lametón francés mientras mantenía su Triumph TR 3 en dirección correcta con moderado tráfico. Pero normalmente, las limitaciones impuestas por la firme devoción de Sissy al movimiento vehicular eran superadas con mucha menos destreza.

Sissy ni solicitaba ni desalentaba; aceptaba las atenciones de los conductores con sosegada complacencia… e insistía en que siguieran conduciendo. Comía las hamburguesas de queso y los helados que le compraban mientras pescaban en sus bragas lo que suelen pescar los hombres en ese espacio primitivo. Iban sus preferencias personales por el balanceo suave y rítmico. Y por las transmisiones automáticas. (A ninguna chica le gusta que la moleste un individuo que continuamente ha de cambiar de marcha.) El que la molestasen era, en cierto modo, gaje adicional del oficio, placer secundario que se arrastraba como un remolque tras el supremo gozo del autoestop. En el fondo tenía que admitir, además, que era un riesgo divertido.

Como el cerebro es tan proclive a la inflamación, había de cuando en cuando cabezas calientes que no querían o no podían respetar su regla. Con el tiempo, aprendió a reconocerles por sutiles indicios (labios apretados, ojos huidizos y una palidez que nace de sentarse en habitaciones afelpadas a leer la revista Playboy y la Biblia) y rechazaba sus ofertas de viaje.

Antes, sin embargo, Sissy se enfrentó a los presuntos violadores de otro modo. Cuando se veía presionada, colocaba los pulgares entre las piernas. Lo normal era que el individuo renunciase sin más, en vez de intentar apartarlos. Su simple visión allí, guardando la ciudadela, bastaba para enfriar pasiones o, al menos, para confundirles lo suficiente para que pudiera Sissy saltar del coche.

Sissy querida. Tus pulgares. HOLLYWOOD ESPECTACULAR. LAS VEGAS. EL ROSE BOWL. Superiores a los deseos de cualquier hombre.

(Digamos, por otra parte, que la mamá de Sissy jamás advirtió huellas olfativas de las aventuras de su hija. Quizá se debiese a que en Richmond Sur hasta la húmeda excitación de una jovencita adquiría rápidamente la fragancia del tabaco.)

9

LA LLEVARON una vez a un especialista. Una vez era todo lo que su familia podía permitirse.

El Dr. Dreyfus era un judío francés que se había establecido en Richmond tras los desagradables incidentes de los años cuarenta. En la puerta de su consultorio se proclamaba que era cirujano plástico y especialista en heridas de las manos. Sissy tenía unos cuantos coches de juguete de plástico: los utilizaba para plantear problemas teóricos de autoestop. A diferencia de muchos otros niños, cuidaba amorosamente sus juguetes. La idea de un cirujano plástico le parecía una total estupidez. La sugerencia de una herida la desconcertaba aún más.

– ¿Duelen alguna vez? -preguntó el doctor Dreyfus.

– No -contestó Sissy-. Nunca duelen.

¿Cómo podía explicarle el leve hormigueo de energía que había empezado a percibir en ellos?

– ¿Por qué te encojes entonces cuando aprieto? -preguntó el especialista.

– Por eso -dijo Sissy.

De nuevo la colegiala era incapaz de diferenciar la emoción verdadera, pero a lo largo de su vida se negaría a dar la mano a alguien por miedo a dañar aquellos dedos que habían de ser para el autoestop lo que fue la batuta de Toscanini en un plano de actividad más tradicional.

El Dr. Dreyfus midió los pulgares. Circunferencia. Longitud. Aunque la piel no carecía de brillo, ni mucho menos, les aplicó un colirio. Los golpeó con unos martillitos chiquitines, registró (sin asomo de preferencia estética) los diversos tintes y matices de su coloración, los ordeñó con jeringuillas, los pinchó con alfileres. Los colocó uno tras otro sobre las balanzas, cautelosamente, como si fuese el tesorero español y ellos perritos calientes musicales traídos de América por Cristóbal Colón para divertir a la Reina. Con voz sombría, comunicó que constituían el cuatro por ciento del peso total del organismo de la chica… o más o menos el doble que el cerebro.

Luego pasaron por los rayos X.

– La estructura ósea, el origen aparente y la inserción de musculatura y articulación guardan las proporciones adecuadas y son normales en todos los aspectos salvo el tamaño -anotó el doctor con un cabeceo. El pulgar espectral cabeceó también en negativo.

El señor y la señora Hankshaw fueron reclamados de la sala de espera, donde las fantasías del Saturday Evening Post habían nublado su preocupación paternal instintiva lo mismo que las ideas sentimentales de Norman Rockwell nublan la pureza de un lienzo en blanco.

– Están sanos -dijo el Dr. Dreyfus-. No podría hacer nada que no le costase a usted el salario de un año.

Se agradeció al doctor tal consideración con las finanzas de los Hankshaw. («Pero un judío es un judío», explicó el papá de Sissy a los compañeros de trabajo la primera vez que estuvo lo bastante sobrio para ir a trabajar. «Si hubiese creído que teníamos el dinero, habría intentado exprimirnos».) Padres e hija se levantaron para irse. El doctor Dreyfus siguió sentado. Su gruesa estilográfica negra permanecía sobre la mesa. Su diploma de la Sorbona seguía en la pared, y así sucesivamente. -Cuando el gobierno francés le preguntó en 1939 cómo había que proyectar uniformes de paracaidistas para invisibilidad máxima, el pintor Pablo Picasso contestó: «Vístanlos de arlequines».

El médico hizo una pausa.

– No creo que esto signifique mucho para ustedes.

El señor Hankshaw miró al especialista y luego a su mujer, luego miró sus zapatones (en los que habían sido repuestos recientemente los cordones robados) y de nuevo al especialista. Rió, medio incómodo, medio irritado,

– Sí, claro que no, doctor.

– Da igual -dijo el doctor Dreyfus; y se levantó entonces-. La chica tiene, por supuesto, una anormalidad congénita. Lo siento pero no conozco la causa. El gigantismo en una extremidad suele deberse por lo general a un nemangioma cavernoso; es decir, un tumor venoso que arrastra cuantías excesivas de sangre hacia la extremidad afectada. Cuantos más nutrientes recibe una extremidad, mayor se hace, naturalmente, lo mismo que si pone usted gallinaza alrededor de un rosal, crecerá más que sin estiércol. ¿Comprende? Pero la chica no tiene ningún tumor. Además, la posibilidad de nemangioma en ambos pulgares es como de uno en billones. La chica, si he de serles franco, es una especie de rareza médica. Como el tamaño de los pulgares disminuye su capacidad y su destreza manual, sus actividades vitales y sus posibilidades profesionales se verán reducidas. Podría ser peor. Tráiganmela si alguna vez tiene dolores. Entretanto, habrá de aprender a vivir con ellos.