– Hábleme de ese Chink -dijo el doctor Robbins.
Sissy se dispuso a hacerlo. Lanzó un suspiro que podría haber inflado todo el pavo. Luego, se lo contó todo.
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NI A LOS siwash ni a los chinos pertenece el Chink.
Como muchas de las mejores y de las peores contribuciones a la especie humana, el Chink es japonés. Con su habilidad para la imitación creadora, los japoneses hicieron al Chink.
Había nacido en una isla de la cadena Ryukyu. Le llamaban isla pero era en realidad un volcán, una coraza semisumergida que la naturaleza había colocado en la cabezota del mar por olvidar si había sido primero la tierra o el agua. Durante siglos el volcán había enviado susto tras susto de humo púrpura hacia el delo. Fumaba en cadena.
En las laderas de este cono volcánico humeante habían cultivado ñames los padres del Chink y en las laderas de este cono volcánico humeante había jugado el pequeño Chink. Una vez, a los seis años, escaló hasta la cima. Allí le encontró su hermana, al borde del cráter, inconsciente por los humos, el pelo y las pestañas chamuscados. Había estado mirando las entrañas del monte.
A los ocho años emigró a los Estados Unidos de América, donde su tío cuidaba huertos y jardines en San Francisco. El jardín del doctor Goldman estaba muy bien para una clínica de Nueva York, pero el tío del Chlnk no habría querido que uno de sus jardines se casara con él.
El Chink aprendió inglés y otras malas costumbres. Fue al instituto de enseñanza media y a otros lugares peligrosos. Obtuvo la ciudadanía norteamericana y otras distinciones dudosas.
Cuando le preguntaban qué pensaba hacer en la vida, contestaba (aunque había aprendido a apreciar las películas, la música de las máquinas de discos y otras cosas típicamente norteamericanas) que quería cultivar ñames en la ladera de un volcán… pero como esto era imposible en la ciudad de San Francisco, se hizo jardinero como su tío. Durante más de doce años hizo la hierba más verde y las flores más floridas en el campos de la universidad de California, en Berkeley. El doctor Robbins habría admirado su trabajo.
Por acuerdo especial con sus patronos, asistía el Chink a una clase por día en la universidad. En el período de doce años completó buen número de cursos. Jamás se graduó, pero sería un error suponer que no recibió una formación.
Fue lo suficientemente astuto para advertir a sus parientes el 8 de diciembre de 1941, al día siguiente de Pearl Harbor: «El Shinto ha roto el abanico. Será mejor que metamos de nuevo nuestros amarillos culos en un volcán seguro y comamos ñames hasta que esto termine.» No le escucharon. Eran después de todo ciudadanos norteamericanos, patriotas, propietarios y pagaban sus impuestos.
El Chink tampoco se molestó gran cosa en huir. Estaba enamorado otra vez. Acampaba al borde de un volcán distinto. Es un decir.
El 20 de febrero de 1942 llegó la orden. Dos semanas más tarde el Ejército tomó medidas. En marzo, la evacuación estaba en plena marcha: Unos ciento diez mil individuos de origen japonés fueron trasladados de sus hogares en zonas «estratégicas» de la costa oeste a diez campos de «readaptación» tierra adentro. Sólo podían llevar al campo lo que pudiesen transportar. Atrás quedaron casas, negocios, tierras, muebles, tesoros personales, libertad. Norteamericanos de origen no nipón compraron sus tierras a diez centavos por dólar. (Los cultivos se perdieron.) El setenta por ciento de los individuos trasladados habían nacido y se habían educado en Estados Unidos.
Los japoneses «leales» fueron separados de los «desleales». Si uno juraba fidelidad a la causa norteamericana (y superaba con éxito una investigación del FBI) podía elegir entre seguir en un campo de readaptación o buscar un empleo en zona no estratégica. Los campos eran instalaciones militares de barracones de cartón embetunado, provistas de catres de lona y estufas barrigudas. En cada barracón vivían de seis a nueve familias. Las divisiones entre «apartamentos» eran finas como galletas y no llegaban al techo. (Aun así, hubo una media de veinticinco nacimientos por mes en la mayoría de los casos.) No había grandes deseos de abandonar los campos. A una familia leal que se había trasladado a una granja de Arkansas la había linchado una airada muchedumbre antijaponesa.
Los japoneses americanos desleales (los que manifestaron cólera excesiva por la pérdida de su propiedad y la alteración de sus vidas, o que fueron, por otras varias razones, considerados sospechosos y peligrosos para la seguridad nacional) pudieron disfrutar del placer de hacerse mutua compañía en un campo especial, el Centro de Segregación del Lago Tule, del condado de Siskiyou, California. Al Chink le habían preguntado si apoyaba el esfuerzo bélico norteamericano. «¡Demonios, no!» Contestó. «Ja ja jo jo ji ji.» Esperó la pregunta lógica siguiente, si apoyaba el japonés, a la que habría dado similar respuesta negativa. Aún seguía esperando cuando la policía militar le metió en el tren del Lago Tule.
Tule era aún menos lago que el Siwash. Lo habían drenado para que pudiese «reclamarse» la tierra como zona de cultivo. ¡Reclamar la tierra! ¿Qué fue primero, la tierra o el agua? Si te equivocas, tendrás que sentarte en un rincón con un volcán en la cabeza.
El campo de detención lo habían construido en la parte seca del fondo del lago que no servía para el cultivo. Sin embargo, los prisioneros (o «segregados», como prefería denominarlos la Autoridad de Readaptación Bélica) tenían que trabajar en las zonas agrícolas de alrededor, construyendo diques, excavando canales de irrigación y cultivando productos que demostraron una vez más que los pulgares más verdes suelen ser amarillos.
(Quizás el autor te esté diciendo más sobre el Lago Tule de lo que quieres saber. Pero el campamento aún existe en el norte de California, junto a la frontera de Oregón, y aunque el tiempo, esa pildora dietética definitiva, haya reducido sus mil treinta y dos edificaciones a sus cimientos de hormigón, quizás el gobierno aún tenga planes para ellos que puedan afectarte a ti algún día.)
Cocido en el verano, cegado por el polvo en el otoño, helado en el invierno y con barro hasta los codos en primavera, el campamento del Lago Tule estaba rodeado de una valla alta de alambre espinoso. Había soldados en torres de vigilancia que hacían guardia constante… vigilando a los niños que nadaban en los canales, a los adolescentes que cazaban serpientes cascabel, a los viejos que jugaban al Go y a las mujeres que compraban novedades en el economato donde siempre estaban en las estanterías los últimos ejemplares de Confesiones Auténticas. Se decía que aunque se prescindiese de los guardianes, los segregados no intentarían escapar. Tenían miedo a los campesinos del Lago Tule.
El Chink pidió que le permitiesen reunirse con su familia en un campo menos riguroso. Pero su expediente del FBI indicaba que había realizado, durante un período de años, prácticas tan paganas como jiu jitsu, ikebana, magia de hongos, sánscrito y arte del arco zen; en la universidad de California había escrito artículos académicos que indicaban tendencias anarquistas; y había tenido relaciones íntimas repetidas con mujeres caucásicas, incluyendo la nieta de un almirante de la marina de los Estados Unidos. Reténganlo, por favor, en Lago Tule.
A principios de noviembre de 1943, hubo un problema en el Lago Tule. El imprudente chófer de un camión del ejército atropello y mató a un agricultor japonés. Enfurecidos, los segregados se negaron a terminar la recolección. Siguió un enfrentarniento que los portavoces del ejército calificaron de «motín». Entre los ciento cincuenta y cinco cabecillas que pasaron a una prisión militar tras la correspondiente paliza, estaba el hombre al que ahora llamamos el Chink. No había participado el Chink en el «motín», en realidad estaba comprobando el ritmo de la cosecha, pero las autoridades del campo afirmaron que su actitud notoriamente insubordinada (por no mencionar su absurdo afán de venerar las plantas y las verduras y las mujeres de otros hombres) contribuyeron a soliviantar el campamento.