Si le gustaba poco el centro de segregación, menos aún le gustó la cárcel. Tras meditar varios días y noches sobre el ñame, ese tubérculo que aunque permanezca dulce al gusto y suave al tacto, es tan duro que puede crecer en las laderas de volcanes en plena actividad, lo convirtió en su mantra. Om maní padme ñame. Haré ñame-a. Jam, bam, gracias ñame. Fuego infernal y nación ñame. Luego, como el ñame, metióse bajo tierra, hizo un túnel y salió por él de la prisión.
En la Norteamérica de la guerra, en que hasta los niños de pecho y los pacientes lobolomizados recordaban Pearl Harbor, el furtivo y pequeño infiel de ojos rasgados y barriga amarilla se convirtió en un ñame. Como si dijéramos.
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HAY UNA MÁXIMA isabelina que dice: «Atender un jardín es ser civilizado.»
El ilimitado amor de Sir Kenneth Clark por la civilización occidental parece ronronear mucho más a gusto cuando se despliega en un jardín manicurado vestido de tweed.
El jardín regular es una habitación al aire libre donde se purga la naturaleza de su salvajismo, o, al menos, se mantiene en el límite.
Fue en un jardín de suma calidad donde se inició la caída del hombre. La pregunta es: ¿Caída de dónde? ¿y en qué? ¿De inocencia a pecado? ¿De substancia a forma? ¿De primitivismo a civilización?
Si dijésemos que el hombre primitivo, no caído, tenía acceso a procesos psíquicos nutritivos que los recortados setos de la civilización han oscurecido, ¿sería injusto deducir que la mente extática degenera cuando empiezan a pensar en la jardinería?
La jardinería japonesa, con su énfasis en los intervalos irregulares, frente a la insistencia de la jardinería europea en la forma ordenada, genera puntos de partida más que series de condicionamientos,…
El doctor Robbins, ya subsidiariamente afectado por el Chink, contemplaba absorto el jardín de la clínica con nuevas perspectivas, mientras Sissy entraba a los servicios. De pronto los rojos zapatos de la señorita Waterworth aparecieron entre los tulipanes.
– Disculpe, doctor Robbins -dijo la señorita Waterworth-, pero el doctor Goldman le pide que reconsidere usted su propuesta de cancelar todas las citas de hoy.
Desde donde estaba tendido en la rasurada hierba, acunando la botella de Chablis de la que aún quedaban tres cuartos, no alzó siquiera los ojos el doctor Robbins, sino que continuó con ellos fijos en los zapatos rojos. Le recordaban las despellejadas rodillas de nuestro traicionado Salvador arrodillado en el rocío de Getsemaní, al veloz flik-flik de la lengua de Serpiente, la sangre que manaba en dolor y placer en el Parque de Ciervos del rey Luis, los micrófonos habilidosamente ocultos que florecen entre las rosas del jardín de la Casa Blanca… y otras lúgubres escenas de viejos ejemplares de Better Plomes & Gardens.
– Un momento, señorita Waterworth -dijo el doctor Robbins.
Regresaba Sissy.
– Sissy, tienes más que contarme sobre el Chink, ¿verdad?
– Oh claro -dijo ella-. No te he dicho siquiera cómo se fue a vivir con el Pueblo Reloj. Ni muchas otras cosas. Pero si se ha acabado el tiempo…
– Da igual. Señorita Waterworth, está usted interrumpiendo las únicas frases interesantes que he oído decir a un paciente (y, podría añadir, a un miembro del personal) en los tres meses que llevo en esta institución. Dígale al doctor Goldman que lo siento. Vamos, Sissy. ¿Otro trago de vino? Adelante.
– Veamos. ¿Dónde estaba?
– El Chink era tan desgraciado en el centro de Segregación del Lago Tule que decidió escapar.
– No dijo Sissy-. Te he dado una impresión falsa. El Chink no estaba encantado con el campo, pero no era desgraciado. El terreno que rodea al Lago Tule da los mejores rábanos picantes del mundo. Da también grandes cebollas blancas y toneladas de lechugas. Él plntaba, cultivaba, recogía y veneraba. No era desgraciado, en realidad.
– Claro -dijo el doctor Robbins-. Ya entiendo. No era desgraciado pero tampoco era libre. La libertad es más importante que la felicidad, ¿no es eso?
Sissy bebió un trago de vino y le pareció demasiado seco. La Condesa la había hechizado con el gusto del Ripple.
– No, no es eso exactamente tampoco -dijo-. Aunque el Chink estuviese en las primeras etapas de su desarrollo, había adelantado lo suficiente para saber que la libertad (para los seres humanos) es más que nada una condición interna. Era lo suficientemente libre en su propia cabeza, incluso entonces, para soportar el Lago Tule sin una indebida frustración.
– ¿Por qué escapó entonces? -el doctor Robbins se frotó con la boca de la botella el oruguesco bigote. Como si estuviese entrenado precisamente para tal función, se onduló éste hasta formar un andrajoso interrogante.
– Aún no sabes que el Chink siente una extraña fascinación por la ciencia de lo peculiar, por las leyes que gobiernan las excepciones.
La oruga repitió su interrogante.
– Bueno -explicó- Sissy-, había tres categorías de japoneses norteamericanos en el país durante la guerra. Estaban los de los campos de detención, como el Lago Tule; luego, los que habían liberado para realizar trabajos serviles en zonas rurales remotas del interior, y luego los que servían en el ejército norteamericano. Cada miembro o cada categoría estaba cuidadadosamente vigilado y supervisado por el gobierno. El Chink se fugó del Lago Tule porque consideró que debería haber una excepción. Tras suficiente provocación, decidió hacer lo singular como opuesto a lo general, para encarnar la excepción en vez de la norma»
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SE DIRIGIÓ A las colinas proverbiales. La Montañas Cascade quedan al oeste, tras unos treinta kilómetros o más de lechos volcánicos. La lava le resultaba muy familiar. Cada rasguño de sus zapatos le aproximaba más a su niñez. Durante toda la noche, trotó, caminó, descansó, trotó. Al ponerse el sol, le esperaba el monte Shasta, cono de helado de diamante, volcán de vacaciones, adornado (como las grullas chilladoras) con el poder del blanco. Alentándole. Una hora después de amanecer estaba a cubierto bajo los árboles.
Pensaba ir por la senda de la cresta, cruzar los Montes Cascade y seguir luego Sierra Nevada hasta México. En primavera quizá volviese como emigrante clandestino a Norteamérica para trabajar en la cosecha. No eran muchos los granjeros capaces de distinguir a un nipón de un hispano, no con sombrero de paja y el espinazo doblado hacia los nabos. Ay, México quedaba a mil seiscientos kilómetros de distancia, el mes era noviembre, ya había nieve en las cumbres, flop flap cantaban sus zapatos.
Por fortuna, el Chink sabía qué plantas comer y qué bayas, nueces y hongos asar en diminutas hogueras sin apenas humo: Cómo mejor remendarse los zapatos con cortezas. Su viaje siguió bien una semana o más. Luego, del misterioso lugar donde el tiempo habita, llegó cabalgando una poderosa y brusca tormenta. Durante un rato, jugó con él, soplando en sus oídos, aviejando su pelo normalmente negro, colgando copos habilidosamente en la punta de su nariz. Pero la tormenta iba en serio y pronto el Chink, pese a cobijarse bajo un saliente, comprendió que, en comparación, la pasión de aquella tormenta por tormentear convertía en cosa de risa su propio deseo de llegar a México. Nieve nieve
nieve nieve nieve. Lo último que una persona ve antes de morir se ve obligado a llevarlo consigo por todas las salas de equipaje de la muerte eterna. El Chink se esforzó por fijar sus ojos en una secoya o al menos en un matorral de gaylussacia, pero todo lo que sus congelados ojos veían era nieve. Y la nieve quería tenderse sobre él con el mismo ansia con que el varón quiere tenderse sobre la mujer.
La tormenta se ensañó con él. Perdió la conciencia esforzííndose por pensar en Dios, y pensando en cambio en una radiante mujer que cocinaba ñames.