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En un contexto natural, jamás el fenómeno habría constituido un holocausto. Lejos de esos centros de hacinamiento que denominamos ciudades, un «terremoto» sólo constituiría una aceleración superficial de los movimientos protoplasmáticos del globo, que, a profundidades diversas e intensidades varias, están produciéndose siempre, y no, en consecuencia, en un momento sino en todo momento. Al producirse «en todo momento» es como si se marginaran del tiempo, pues la idea de tiempo está soldada inseparablemente con la de progresión. Y ¿cómo puede avanzar lo que está ya en todas partes?

De ahí hay un breve salto al saliente del sueño: la Eternidad del Gozo (el presente continuo en el que todo, fluyendo la danza de las eras, que erróneamente juzgamos despliegue cronológico y no posición fija de conciencia celular profundizada, se integra siempre).

Cuando los ciudadanos de San Francisco se pusieron inmediatamente a reconstruir su ciudad, los indios se sintieron, comprensiblemente, muy decepcionados. Los ciudadanos blancos (y amarillos) no habían aprendido nada. Habían recibido una señal (una señal lúcida y poderosa) de que el hacinamiento humano y su tecnología concomitante no son el camino adecuado para participar de la hospitalidad de este planeta. (Hay en realidad incontables medios de vivir alegres y sanos sobre esta temblorosa esfera, y probablemente sólo uno (el de la industrialización, la urbanización y el hacinamiento) de vivir como imbéciles, y el hombre ha ido a elegir precisamente éste.) Los habitantes de San Francisco no percibieron la señal. Capitularon, optando por mantenerse en el tiempo y apartarse de la eternidad.

Quizá los lectores se pregunten por qué los indios, que identificaron el terremoto como lo que realmente era, no pasaron a la Eternidad del Gozo sin más y de inmediato. Enfocaban, en fin, a la vez con visión realista y sentido del humor su situación. Se daban cuenta de que harían falta de tres a cuatro generaciones para eliminar los sedimentos culturales previos. Los patriarcas (de los que sólo dos o tres viven aún) razonaron que si podían canalizar todas las frustraciones y compulsiones autodestructoras de sus hermanos en un ritual único y simple, conseguirían dos cosas: una, que fuera de ese ritual, la comunidad pudiese experimentar libremente estilos de vida y apartarse de los señuelos de la muerte. Segundo, tarde o temprano, la tierra emitiría otra poderosa señal, lo bastante para destruir su último icono de cultura atada al tiempo, los relojes, poniendo fin al ritual aunque éste estuviese remodelando gran parte de la civilización norteamericana.

Lo que nos lleva, tictaqueando, a la cuestión del segundo reloj. El primer reloj de las maquinarias originales, el reloj de arena de membrana, se asienta en un estanque de agua. La Gran Madriguera queda situada sobre una profunda fractura, una de las ramas principales de la Falla de San Andrés. La falla de la Sierra aparece claramente en los mapas geológicos del norte de California (lo cual constituye un indicio del emplazamiento de las máquinas originales, ¿verdad? aunque la falla sea muy larga). Además, la corriente subterránea que alimenta el estanque de la Gran Madriguera desemboca directamente en la Falla de San Andrés. Ese estanque de agua es el segundo reloj del sistema. Consideremos sus piezas.

Momentos antes de un terremoto, determinados individuos sensibles experimentan náuseas. Los animales, por ejemplo el ganado, son aún más sensibles a las vibraciones que preceden al terremoto, sintiéndolas antes y con mayor intensidad. Pero no hay duda de que las criaturas que son más sensibles a los terremotos en la actualidad son ios siluros. Lectores, se trata de un hecho científico; les escépticos no deberían vacilar en comprobarlo. Siluros.

Ahora bien, hay una especie de siluros, ciega por herencia, que habita en exclusiva las aguas subterráneas, Su nombre latino es Satán Euristomus, de nuevo para escépticos, pero los espeleólogos llaman a estos peces blandcats o gatos ciegos. Estos gatos ciegos, relativamente raros en California, son muy comunes en las nievas y cavernas de los estados Ozark y de Tejas.

En el estanque de los relojes hay siluros de este tipo. Su innata sensibilidad a los terremotos, típica de los siluros, viene suplementada por el hecho de encontrarse conectados, por aleta y bigote, a la vibración de una de las cadenas de fallas más grande y frenética del globo. Cuando se inicia un movimiento de cualquier pasión ritcheriana, el siluro entra en un estado de conmoción. Deja de comer, y cuando se mueve, lo hace erráticamente. Por el control constante de los cambios en el campo magnético de la Tierra o en la inclinación de su superficie o por el ritmo cinético y la intensidad de la tensión cuando las fallas reptan lentamente, los sismólogos han predicho con exactitud una serie de temblores de menor cuantía, aunque no con gran precisión. Los siluros de los relojes, por otra parte, han registrado la inminencia de terremotos en lugares tan lejanos como Los Ángeles (1971) y hasta con cuatro semanas de antelación.

En las paredes de tierra de la Madriguera Central, el Pueblo Reloj ha anotado ordenadamente las fechas e intensidades de todos los temblores, intensos o suaves, que se han producido en las fallas de tres mil kilómetros de Costa Oeste desde 1908. EJ gráfico general, transcrito por el reloj de los siluros, muestra una estructura rítmica que indica a las mentes rítmicas de los indios que algo importante va a suceder cualquier semana.

Este atisbo de destrucción sólo es pitagoriano en el sentido de que si el cataclismo borra el último vestigio de rito cultural, llegará ese género de libertad completa, social y psíquica, que sólo puede brindarnos la natural anarquía atemporal, el nacimiento de un pueblo nuevo a la Eternidad del Gozo.

El Pueblo Reloj considera la civilización como una serie de símbolos de disparatada complejidad que oscurece procesos naturales y dificulta el movimiento libre. La tierra está viva. Arde en su interior el calor del anhelo cósmico. Anhela estar de nuevo con su esposo. Gime. Se agita suavemente en su sueño. Cuando se rompan las simbologías de la civilización, no habrá más «terremotos». Los terremotos son una manifestación de la conciencia humana. Sin locuras hechas por el hombre no podría haber terremotos. En la Eternidad del Gozo, el hombre desurbanizado, pluralizado, a gusto con su tecnología suave, sonreirá y suspirará cuando la tierra empiece a temblar.

– Está inquieta esta noche -dirá.

– Tiene sueños de amor.

– Siente añoranzas.

62

EN LAS ALETAS de los delfines hay cinco dedos esqueléticos.

En otros tiempos, los delfines tenían manos. De los residuales digitales que hay en sus aletas, se puede deducir que los delfines tenían dedos oponibles. Imaginaos un delfín con un as en la mano. Imaginaos un delfín arrancando los pétalos de una margarita: Me quiere, no me quiere. Imaginad un delfín, que dibuja una carta astrológica descubriendo que todos sus planetas estaban en Piscis. ¿Puedes imaginarte a un delfín metiéndose los dedos en el respiradero? ¿A un delfín a la máquina escribiendo su libro?

Imagina al delfín, un animal terrestre entonces (aunque el Expreso Piscis sólo para en el fondo del mar) agitando un flaco pulgar en el aire de lagarto filtrado de la prehistoria, en autoestop camino de la Atlántida o de Gondwana. ¿Cogerías tú a un delfín que hiciese autoestop? ¿Y si condujeses una barracuda?

¡Bueno, bueno, bueno, el autor quiere decir (a los miopes y a los condicionados mentalmente por el tiempo) que el delfín también tenía pulgares! Piensa esto cuando tengas un rato. Ahora mismo. Sin embargo el pulgar del delfín queda eclipsado por el pulgar de Sissy. Que ella flexiona ahora en un sucio jardín ciudadano.