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– ¿Tiene bandera vuestro movimiento? -preguntó el Chink.

– ¡Claro! -y le describieron su enseña.

– ¿Y tiene dirigentes vuestro movimiento?

– Grandes dirigentes.

– Entonces, podéis metéroslo en el culo -dijo el Chink-. No habéis aprendido nada.

Y bajó al arroyo a buscar berros.

Unas semanas después, aceptó la invitación de un anciano jefe siwash que era el principal aliado exterior del Pueblo Reloj, un brujo degenerado que sabía convertir la orina en cerveza, para que le iniciase como hechicero, honor que le dio derecho a ocupar la cueva sagrada del lejano Cerro Siwash. Inmediatamente partió para las colinas de Dakota a construir un reloj cuyos tics pudiesen repetir exactamente los tics del universo, cuyo son, sonaba a su oído, cada vez mas «ja ja jo jo ji ji».

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CUANDO SE ESTÁ todo el día en la silla, se necesila hacer algo con la boca aparte de cantar «yipi yipi yu». Claro que suele hacer demasiado calor y sequedad para cantar. Una acaba con la garganta llena de polvo.

Sin embargo, cuando se está pegado a la silla del amanecer al obscurecer, se necesita algo de naturaleza oral que le mantenga a uno ocupado y tranquilo. Por eso tantos vaqueros mascan tabaco o fuman «líelo usted mismo». Por eso, es realmente País Malboro.

Pero las vaqueras de la Nueva Era, no son muy partidarias del hábito del tabaco. Gloria estaba poderosamente ligada a los Pall Malls que llegaban a ella a través de una larga ruta, desde Richmond Sur, Virginia. Y Big Red solía aceptar una mascada. En conjunto, sin embargo, las chicas sentían por el tabaco una no-preferencia rayana en el desprecio. Aunque no estuviesen de acuerdo con Debbie que predecía: «Cuando las cosas se pongan realmente mal en el planeta y la Tierra empiece a desmoronarse con las guerras, la contaminación, los terremotos, etc., entonces, vendrán los Seres Superiores en platillos volantes y rescatarán a las almas más perfectas que haya entre nosotros; pero no podrán llevarse a bordo de sus naves espaciales a los fumadores, porque los que tienen nicotina en el organismo explotan al entrar en la séptima dimensión».

Las vaqueras necesitaban, en cierto modo, algo con la boca mientras cabalgaban, y lo que hacían era esto: se metían un caramelo en un carrillo y un trébol en el otro. Raras veces chupaban y nunca masticaban, sólo se concentraban en la mezcla de jugos del caramelo y el trébol que bajaba por sus amígdalas, en un goteo constante como agua de lluvia cayendo por los tejados de caramelo del país de las hadas.

Y además de calmar y entretener, sin la necesidad de escupir ni utilizar las manos, el caramelo y el trébol dan al individuo el aliento más interesante del mundo.

No es extraño que las damas del Rosa de Goma anduviesen siempre besándose, aunque lo que una vaquera hace con su boca cuando vuelve al barracón, no debería en realidad preocuparnos a nosotros, estudiosos de las costumbres de Occidente.

Cuando había treinta o más vaqueras cabalgando en el Rosa de Goma, solían la grama y las colinas y todo el ancho cielo incluso empezar a oler a caramelo y trébol.

A veces el Cliink lo percibía desde su cerro. No al principio de su llegada a Dakota, claro. Entonces, sólo podía oler polen y artemisa y humo de madera y su propio yo peludo. Alguien dijo, no recuerdo quién: «un ermitaño es misterioso para todos salvo para el ermitaño».

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CUANDO SE instaló en el Cerro Siwash, no podía el Chink al principio captar una vaharada de aliento caramelotrébol o de arrebato risa-Condesa de vaqueras. Y mejor así, pues si hubiese habido vaqueras entonces en el Rosa de Goma, podrían haber apartado su nariz de sus propios asuntos. Y tenía asuntos de sobra. La cueva resultó tan maravillosa como le anunciaran, pero eran necesarios enormes trabajos y mucha inteligencia para adaptarla a su estilo de vida y hacerla residencia cómoda para todo el año. Además, tenía que montar un reloj y no era tarea fácil. Y para readaptar la cueva y planear su reloj, había también de desligarse de la conciencia del Pueblo Reloj, porque veintiséis años entre los indios de la Gran Madriguera le habían condicionado más de lo que supuso cuando decidió establecerse otra vez por su cuenta.

La mayor parte de los seres humanos tiene cerebros como cera blanda. En cuanto se graba en ellos una impresión, no cambia hasta que tú la cambias por ellos. Son maleables pero no automaleables (circunstancia que políticos y relaciones públicas aprovechan en sus lúgubres triunfos). El Chink, sin embargo, era absolutamente capaz de remoldear su bola de sebo: sólo que le llevó más tiempo del que suponía.

Cuatro años después hablaba a Sissy del Pueblo Reloj con admiración, aprecio y zumbona ironía.

En épocas de caos y confusión generalizados, el crear orden ha sido deber de la vanguardia del género humano (artistas, científicos, payasos y filósofos). En épocas como la nuestra, sin embargo, en que hay demasiado orden, demasiada dirección, demasiada programación y control, es deber de los hombres y mujeres superiores tirar su llave inglesa favorita dentro de la máquina. Aliviar la represión del espíritu humano, sembrando duda y caos. El Chink soltaba su infernal y chiflada risa tonta imaginando las dudas y confusiones que provocaría en la sociedad el inevitable descubrimiento del Pueblo Reloj. Reía aunque sospechase que ese descubrimiento destruiría al Pueblo Reloj, y aunque se burlase de la repugnante falacia democrática «más es mejor», implícita en la idea de que ha de sacrificarse la parte al todo.

– Quiero mucho a esos pieles rojas chiflados -dijo el Chink a Sissy-. Pero no puedo participar de su sueño utópico. Al cabo de un tiempo, pensé que la confianza del Pueblo Reloj en la Eternidad del Gozo era prácticamente idéntica a la confianza cristiana en el Segundo Advenimiento. O a la confianza comunista en la revolución mundial. O a las esperanzas depositadas en los platillos volantes. Todo es lo mismo. Más mamones invirtiendo su cuota de presente en el futuro, acumulando miserias sin cuento en el banco de un final feliz de la historia. Pues bien, la historia jamás acabará, ni bien ni mal. Y la historia acaba cada segundo… bien para algunos de nosotros, mal para otros, bien un segundo, mal al siguiente. La historia está acabando siempre y no acaba nunca, y de todos modos no hay nada que esperar. Ja ja jo jo ji ji.

El viejo pedo andrajoso rodeó con sus brazos a Sissy y… no, un momento, no estaba contándole al doctor Robbins esa parte. Aún.

En una ocasión en el curso de los acontecimientos, aclaró el Chink a Sissy, que, aunque no podía aceptar el sueño del Pueblo Reloj, respetaba la calidad de su sueño. La visión de una era, aunque fuese perdurable, en la que todo ritual fuese personal y propio, hacía que el corazón del Chink deseara levantarse y bailar. Además, mientras que parece casi tan imposible el compromiso de una vuelta de Jesús como improbable la revolución marxista a escala mundial, es inevitable una alteración general del planeta por fuerzas naturales. El Pueblo Reloj había achicado el vacío de fe apocalíptico.

– Pero en definitiva -comentó el Chink-, pese a toda su profundidad, el Pueblo Reloj era una colectividad de animales humanos unidos con el propósito de prepararse para mejores días. En suma, sólo más víctimas de la enfermedad del tiempo.

¡Ay, el tiempo! Vuelta al tiempo. El doctor Robbins procuró erguirse. El vino había dicho su adiós. Estaba algo trompa. Su bigote no podía negarlo. Cada poco, el doctor Goldman se asomaba a la ventana. No le importaba al doctor Robbins. El doctor Goldman nunca tendría el valor de interrumpir, al menos mientras Sissy continuase sus ejercicios. Grandes dedos se ondulaban en el aire del jardín.

(La cara del doctor Goldman, tan roja e hinchada como una vacuna de viruela, presionaba el cristal. Veía desfilar tiesamente los pulgares en sus trajes de rubores. Luego, empezaron a estremecerse. A lanzar ultrarrápidas y salvajes acometidas, como arañas acuáticas en la superficie de un estanque. Y mientras los observaba, vio formarse alrededor de ellos una especie de radiante ectoplasrna. Sissy sonreía remota. El doctor Robbins yacía, como en adoración, a sus pies. El doctor Goldman se volvió bruscamente y desapareció.) En realidad, el doctor Robbins estaba algo más nervioso de lo que podría parecer. El testimonio de su paciente habia pasado poco a poco a ocupar un lugar secundario frente a su práctica del autoestop. Su recorrido de las escalas. Lo que se había iniciado como flexión casual de músculos había escalado, al perder ella la propia conciencia, a completo catálogo de los gestos y movimientos extravagantes almacenados en sus gruesos apéndices. Había caído en un silencio absorto entregada al pilotaje de sus pequeños dirigibles. El doctor Robbins seguía ansioso la exhibición, pero deseaba, como los novelistas anticuados, ir punto por punto, mantener el flujo de la historia. En fin, el doctor Robbins tenía una teoría muy acorde con los relojes y el Chink. Tenía el doctor Robbins la antigua creencia de que el problema básico con que se enfrentaba la especie humana era el Tiempo. En cuanto a definir el tiempo, o especular sobre su naturaleza, mejor olvidarse; ni borracho ni sobrio estaba dispuesto a bailar con los ángeles en la cabeza de ese alfiler. Pero dado que estaba embarcado en una carrera relacionada con la ciencia de la conducta, el doctor Robbins había investigado para descubrir al menos una verdad fundamental sobre la psique, y lo más cerca que había llegado de una verdad fundamental era el descubrimiento de que los problemas psicológicos (y en consecuencia sociales, políticos y espirituales) pueden en su mayoría relacionarse con presiones ejercidas por el tiempo. O más exactamente, con la idea de tiempo del hombre civilizado.