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Por supuesto, no estaba absolutamente seguro de que hubiera problemas. Era muy posible que todo fuese perfecto en el universo; que todo lo que sucediese, de la guerra global a un simple caso de pie de atleta, sucediese porque debía suceder; y aunque desde nuestra perspectiva pudiese parecer que algo horrendo había alterado la evolución de la especie humana contrariado sus felices potencialidades en el globo verdiazul, esto era sólo una ilusión atribuible a miopía y, que, en realidad, la evolución iba tan maravillosamente que corría en línea recta como tren de Tokyo, y que sólo se necesitaba una perspectiva más cósmica para que su gran perfección oscureciese las crisis y fallos momentáneos.

Esto era una posibilidad, desde luego, una posibilidad que el doctor Robbins no había desechado en absoluto. Por otra parle, si tal enfoque era, como la religión, sólo un sistema de camuflaje para justificar la experiencia y hacer más tolerable la vida (otro ejercicio de escapismo festoneado místico crepé), entoncas, sólo quedaba deducir que la especie humana era una soberbia joda. Pese a nuestro asombroso potencia; a la presencia entre nosotros de los individuos más extraordinariamente ilustrados, que actuaban con inteligencia, gentileza y estilo; pese a una plétora de triunfos que ninguna otra de las criaturas vivas ha llegado a igualar en un billón de años luz, estábamos al borde de destruirnos a nosotros mismos, interna y externamente, y de llevarnos por delante todo el planeta, prensado en nuestros apretados puñitos, mientras echabamos el paracaídas-mierda al olvido.

Pero, si fuese tal el caso, uno se vería obligado a preguntarse qué error hubo; cuándo y cómo se tergiversaron las cosas. La respuesta a esta pregunta suprema resopla en tantos brotes que al pobre cerebro le ataca la fiebre del heno, se le cierran los ojos de golpe, estornuda ramilletes enteros de ocultas y semisospechadas verdades, y probablemente en el fondo no quiera enterarse de nada. Desde su posición de psiquiatra, sin embargo, una posición sólo ligeramente menos alérgica que cualquier otra, podía el doctor Robbins aventurar de momento:

La mayor parte del daño que el hombre causa a su ambiente, a sus semejantes y a sí mismo, se debe a la codicia.

La mayor parte de la codicia (sea de poder, de propiedad, de atención o de afecto) nace de la inseguridad.

La mayor parte de la inseguridad se debe al miedo.

Y casi todo el miedo es, en el fondo, miedo a la muerte.

Con tiempo, todo es posible. Pero el tiempo ha de parar.

¿Por qué temen así los seres humanos a la muerte?

Porque inconscientemente entienden, al fin, que sus vidas son meras parodias de lo que habría de ser la vida. Anhelan dejar de jugar a vivir y vivir realmente, pero, ay, lleva tiempo y esfuerzo unir y articular y anudar los cabos sueltos de sus vidas y se ven acosados por la idea de que el tiempo corre y se acaba.

¿Era esto, o era el guijarro de la zapatilla de baile la fobia de que el tiempo no para jamás? Si pudiésemos vivir nuestros 70.4 años de media y saber con seguridad que iba a ser así, podríamos arreglárnoslas perfectamente. Podríamos quejarnos de que es demasiado poco, pero lo que hubiese de vida lo podríamos vivir libremente haciendo en concreto lo que quisiéramos según lo permitieran la conciencia y la capacidad, aceptando que cuando se acabase, se había acabado: fácil venir, fácil irse. Ah, pero no se nos permite el lujo de la finalidad. Diluimos y obstruimos nuestros impulsos más auténticos con la idea, fervientemente sostenida o porfiadamente sospechada, de que tras la muerte hay algo más, y que ese algo puede ser interminable, y que la justeza de nuestra conducta en «esta» vida puede determinar cómo nos vaya en la «siguiente» (y, para aquellas pobres almas que creen en la reencarnación, las que sigan a ésta).

Así, ya sea porque se interrumpe de pronto y nos pesca con los pantalones bajados, o ya sea porque sigue corriendo eternamente y exige que nos consagremos a prepararnos para la próxima estación del largo viaje, sea como sea, es el tiempo, lo que nos impide vivir auténticamente.

Quizá tengamos la culpa por ser doctores frankesteins que han creado el tiempo como un monstruo de tres cabezas: pasado, presente y futuro. En cualquier caso, ¡vuelta a la pizarra! El presente vale, el presente es limpio y preciso; déjalo donde está, encima y dirigiendo el cuerpo. Pero relega el pasado a alguna otra función anatómica. El pasado sería cojonudo, por ejemplo, como ojo del culo. En cuanto al futuro, veamos, el futuro podría ser el tiempo de…

De los pulgares…

Como naves espaciales de cartón de una vieja película de Buck Rogers zumbaban éstos bamboleándose hacia mundos imaginarios. Alimentábalos ella con el combustible en polvo de cohete que extraía de su corazón. Los agitaba sin dejarlos ir nunca, tirando y frenando simultáneamente, para que la lluvia de pulgares, aéreo ballet de cálidas piñas, golpeara una y otra vez las mismas varillas del ojo del observador. El martilleado ojo pestañeaba bajo aquel golpeteo burbujeante. Pulgares desdibujados y superpuestos en el campo de visión. Pulgares que giraban, pulgares que flotaban. Que serpeaban como cosquilleadas tripitas de bebés. Pulgares que azotaban el fondo del cielo.

Y todo lo que el doctor Robbins podía hacer para no rendirse al espectáculo era dejar que los pulgares se arrastraran adonde deseasen ir. Después de todo, no era visión que hubieran visto muchos, pero el doctor era hombre terco y tenía tiempo. Así que, al fin, exclamó, con la suficiente energía como para taladrar el ensueño de su paciente:

– ¡No me tengas en suspenso, Sissy! ¿Qué pensaba el Chink del tiempo? ¿Y cómo aplicó su pensamiento a la construcción de su reloj?

– Oh -dijo Sissy, un poco sorprendida.

– Oh, sí -y dejó que los pulgares le cayeran en el regazo y saltaran allí suavemente-. Oh, sí. Bueno, mira, tienes que entender que el Chink habla poco. Dice lo que tiene que decir muy deprisa y es muy raro que se repita o se explique. Lo que más hace es reír y arañar, no exponer ideas. Pero si le complacía… y le dejaba hacer lo que quisiese con mi persona (Sissy bajó las pestañas)… compartiría conmigo algunos de sus pensamientos. En fin, no estoy segura de que esto tenga que ver con el tiempo en sí, pero el Chink ve la vida como una red dinámica de cambios e intercambios que se extiende en todas direcciones a la vez. Y la tensión entre opuestos lo sustenta todo. Dice que en la naturaleza hay orden y también desorden. Y que el equilibrio de tensiones entre el orden y el desorden, la ley natural y el azar natural, impiden que el conjunto se derrumbe. Es una bella paradoja, según sus palabras. Personalmente no sé. Cuando le expuse la idea a Julián, se limitó a reírse. Julián dice que todo está ordenado en la naturaleza y que el azar no existe. Cuanto más aprendemos del funcionamiento de la naturaleza, más leyes descubrimos. Julián dice que no hay paradoja alguna, que la única razón de que ciertos aspectos de la naturaleza nos parezcan desordenados es que aún no los hemos entendido. Según Julián…