– Julián no es capaz de diferenciar su escroto de un pollo frito -gruñó el doctor Robbins-. Yo admito la paradoja de la que habla el Chink; está dentro de nosotros y nos rodea por todas partes. Me metí en psiquiatría con el propósito de ayudar a la gente a liberarse. Pero pronto supe que el hombre está atado por un montón de características emocionales y de conducta en conflicto que tienen una base genética. Son contradicciones innatas; forman el equipo normal de todos los modelos. Por mucho que los individuos deseen ser libres (aunque sea hasta el extremo de poner la libertad por encima de la felicidad) hay en su propio ADN, aversión a la libertad. Durante eones de períodos de evolución, nuestro ADN ha estado susurrando en los oídos de nuestras células que somos, cada uno de nosotros, los objetos más preciosos del universo, y que cualquier acción que entrañe el menor riesgo para nosotros puede tener consecuencias de importancia universal. «Ten cuidado, busca lo cómodo, no levantes olas», susurra el ADN. Y, así mismo, el ansia de libertad, la fe audaz en que no hay nada que perder ni nada que ganar, está también en nuestro ADN. Pero es de origen evolutivo mucho más reciente, según mi opinión. Ha surgido en los últimos dos millones de años, durante el rápido aumento de tamaño del cerebro y de la capacidad intelectual que se asocian con nuestra transformación en seres humanos. El deseo de seguridad, el deseo de sobrevivir, es de antigüedad mucho mayor. De momento, los anhelos contradictorios del ADN engendran una paradoja básica que engendra a su vez el carácter (básicamente contradictorio) del hombre. Vivir plenamente significa ser libre, pero ser libre significa prescindir de la seguridad. En consecuencia, para vivir debe uno estar dispuesto a morir. ¿Qué os parece esta paradoja? Pero, dado que la tendencia genética a la libertad es comparativamente reciente, ha de representar una tendencia a la evolución. Aún podemos superar nuestra aplastante obsesión por sobrevivir. Por eso aliento a todos a correr riesgos, a cortejar el peligro, a dar la bienvenida a la ansiedad, a burlarse de la inseguridad, a quemar todas las naves e ir siempre contra corriente. Siguiendo, continuando mientras sea posible, podemos acelerar el proceso, ese proceso por el que la necesidad de alegría y libertad se hace más vigorosa que la de comodidad y seguridad. Así puede esa paradoja que según el, ejem, Chink sostiene la estructura general, perder su equilibrio. ¿Y entonces, señor Chink, entonces?
Se rascó el doctor Robbins el mostacho con la ruedecilla de su reloj, satisfaciendo el picor y dando cuerda simultáneamente. Siendo el tiempo el problema básico del género humano, resultaba admirable tanta eficiencia.
Sonrió Sissy suavizando sus pulgares. Le gustaba aquel joven analista de cara de niño. En cierto modo, hasta le recordaba un poco al Chink. En cierto modo (vestimenta y modales) le recordaba también a Julián. Pensó que a él le complacería la primera comparación y le ofendería la segunda. Por eso dijo:
– Es fascinante. No era el tipo de conversación que yo esperaba en la clínica Goldman, te lo aseguro. Te pareces un poco al propio Chink, en lo que piensas.
– ¿De veras?
– Sí, desde luego. Aunque no me atrevería a afirmar que el Chink estuviese de acuerdo con lo que yo digo de él, me parece que hablas de la misma paradoja. O al menos, de una parecida. Bueno, volviendo a nuestra cuestión… El Chink considera que existe en el mundo natural un equilibrio paradójico de orden y desorden superiores. Pero el hombre tiene una pronunciada tendencia al orden. No sólo se niega a respetar, e incluso a aceptar, el desorden en la naturaleza, en la vida. Huye de él, brama contra él, le ataca con ordenados programas. Y al hacerlo, perpetúa la inestabilidad.
– Un momento, un momento -dijo el doctor Robbins. Apuntaló su espalda enfundada en tela Oxford contra el banco de piedra en que se sentaba Sissy-. A ver si nos entendemos. El vino me despistó. Tú dices, o lo dice el Chink, que la tendencia al orden lleva a la inestabilidad, ¿es así?
– Así es -dijo Sissy-. Por varias razones. En primer lugar, adorar el orden y odiar el desorden sitúa automáticamente a grandes sectores de la naturaleza y la vida en una categoría odiosa. ¿Sabías que el centro de la tierra es líquido al rojo cubierto de una corteza dura, y que esa corteza no es una sola capa unificada sino una revuelta serie de placas cambiantes? Placas de unos ciento diez kilómetros de grosor y muy plásticas. Que aparecen y desaparecen. Que giran y se comban y chocan entre sí como un dominó epiléptico. Se crean nuevas montañas y nuevas islas (mucho tiempo atrás, nuevos continentes). Se forman climas nuevos y se alteran los viejos. Todo es flujo. La ordenación actual se halla temporal y constantemente amenazada de derrumbe. Toda esta gran ciudad de Nueva York puede tragársela la tierra o puede congelarse o derrumbarse o quedar inundada… en cualquier segundo. Según el Chink, el hombre que se siente limpio en un mundo metódico, nunca ha mirado la boca de un volcán.
El doctor Robbins parecía algo desilusionado. Quizá fuese que el sol calentaba el vino de sus ojos.
– Sí, hice un curso de geología en la universidad -murmuró-. El desorden geofísico es una realidad, no hay duda, pero difícilmente significa una defensa del desorden. Quiero decir, el cáncer (desorden celular) es una realidad, también, pero eso no le hace amable ni siquiera aceptable.
– Cierto -aceptó Sissy; sus grandes dedos se habían detenido; se balanceaban sobre sus muslos como exhaustas vacas marinas corridas por las vaqueras de las profundidades-. Cierto. Eso no era lo que dice el Chink. Él sólo decía que los desórdenes y la violencia de la naturaleza deben tenerse en cuenta en la base de la conciencia social y política, deben abarcarse en una renovación significativa de la psique.
– Sí, sí, de acuerdo.
– Y en cuanto a la estabilidad… en términos generales, el hombre primitivo gozaba de gran estabilidad. Me sorprendió cuando se lo oí decir al Chink, pero ahora veo que era verdad. La cultura primitiva era varía, flexible y se integraba totalmente con la naturaleza al nivel del medio concreto. El hombre primitivo tomaba de la tierra sólo lo que necesitaba, evitando así los conflictos que generan en la economía moderna los desequilibrios de la escasez y el exceso. Las tribus cazadoras y recolectaras sólo trabajaban unas horas a la semana. Trabajar más habría sido forzar el medio, con el que estaban simbióticamente relacionadas. Sólo entre las culturas móviles (tras la desdichada domesticación de animales) llevó el excedente, resultado del excesivo triunfo, a celebraciones y fiestas competitivas (orgías de consumo y de derroche ostentosos) que unieron a economías simples, sanas y eficaces los elementos destructores del poder y el prestigio. Al suceder esto, se tambaleó la estabilidad. La civilización es un animal imitante que surgió del frágil huevo de la estabilidad primitiva. Otra cosa de los primitivos: deifican tanto las fuerzas del orden como las del desorden. De hecho, suelen honrar y considerar más a los dioses del viento, de la lava y del rayo que a las deidades de más plácidos pensamientos… y no siempre por miedo.