– Eso hará -aceptó el señor Hankshaw, que, desde que había sido «salvado» en el Field Billy Graham Rally de Moore, había empezado a mirar con amarga resignación los gnomescos dirigibles anclados en las manos de su hija-. Eso mismo. El Señor los hizo grandes por algún motivo. Dios jamás se cansa de probar a nuestra familia. Es una especie de castigo. No sé exactamente por qué, pero es un castigo, y la chica y nosotros tenemos que soportar ese castigo.
Y entonces, la señora Hankshaw empezó a gimotear.
– Oh doctor, si viniese aquí a verle algún muchacho, si apareciesen un joven por aquí alguna vez con, un joven con dedos feos, ya sabe, algo parecido, un caso similar, doctor, podría, por favor…
A lo que respondió el cirujano plástico:
– Recuerde, mi querida señora, las palabras del pintor Paul Gauguin: «Lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca». Aunque no creo que esto signifique mucho para ustedes.
Ante lo que proclamó el señor Hankshaw:
– Es una prueba. Ella tiene que soportar el castigo.
Y Sissy, como el Cristo del horroroso cuadro que colgaba sobre el televisor de su casa, resplandeció serenamente, como diciendo: «El castigo es su propia recompensa».
10
OH SI. La llevaron también a un especialista de una disciplina diferente.
La práctica comercial del credo quiromántico estaba prohibida por la ley en la ciudad de Richmond, pero en los condados colindantes de Chesterfield y Henrico era totalmente legal. Rodeando los arrabales de la ciudad había pinares y huertas que chocaban con tabernuchas de carretera y urbanizaciones de baja estofa, y había también seis o siete remolques-vivienda y tres o cuatro casas normales dentro de cuyos confines se daba diariamente el testimonio de las manos.
Era fácil reconocer la guarida de un quiromántico. Fuera de su casa o remolque, había un cartel y sobre él, pintada en rojo, la silueta de la mano humana, de la muñeca a las yemas de los dedos, por la palma. Siempre en rojo. Por alguna razón, y el autor piensa que quizá haya aquí una tradición cuyos orígenes se remonten a los gitanos de Caldea, podría haber sido menos sorprendente encontrar medias de malla color carne en el saco de la colada del general Patton que encontrar una mano color carne sobre un cartel quiromántico en los alrededores de Richmond. Todas las manos eran rojas y, directamente debajo de la roja articulación de la muñeca, donde en una mano de verdad habría un reloj de pulsera, el autor del cartel había escrito el título «Madame» seguido de un nombre: Madame Yvonne, Madarne Christina, Madame Divina, y otras.
Madame Zoé, por ejemplo. «Madame Zoé» era el nombre escrito bajo la palma roja ante la que pasaba casi semanalmente la mamá de Sissy cuando iba en autobús hasta el final de Hull Street Road a visitar a su amiga Mabel Coffee, mujer de un fontanero. La señora Hankshaw debía haber pasado ante aquel cartel unas doscientas veces. Lo miraba siempre como si fuese un ciervo en un prado, tan real resultaba para ella, y tan esquivo. Pero hasta que a Mabel Coffee le extirparon un quiste de ovario y casi la diña (la misma semana del mismo otoño en que el corazón del presidente Eisenhower se fue al carajo), la señora Hankshaw (impulsada, quizá, por tan dramáticos acontecimientos) no pulsó impulsivamente el botón ni bajó del autobús frente a la casa de Madame Zoé. Quedó concertada una cita para el siguiente sábado.
Cuando se informó al señor Hankshaw de la cita con la quiromántica, éste resopló, soltó un taco y advirtió a su mujer que si tiraba cinco dólares que tanto le había costado a él ganar, dándoselos a una sucia embaucadora, ya podía ir pensando en mudarse con Mabel, su fontanero y su ovario sano. Durante la semana, sin embargo, la mamá de Sissy utilizó la llave de tuercas vaginal para ajustar lenta y suavemente las objecciones de su marido a un mero refunfuño. No lo hubiese hecho mejor el fontanero de Mabel, con su equipo completo de herramientas.
El sábado de Pascua, Sissy fue obligada a vestirse como para ir a la iglesia. La engalanaron con una falda de lana a cuadros, de pliegues tan gastados como los sueños románticos de sus anteriores propietarias; la embutieron luego en un jersey barato de manga larga de una prima (en tiempos blanco como dentadura postiza pero fumando por entonces tres paquetes al día); peinaron su lindo pelo de ondulado natural con agua del grifo y una chispa de colonia de saldo; la boca (tan plena y redonda en comparación con el resto de sus angulosos rasgos faciales que parecía una ciruela en una planta de judías) recibió el leve toque de un lápiz de labios de color rubí. Luego, madre e hija cogieron el autobús camino de la casa de Madame Zoé; Sissy fue todo el trayecto haciendo pucheros porque no se le permitía ir en autoestop.
Cuando posaron sus gastados tacones en la entrada de la casa de la quiromántica, sin embargo, la irritación había dejado paso en la chica a la curiosidad, iQué sargento instructor tan inspirador puede ser la curiosidad! Avanzaron en línea recta hacia la puerta del remolque-vivienda y llamaron con un golpe firme. Momentos después se abrió a ellos, liberando su aroma de incienso y coliflor hervida.
Desde el remolino de enfrentados olores (esto caía ya fuera del área del tabaco), Madame Zoé, quimono y peluca, las mandó pasar. «Soy la iluminada Madame Zoé», comenzó, aplastando un cigarrillo en uno de esos pequeños ceniceros de cerámica iluminados que tienen forma de orinal y llevan un letrero que dice: COLILLAS. El remolque estaba abarrotado de cosas, pero ni había miriñaques ni artilugios, ni la cortina de cretona y el sillón de felpilla parecían proceder del Más Allá. La lámpara de pie estaba alimentada por electricidad, no por prana; la guía de teléfonos era de Richmond, no de la Atlántida. Aún más descorazonador fue para la chica la ausencia de cualquier referencia material a Persia, el Tibet o Egipto, esos centros de arcana sabiduría a los que Sissy estaba segura de que llegaría alguna vez en autoestop, aunque es necesario aclarar de inmediato que Sissy jamás soñaba realmente con ir en autostop a algún sitio: era el acto de hacer autoestop lo que constituía la esencia de su vida. Así pues, nada había que tuviese el menor exotismo en aquel remolque -vivienda, salvo el humeante incienso y, aunque en la mortecina atmósfera de los años Eisenhower, en Richmond, Virginia, resultaba el incienso bastante exótico, aquella barrita concreta de jazmín estaba a punto de quedar eclipsada inevitablemente por una olla de coliflor.
– Soy la iluminada Madame Zoé -comenzó, en fin, con una voz monótona e indiferente-. Nada hay en vuestro pasado, presente o futuro que vuestras manos no sepan, y nada hay en vuestras manos que no sepa Madame Zoé. No hay ningún truco. Soy una científica, no una maga. La mano es el instrumento más asombroso de la creación, pero no puede actuar por cuenta propia; es servidora del cerebro. [Nota del autor: Bueno, eso es lo que dice el cerebro, en realidad.] Refleja el cerebro que hay detrás por la forma y la habilidad con que realiza sus tareas. La mano es la reserva externa de nuestras sensaciones más agudas. Sensaciones que, cuando se repiten con frecuencia, tienen la capacidad de moldear y marcar. Yo, Madame Zoé, quiromántica, que he estudiado durante toda mi vida los pliegues y señales de la mano humana; yo, Madame Zoé, a quien se revelan y hacen patentes todas las facetas de vuestro carácter y de vuestro destino, estoy dispuesta a…
Y entonces vio los pulgares.
¡Jesús, joder, Cristo! -balbució, y esto en una era en que el expresivo verbo sustantivo joder no florecía cual orquídea de patio, cual burbuja de carne, cual chupachup salino, como florece hoy, en los labios de todas las doncellas del país.
Tan sorprendida quedó la señora Hankshaw con el epíteto de la adivinadora como la adivinadora con los dedos de la chica. Las dos mujeres palidecieron, vacilantes y trémulas mientras Sissy advertía con una leve sonrisa que dominaba la situación. Extendió los pulgares hacia aquella señora. Los extendió como podría extender el indígena enfermo sus partes hinchadas al misionero médico. Madame no mostró el menor signo de caridad. Los extendió como una araña caballero podría ofrendar una cosca obsequio a una viuda negra de fatales encantos; pero Madame no mostró el menor apetito. Los extendió como podría extender un valeroso y joven héroe el crucifijo ante el vampiro; y Madame retrocedió imperceptiblemente. Por fin, la mamá de Sissy sacó de su monedero un billete de cinco dólares limpiamente doblado y lo extendió junto a las extremidades de su sonriente hija. La quiromántica recuperó inmediatamente el control. Cogió a Sissy por el codo y la hizo sentarse a una mesa chapada de fórmica de indescriptible diseño.