Aún no satisfecho, arrastró el doctor Robbins sus uñas por la etiqueta de la botella de vino vacía.
– Interesante -dijo-. Muy interesante. Pero presentas al Chink alabando el desorden por un lado y la estabilidad por el otro…
– Exactamente -contestó Sissy-. El desorden es algo inherente a la estabilidad. El hombre civilizado no entiende la estabilidad. La confunde con la rigidez. Nuestros dirigentes políticos, económicos y sociales hablan constantemente de la estabilidad. Es su palabra favorita, después de «poder». «Hay que estabilizar la situación política en el Sudeste Asiático, hay que estabilizar la producción y el consumo de petróleo; hay que estabilizar la oposición estudiantil al gobierno», y así sucesivamente. Estabilización significa para ellos orden, uniformidad, control. Y eso es una idea errónea, y potencialmente genocida. Por mucho que controlen un sistema, invariablemente el desorden se filtra en él. Los dirigentes se aterran entonces, se apresuran a tapar la gotera y procuran fortalecer los controles. Y así crece en malicia y alcance el totalitarismo. Y lo terrible es que rigidez no es lo mismo, ni mucho menos, que estabilidad. La auténtica estabilidad se produce cuando están equilibrados el supuesto orden y el supuesto desorden. Un sistema verdaderamente estable aguarda lo inesperado, está preparado para la alteración, espera la transformación. ¿No piensas, como psiquiatra, que un individuo estable acepta la inevitabilidad de su muerte? Asimismo, una cultura estable, un gobierno o una institución estables, llevan dentro de sí su propia defunción. Están abiertos al cambio, abiertos incluso a la destrucción. Están abiertos. Graciosamente abiertos, Eso es estabilidad. Eso es estar vivo.
– Parece sensato, muy sensato -aceptó el doctor Robbins, sobre cuyo rostro de chica de la puerta de al lado tenía muy poco sentido, poquísimo, aquel bigote manchado de vino. El bigote del doctor Robbins era como las ruinas de una perdida ciudad de pelo descubierta por arqueólogos en los Montes Calvos; o el bigote del doctor Robbins era una chaqueta de piel gastada por una viuda excéntrica en una merienda campestre en Phoenix, Arizona, el 4 de julio; o el bigote del doctor Robbins era una llamada telefónica obscena a una monja gorda.
– Sí -aceptó el doctor Robbins, tironeando su bigote como si ni siquiera él lo creyera-. Puedo integrar todo eso en mi rompecabezas. Pero el tiempo, Sissy: ¿Cómo se relacionan con esto el tiempo y los relojes?
– El Chink no me dijo exactamente cómo se relacionaban, pero creo que he llegado a averiguarlo -Sissy sacó un trozo de papel de un bolsillo de su mono-. Esto lo escribió un físico llamado Edgar Lipworth -explicó-. Dice así: «El tiempo de la física se define y mide por un péndulo, sea el péndulo de un viejo reloj, el péndulo de la rotación de la tierra alrededor del sol, o el péndulo del electrón precedente en el campo magnético nuclear del maser de hidrógeno. El tiempo, en consecuencia, se define por el movimiento periódico: es decir, por el movimiento respecto a un punto que se mueve de modo uniforme alrededor de un círculo.» ¿Lo entendiste?
– Desde luego -dijo el doctor Robbins-. Existe también el péndulo del corazón que late, el de los pulmones que respiran, el de la música que busca su ritmo…
– También. Sí. Vale. Entonces, el hombre civilizado se emboca con las leyes que encuentra en la naturaleza, se aferra frenético al orden que ve en el universo. Y así basa las simbologías, los modelos psicológicos con los que espera comprender su vida, en observaciones de la ley y el orden naturales. Tiempo pendular es tiempo ordenado, tiempo de un universo de leyes uniformes, tiempo de síntesis cíclica; eso está bien hasta donde alcanza. Pero el tiempo pendular no es el tiempo total. El tiempo pendular no se lelaciona con los tollones de movimientos y actos de la existencia, La vida es a la vez cíciica y arbitraria, pero el tiempo pendular sólo se relaciona con la parte que es cíclica.
– Aunque la forma en que nos relacionamos con el tiempo pendular sea también a menudo arbitraria -añadió el doctor Robbins. Pensó en el marcador arbitrario de un reloj y en cómo ciertos números arbitrarios de aquel marcador, como nueve y cinco y mediodía y medianoche habían quedado gastados por una insistencia desmedida.
– Sí, lo admito -dijo Sissy-. Pero la cuestión es que aunque gran parte de nuestra experiencia se produzca fuera del tiempo pendular, o sólo se relacione con él tenue y artificialmente, aún enfocamos el tiempo únicamente en términos pendulares, en términos de rotación compulsiva y continua. Incluso el reloj de arena del Pueblo Reloj, aunque no estuviese diseñado para la exactitud perfecta ni nada parecido, se basaba en un flujo ordenado. Se asía a los bordes raídos de un tiempo que sus creadores deseaban trascender. El estanque de siluros se acercaba más al objetivo de medir el «otro» tiempo de la vida, pero sus limitaciones…
– Sissy.
– Sí.
El doctor Robbins había localizado al doctor Goldman de nuevo en la ventana.
– ¿Cómo es el reloj del Chink? -preguntó'.
– Ja ja -rió Sissy-. Algo terrible. No te lo creerías. Es sólo un montón de chatarra. Tapas de latas de basura y salseras viejas y latas de manioca y guardabarros, todo unido en el centro de la cueva de Cerro Siwash. De voz en cuando, el artilugio se mueve… se mete en el un murciélago, le cae una piedra encima, lo alcanza una corriente, se oxida y se rompo un alambre, o simplemente se mueve sin ninguna razón lógica aparente… y entonces las piezas chocan entre sí. Y el bonk o el poink que se produce retumba por las cavernas. Puede sonar ese ruido cinco veces seguidas. Luego una pausa; luego otra vez. Después, puede permanecer en silencio un día o dos, o hasta un mes. Luego suena de nuevo, dos veces por ejemplo. Y después puede quedar en silencio todo un año… o sólo un minuto o así. Entonces,… ¡POINK! Tan estruendoso que uno casi salta, fuera del pellejo. Y así es como funciona. A intervalos extraños, absolutamente libre… una locura.
Sissy cerró los ojos, como si escuchase el boink o poink distante, y el, doctor Robbins, ignorando los gestos del doctor Goldman desde el ventanal, parecía escucharlo también.
Escuchaban. Oían.
Y recibieron entonces la seguridad, ambos, psiquiatra y paciente, de que había un ritmo, un ritmo extraño e inadvertido, que podía estar quizás, o no estar, acompasando sus vidas por ellos. Por todos nosotros.
Pues medir el tiempo con los relojes es saber que uno se mueve hacia un fin… ¡pero a un ritmo muy distinto del que podría pensarse!
66
EL DOCTOR ROBBINS había recibido todo el alimento mental que podía trabar de una sentada. Deseaba estar solo en casa con otra botella de vine. Se despidió cortés de su paciente. Luego, a fin de evitar al doctor Goldman, abandonó la clínica escalando el muro del jardín y rompiéndose, en la empresa, una rodillera de los pantalones de treinta dólares.
Sissy Hankshaw Hitche, que jamás en su vida había hablado tan extensamente, estaba cansada y se alegró de que la dejase. Los hombres de ideas, hombres como Julián, el Chink y ahora el doctor Robbins, la intrigaban. Pero dio por bienvenida la posibilidad de ir a su cuarto y soñar con vaqueras, mientras se engrasaba las arrugas de los pulgares con un taquito de mantequilla auténtica sin sal del comedor de la clínica.
Julián Hitche no visitó ni telefoneó a su esposa aquel día de mayo. Acababa de firmar un contrato para pintar una serie de acuarelas con una casa farmacéutica de la Alemania Occidental, la misma empresa que había fabricado en otros tiempos la talidomida. Atendía a un representante de la empresa y tenía miedo a que cualquier rumor sobre las peculiaridades físicas de su esposa pudiesen evocar recuerdos embarazosos al antiguo vendedor de talidomida.