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El Chink fue hasta Mottburg aquella mañana a comprar ñames y una lata de castañas de agua Chun King, Su devoción a los ñames seguía inalterable, pero consideraba cada vez más a la castaña de agua ejemplo de resistencia, de voluntad y de fidelidad a lo particular. La castaña de agua, después de todo, es el único vegetal cuya textura no cambia una vez congelado, no cambia siquiera después de guisarlo.

La Condesa pasó aquel día en su laboratorio, laborando febrilmente para fabricar una antiferomona. La feromona es una hormona aérea que desprenden los animales, aves o insectos hembras, para atraer al macho de su especie. La feromona humana se había aislado hacía muy poco. Esperaba La Condesa producir y comercializar una pildora que, ingerida periódicamente, contrarrestrase la actividad de la feromona humana, eliminando todos los aromas lascivos de esa parte de la anatomía femenina que tan bellamente describió el escritor Richard Condón como «la sonrisa vertical». (Una docena de ásteres púrpuras y una libra de queso de cabra de También las vaqueras sienten melancolía para Richard Condón.)

Bonanza Jellybean cabalgó en Lucas hasta Lago Siwash a ver si las grullas seguían todavía allí. ¡Seguían! Lo celebró prendiéndose una pluma en el sombrero, aunque maldita sea si no le había llamado macarrón.

El autor (que es también uno de los de arriba… no importa cuál) desea aprovechar esta oportunidad para exponer, precisamente aquí, al final del notable relato de Sissy sobre el Pueblo Reloj y los relojes, su propia teoría sobre los terremotos. Para el autor, la tierra es la máquina del millón de Dios y cada temblor, marejada, inundación súbita o erupción volcánica es consecuencia de una inclinación que se produce cuando Dios, haciendo trampas, intenta conseguir partidas gratis.

67

A LA MAÑANA siguiente, envió el doctor Robbins temprano a por Sissy, antes de que el doctor Goldman tuviera posibilidad de atraparla. Y la escoltó de nuevo a su pequeño jardín amurallado, sin botella de vino esta vez. En realidad, los azules ojos del doctor Robbins estaban aplastados por unos cien kilos de resaca.

– Bueno -dijo suavemente, procurando no agitar a las punitivas y traidoras deidades de la fermentación-. Cuéntame cómo conociste al Chink.

– Le conocí en la confitería -canturreó Sissy-. No, en serio. Agradezco haber tenido la oportunidad de hablar con alguien seguro… digno de confianza, en fin… sobre el Chink, pero ¿no tienes que preguntarme sobre… las razones por las que estoy en esta institución?

– No me interesan lo más mínimo tus problemas personales -replicó el doctor Robbins, maldiciendo por dentro el calvinismo cínico que obliga al alcohol a hacernos sufrir por los buenos ratos que nos proporciona.

– ¿Eh? Bueno, mi marido paga un montón de dinero para que resuelvan mis problemas personales en esta clínica.

– Tu marido es un memo. En cuanto a ti, si te dejas someter a las indignidades del psicoanálisis, es que también eres una mema. Y desde luego, el doctor Goldman es un perfecto imbécil por enviarte a mí. Yo, sin embargo, no soy ningún imbécil. Me has contado algunas de las historias más fascinantes que he oído en mucho tiempo. Estoy completamente seguro de que no voy a desperdiciar estas horas de sol entre las flores escuchando tus aburridos problemas personales cuando puedo enterarme de más cosas sobre tus aventuras con el Chink. Venga, cuéntame cómo le conociste. Y no vaciles en, ejem, hacer esas, ejem, travesuras que haces con los pulgares. Si te apetece.

– Pero, ¿no llamará eso la atención? -sin el aliento del vino, Sissy dudaba en repetir el abandono digital del día anterior.

– A veces -dijo el doctor Robbins mirando con ojeadas inyectadas en sangre el ventanal-, a veces, las cosas que más atraen la atención hacia nosotros son las que nos proporcionan mayor intimidad.

Y dicho esto, se dejó caer sobre la hierba.

– Doctor -dijo Sissy con una sonrisa-, perdona pero tengo la impresión de que también tú eres un caso clínico.

– Cuesta conocerse -replicó Robbins-. Puede que por eso acaben todos los pingüinos en el polo Sur.

68

EN PARTE cerro de paramera, en parte colina de pradera, en parte chaparral alto, el Cerro Siwash es un mutante geológico, una formación esquizofrénica que encarna en una montaña relativamente pequeña varios de los rasgos más patentes del Oeste norteamericano. Un sendero disparatadamente retorcido e impredecible zigzaguea por su ladera norte arriba, a través de espesuras de roble chaparro y junípero, remontando herbosos montículos y colgando finalmente de las paredes calcáreas por los cordones de sus zapatos. La cima del Cerro Siwash, aunque dispuesta en unos cuantos puntos a ascender y empinarse, es casi casi lisa: un portaviones de carbonato cálcico, una nave que el agua construyó de tierra.

Hacia el centro de la cima del cerro, hay una depresión de la profundidad de un caballo y de forma circular que con buen tiempo sirve al Chink de salón hundido. En la pared norte de la depresión, abre la boca una cueva.

Una persona de la estatura de Sissy ha de reptar para entrar en la cueva a cuatro patas, y casi no hay sector en la cámara de entrada (cubierta de una colchoneta de paja japonesa) en que haya espacio para que una modelo zanquilarga se ponga de pie. La cámara de entrada no es, sin embargo, el nivel superior de tres niveles de cavernas. El nivel inferior, en lo profundo del interior del cerro, consiste en dos salas tamaño vagón de mercancías, caldeadas por corrientes termales de aire y notablemente seca. En el nivel medio hay cinco o seis cámaras enormes conectadas por estrechos pasajes. En una de esas cámaras están las máquinas del tiempo.

De las paredes de la sala del nivel medio, gotea constantemente agua fresca y pura. Es como si las paredes llorasen. Es como si el alma del continente estuviese llorando.

¿Por qué llora? Llora por los huesos del búfalo. Llora por la magia olvidada. Llora por la decadencia de los poetas.

Llora

por los negros que piensan como blancos.

Llora

por los indios que piensan como colonos.

Llora

por los niños que piensan como adultos.

Llora

por los libres que piensan como presos.

Y llora, sobre todo,

por las vaqueras que piensan como vaqueros.

69

SUS PULGARES le habían detenido. Eran excelentes para eso aquellos pulgares. Ay si el hombre que gritaba «¡parad el mundo, quiero bajarme!» hubiese tenido los pulgares de Sissy…

Sí, le había parado en seco en la ladera del Cerro Siwash. ¿Y después?

Él tenía la tensa expresión de un animal salvaje. No se estaría quieto mucho tiempo. Ahora le tocaba mover a ella. ¿Qué podía decir? Aquella mirada la atravesaba como podrían atravesar castores una palmera de papel. Era la mirada del fuerte que no tolera a los canijos. Ella debía hablar y debía hablar con capacidad prensil, pues ni siquiera sus pulgares detendrían al otro por segunda vez. Era imperativo decir la cosa justa. Él iba a volverse ya para marchar.

– Bueno -dijo Sissy, con lo que pasó por indiferenda-. ¿No vas a amenazarme a mí con el chisme?

Esto resultó. Se palmeó él los muslos y rió histéricamente. Jajás, jojós y jijís brotaron de su nariz y de los huecos de sus dientes. Cuando la risa murió al fin una muerte de ardilla listada nerviosa, habló:

– Sígueme -dijo-, con una voz no habituada a la invitación-. Te prepararé la cena.

Y le siguió, pese al paso vivo con que escalaba él el engañoso sendero en penumbra.

– Soy amiga de Bonanza Jellybean -dijo ella entre jadeos.

– Sé quien eres -dijo él sin volver la vista.