Del fondo de la ladera de la montaña llegó el tamborileo vibrante de un urogallo. Era exactamente el tipo de ruido que podría haber hecho el culo de Sissy de tener instalado sonido. Había habido un tiempo, su recto casto entonces salvo el dedo sondeador ocasional, en que Sissy había sentido mínima curiosidad por las cuestiones que ahora analizaban ella y el viejo ermitaño. Ella había establecido, en movimiento, su relación con el cosmos, y era concreta y emocionante y total; en paradas y arranques gloriosamente articulados, ella encarnaba sus ritmos vida/muerte y era una con ellos, cabalgando alto, cabalgando libre, cabalgando por fuera del disparatado borde de Todo ello, alzando con sus propios pulgares el éxtasis de la vida y su terror. Las cosas cambian. Quizás ahora que ella no sentía ya vigorosamente el universo, tenía que conocerlo. Sissy formuló otra pregunta:
– Si yo… si nosotros los occidentales excaváramos en nuestra herencia, ¿qué encontraríamos? ¿Algo valioso? ¿Algo tan rico como tu herencia oriental? ¿Qué encontraríamos?
– Encontrarías mujeres, Sissy. Y plantas. Mujeres y plantas. A menudo combinadas.
»Las plantas son poderosas y albergan muchos secretos. Nuestras vidas están ligadas al mundo vegetal mucho más estrechamente de lo que ninguno de nosotros podría imaginar. La Vieja Religión reconocía las sutiles superioridades de la vida vegetal; intentaba entender el crecimiento de las cosas y prestarles la debida atención. Una de las órdenes más desarrolladas de la Vieja Religión, los druidas, tomaban su nombre del antiguo término irlandés druuid, cuya primera sílaba significaba «roble» y la segunda «el que tiene conocimiento». Así el druida era el que conocía los robles… y el muérdago supuestamente venenoso que crece en los robles y que era sagrado para los druidas.
»En los tiempos antiguos toda aldea tenía por lo menos una Mujer Sabia. Estas damas poseían profunda experiencia en cuestiones botánicas. Hongos y hierbas eran sus íntimos. Utilizaban plantas para curar el cuerpo y para liberar la mente. Estas mujeres, por supuesto, eran alimentadoras y nodrizas. Muchos de sus remedios, muchas de las sustancias de sus hierbas, como la digital (de la dedalera) y la atropina (de la belladona), aún se usan hoy.
»Sí, si hurgas detrás de la conquista cristiana en tu verdadera herencia encontrarás mujeres haciendo cosas asombrosas. Las mujeres no sólo eran las principales ayudantes del Viejo Dios, eran también sus amantes, eran el poder que había tras su trono de calabaza. Las mujeres controlaban la Vieja Religión. Esta tenía pocos sacerdotes, muchas sacerdotisas. No había ningún dogma; cada sacerdotisa interpretaba la religión a su propio modo. La Gran Madre (creadora y destructura) instruía al Viejo Dios, era su mamá, su esposa, su hija, su hermana, su igual y su compañera de éxtasis en la jodienda en curso.
»Si pudieses mirar más allá del cristianismo, encontrarías legiones de parteras, diosas, hechiceras y gracias. Encontrarías guardadoras de rebaños, diosas que presidían los nacimientos, que protegían la vida. Encontrarías danzarinas, desnudas o con túnicas de verdor. Encontrarías mujeres como las de la Galia, altas, espléndidas, nobles, arbitras de su pueblo, instructoras de sus hijos, sacerdotisas de la naturaleza. Encontrarías las reinas guerreras persas. Encontrarías a las matronas tolerantes de la Roma pagana… ¡qué contraste con los cesares y los papas! Encontrarías las mujeres druidas, expertas en astronomía y matemáticas, proyectando Stonehenge, los relojes máximos y principales de su era, sin ninguna obstrucción.
»Hay pues un abundante tesoro en tu pasado, si puedes alcanzarlo. Lo que signifique frente al mío es otra cuestión. Quizá donde falle sea en el reino de la luz. Buda y Rama y Lao Tsé trajeron luz al mundo. Luz literal. Jesucristo también fue una manifestación viviente de luz, aunque cuando su doctrina se exportó a Occidente ya San Pablo había recortado la mecha, y la luz de Jesús fue apagándose hasta que, alrededor del siglo IV, desapareció por completo. El cristianismo no tiene ya calor alguno; probablemente nunca fuese muy calorífico. La Vieja Religión, por otra parte, era profundamente cálida. No le faltaba calor, desde luego. Pero era un calor que engendraba muy poca luz. Calentaba todo el vello del cuerpo del mamífero, todas las células del proceso reproductivo, pero no conseguía prender esa dorada bombilla que cuelga de la más soberbia cúpula del alma. Había suficiente energía sensual pura en la Vieja Religión y si se hubiese dirigido hacia la iluminación, sin duda habría llevado a sus seguidores hasta allí. Por desgracia, fue subvertida y enervada por el cristianismo antes de que su calidez pudiese transformarse ampliamente en luz. Quizás ése sea el camino que haya que completar. Quizá sea ése el objetivo lógico del hombre occidental. A nivel de individuo, por supuesto. No en grupos organizados. Y quizá los Estados Unidos de Norteamérica sean el lugar más idóneo para reconstruir las hogueras paganas… y transformarlas en luz. Quizá. Podría equivocarme. Pero lo que te aseguro es que hay un tesoro bastante cuantioso en tu herencia si eres capaz de rescatarlo.
– Pero no podemos retroceder -dijo Sissy-. No podemos habitar en el pasado.
– No, no puedes. La tecnología conforme el pensamiento lo mismo que el medio, y quizá los pueblos de Occidente sean demasiado refinados, estén demasiado permanentemente ajenos a la naturaleza para hacer amplio uso de su herencia pagana. Pueden establecerse lazos, sin embargo. Deben establecerse. Entrar en contacto con tu pasado, restablecer la continuidad rota de tu desarrollo espiritual, no equivale a una retirada romántica y sentimental a tipos de vida más simples y rústicos. Pretender ser un colono de los bosques en una tecnología electrónica puede ser tan disparatado como intentar ser hindú siendo anglosajón. Sin embargo, tu raza ha perdido muchas cosas de valor a lo largo del camino. Aunque sólo sea para descubrir dónde pudiste perder la capacidad para sospechar adonde te diriges.
»Si es que te diriges a algún sitio. Ja ja jo jo y ji ji.
Bajó los brazos Sissy y acunó en ellos su rubia cabeza. El Chink podía tener razón, pensó. Quizá mereciese la pena sondear en sus ancestros precristianos. Su raza, la pobre raza escotoirlandesa, no había producido nada notable, ni espiritual ni materialmente, en los tiempos modernos, pero quizás hubiera habido un día… Sí, merecía la pena investigar. Pero, ¿y aquella parte suya que era india, dónde ajustaba?
Que ella pudiera recordar, siempre se había sentido ajena a sus vecinos y parientes. ¡Oh Dios, Richmond Sur! Hubo una vez un barrio llamado Richmond Sur que dejaba que numerosas casas de madera se desconchasen, perdiesen el color y se desmoronasen a lo largo de sus calles arenosas. Que permitía que numerosos coches (trastos y cacharros) aparcasen frente a las casas, aunque goteasen aceite en la arena, y aunque hubiese incluso que empujarlos para que arrancaran las mañanas frías, y a veces también las mañanas calientes. ¡Qué constante bufar y gruñir y maldecir, empujando aquellos coches! Richmond Sur permitía que numerosas personas ocupasen las casas aunque mascasen un chicle de zumo de frutas tan duro que agrietaban las tablas de la pared al escupirlo e incluso las noches de los sábados, los maridos exhalaban alcohólicos humos a través de aquellas grietas, y con frecuencia, si la semana había sido lo bastante dura en las fábricas de cigarrillos o en las colas del paro, metían las cabezas de sus mujeres por aquellas grietas, con rizadores y todo. Hubo una vez un barrio llamado Richmond Sur, donde las mujeres lucían mandíbulas moradas y los hombres compraban asientos de general para las carreras de coches y los niños nunca aprendían que James Joyce inventó la grabadora, que Scarlet O'Hara medía diecisiete pulgadas de cintura ni que el primer monstruo de Frankenstein hablaba un francés perfecto; un barrio en que perros y predicadores aullaban, y vocalistas aldeanos cantaban quejumbrosamente sobre alguien que escapaba con la queridita de alguien, y sobre todas las cosas flotaban banderas confederadas de juguete y una chica nació con pulgares tan grandes que hacían desfallecer de envidia a los rollos de pan de molde en sus envases, y a ella le daba igual, porque aquellos pulgares significaban que ella era algo que sus vecinos y parientes no eran, aleluya.