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Un suspiro, no un resoplido, fue lo que el doctor Goldman lanzó entonces: un suspiro blando como brisa que soplase su nariz en la vela de un barco de juguete.

– Robbins, introduces conceptos intrigantes, pero, a mi juicio, irrelevantes. Permíteme que te haga una pregunta directa. ¿Crees honradamente que no hay ninguna alteración en la personalidad de esta mujer, esta mujer con esos… esos pulgares, salvo los efectos de un mal matrimonio?

– No, nunca he querido decir eso. -El hombre más joven sacudió el extremo de su bigote como si sacudiese la ceniza de un puro impotente-. Sissy sufre una leve confusión.

– Ummmm. ¿Y a qué atribuyes esa confusión?

– Al hecho de que está enamorada simultáneamente de un anciano ermitaño y de una joven vaquera.

Volvió el doctor Goldman a su resoplido. Casi se atragantó con él.

– ¡Mein Got! Hombre, ¿bromeas? Bueno, ¿por qué no lo mencionas en tu informe? ¿No lo habrás escrito muy deprisa? ¿No quieres reconsiderarlo?

Moviendo el otro extremo del bigote, contestó el doctor Robbins:

– Para mucha gente, quizá para la mayoría, estar enamorada simultáneamente de un viejo ermitaño y de una joven vaquera podría ser una horrible equivocación. Para otros, podría ser absolutamente correcto. Para la mayoría de la gente, la práctica sexual oral con los osos hormigueros quizá resulte algo impropio; pero para algunos puede ser algo perfecto. ¿Entiendes mi punto de vista? En cuanto a Sissy, la situación le resulta un poco confusa. No estoy seguro de si le está perjudicando en realidad.

El psiquiatra veterano se palmeó la frente. Si hubiese habido allí un mosquito, se habría desvanecido tan completamente como Glenn Miller, dejando sólo atrás el recuerdo de su música.

– Mein Got… es decir, Dios mío. Vaya. Bueno. Yo diría que esta prueba de homosexualidad de la libido de la señora Hitche no hace sino demostrar su inmadurez emocional. Estarás de acuerdo con eso.

– Ca. No necesariamente. El lesbianismo está aumentando. No creo que las muchas que lo practican sufran fijaciones preadolescentes. No, me inclino más a creer que se trata de un fenómeno cultural, un saludable rechazo de la estructura de poder paternalista que lleva dominando el mundo civilizado más de dos mil años. Quizá las mujeres quieren amar a las mujeres para recordar a los hombres lo que es el amor. Quizá las mujeres quieran amar a las mujeres antes para poder empezar a amar a los hombres otra vez.

El doctor Goldman se quedó una vez más sin resoplar.

– Robbins -dijo suavemente, como si cayera de una cruz-, nunca, en toda mi carrera, he encontrado a nadie, psiquiatra o paciente, con un batiburrillo semejante de ideas confusas.

– Bueno -dijo Robbins-, según dice el Chink, si se pone espeso, cómelo en la fregadera.

– ¿El Chink? ¡Ah, te refieres a Mao Tsé Tung!

Tan abruptamente se rió el doctor Robbins que su bigote se asustó.

– Sí, sí, eso, Mao Tsé Tung.

– Dios nos asista. No bastaba que hubiese contratado un excéntrico. Además es comunista.

Robbins rió de nuevo. Esta vez el bigote estaba preparado.

– Así que piensas que soy un excéntrico, ¿eh? A lo mejor tienes razón. Sí. No se lo he contado nunca a nadie, pero de niño…

– ¿Sí? -en los cansados ojos del doctor Goldman hubo un súbito brillo.

– De niño…

– ¿Sí? Adelante.

– De niño, yo era un compañero de juegos imaginario.

El doctor Robbins escoltó a su agradecido bigote fuera de la habitación.

76

HAS OÍDO de gente que acudía enferma. Quizás hayas acudido enfermo tú mismo algunas veces. ¿Pero has pensado alguna vez en acudir estando bueno?

Sería así: llegarías al jefe de fila y dirías: «Escucha, he estado enfermo desde que empecé a trabajar aquí, pero hoy estoy bien y no vendré más.» Acudir estando bien.

Eso fue lo que hizo exactamente el doctor Robbins. A la mañana siguiente de su charla con el doctor Goldman, acudió estando bien y no fingía. No se puede fingir una cosa así. Es infinitamente más difícil fingir que estás bien que fingir que estás mal.

Después de telefonear, el doctor Robbins se puso una camisa de nylon amarillo eléctrico y cuando la enfundaba en un par de acampanados marrones, fue como si la iluminación le hubiese alcanzado a un borracho perdido. Antes de abandonar su apartamento, hizo entrega de su despertador y su reloj de bolsillo al depósito de basura.

– Pasaré del tiempo del día al tiempo del alma -proclamó.

Luego, al considerar lo pretencioso que sonaba, se corrigió:

– ¡Fuera eso! -dijo-: Digamos simplemente que hoy estoy bien.

Ya en la Avenida Lexington, el doctor Robbins caminó perezosamente. Se sentó en un banco del parque y se fumó un porro de hierba tahilandesa. Se zambulló en una cabina telefónica y buscó Hitche en la guía. No llamó; sólo miró el número y sonrió. A Sissy, por petición propia y con el vacilante permiso de Julián, la habían dado realmente de alta aquel día.

En Madison, entró el doctor Robbins en una agencia de viajes y pidió un mapa del oeste de los Estados Unidos. Miró la cordillera de la Sierra de California y Dakota y no mucho más. Una agente de viajes, que se parecía a Loretta Young y parecía temer que el bigote de Robbins se hubiese colado en los Estados Unidos en un racimo de plátanos, se sentía obligada a prestar sus servicios, pero poco podía hacer por un viajero con máquinas del tiempo en la mente.

El doctor Robbins siguió caminando. Sin saberlo, pasó bajo las ventanas del laboratorio tras las que La Condesa oponía toda la luz de su genio al furtivo mamífero de las profundidades cuyo aliento marino se escapa en salitrosas condensaciones de los húmedos pulmones del coño.

En una vitrina de cristal del vestíbulo del edificio de La Condesa descansaba una pera de goma roja hecha a mano: la primerísima Rosa, el prototipo, el ruboroso original, el progenitor de la estirpe de peras de sensacional éxito cuyo nombre aún adornaba el mayor rancho sólo de chicas del Oeste. El doctor Robbins pasó, inocente, ante él.

El doctor Robbins no estaba seguro de adonde se dirigía aquella mañana de mayo. Respecto a su destino final estaba seguro, sin embargo. Iría a los relojes. Y al Chink. Y aún más, Sissy le llevaría hasta allí. En fin, el sano psiquiatra sin empleo había llegado recientemente a una conclusión doble: (1) si había un hombre vivo que pudiese añadir levadura a la creciente hogaza de su yo, ese hombre era el Chink; (2) si había una mujer que pudiese enmantecar aquella hogaza, esa mujer era Sissy. El doctor Robbins estaba absolutamente convencido, absolutamente decidido, absolutamente emocionado, absolutamente enamorado. Afrontaba el futuro con una mente relampagueante y una sonrisa estúpida.

Sin embargo, actuaba una fuerza que el doctor Robbins no había identificado, una fuerza que Sissy no había identificado, una fuerza que nadie en Norteamérica había identificado, incluidos el Pueblo Reloj, la Sociedad Audubon ni aquel hombre que, debido a la llegada de alguien enfermo (no bueno en absoluto en este caso) a la Casa Blanca, habría de ser muy pronto el nuevo presidente de los Estados Unidos. Esa fuerza era: los Cuatreros de Grullas Chilladoras.